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biografía de la autora

 

 

ARPAS ETERNAS
PARTE DEL CAPÍTULO: YHASUA A LOS VEINTE AÑOS

 

 

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Desde que salieron de Sevthópolis, el camino se deslizaba en plena montaña, costeando serranías que por estar adelantado el invierno aparecían un tanto amarillentas y desprovistas, desde luego, de su exuberante verdor.

Todo el trayecto desde Sevthópolis hasta Arquelais ofreció a Yhasua la oportunidad de derramar como un raudal caudaloso el interno poder que su espíritu-luz había conquistado en sus largos siglos de amor.

Y continuaba amando como si no pudiera más detenerse en la gloriosa ascensión a la cumbre, a la cual parecía subir en vertiginosa carrera.

 

“Amar por amar es agua

Que no conocen los hombres.

Amar por amar es agua

Que sólo beben los dioses”

 

Había cantado así, Bohindra, el genio inmortal de la armonía y del amor, y su verso de cristal lo vemos vivir en Yhasua con una vida exuberante, que asombra en verdad a quien lo estudia en su profundo sentir.

Montado en su jumento, no descuidaba mirar a cada instante en su carpeta que llevaba en su mano izquierda.

—Mira Yhasua que este camino tan escarpado ofrece tropiezos a cada instante –decía su padre–, y temo que por mirar tu carpeta no ayudas al jumento a salvar los escollos.

—Él está bien amaestrado, padre; no temáis por mí –contestaba él.

— ¿Se puede saber, hijo mío, qué te absorbe tanto la atención en esa carpeta? –preguntaba a su vez Myriam, cuya intuición de mujer estaba adivinando lo que pasaba.

—Cosillas mías, madre, que sólo para mí tienen interés –contestaba sonriente Yhasua, como el niño que oculta alguna travesura muy dulce a su corazón–.

“Aquí están las dos encinas centenarias –murmuró a media voz–. Es la señal de la gruta de los leprosos.

Aún estaban a cincuenta brazas de las encinas, y ya vieron salir un bulto cubierto con un sacón de piel de cabra que sólo tenía una abertura en la parte superior para los ojos.

Sólo así les era permitido a los atacados del horrible mal el acercarse a las gentes que pasaban, en demanda de un socorro para su irremediable situación. Yhasua habló pocas palabras con el jefe de la caravana, que siempre llevaba preparado un saco con los donativos de algunos de los viajeros para los infelices enfermos.

—Yo lo llevaré por vos –dijo Yhasua, recibiendo el saco y encaminándose hacia el bulto cubierto que avanzaba. Los viajeros pasaron de largo, deseando poner mayor distancia entre el leproso y ellos.

Myriam y Yhosep detuvieron un tanto sus cabalgaduras para dar tiempo a Yhasua.

—Ya imaginaba esto mi corazón –decía Myriam a su esposo–.

“En la carpetita debe traer Yhasua escritas las señas donde están las grutas, y eso era lo que absorbía su atención.

— ¡Oh! Este hijo santo que Jehová nos ha dado, Myriam, nos da cada lección silenciosa, que si sabemos aprenderla seremos santos también.

Y el Anciano, con sus ojos humedecidos de llanto, continuaba mirando a Yhasua, que llegaba sin temor alguno al leproso.

Le vieron que le quitó el sacón de piel y le tomó las manos.

Fue un momento de mirarle a los ojos con esa irresistible vibración de amor que penetraba hasta la médula como un fuego vivificante, que no dejaba fibra sin remover.

Myriam y Yhosep no podían oír sus palabras, pero nosotros podemos oírlas, lector amigo, después de veinte siglos de haber sido pronunciadas.

En los Archivos Eternos de la Luz, maga de los cielos, quedaron escritas como queda grabado todo cuanto fue pensado, hablado y sentido en los planos físicos:

—Eres joven, tienes una madre que llora por ti; hay una doncella que te ama y te espera..., unos hijos que podrán venir a tu lado. Lo sé todo, no me digas nada. Judas de Saba me ha informado de todo cuanto te concierne.

—Sálvame, Señor, que ya no resisto más el dolor en el cuerpo y el dolor en el alma –exclamó el infeliz leproso, que sólo tenía veintiséis años.

—El Poder Divino, que Dios me ha dado, y que tu fe ha descubierto en mí, te salvan. Anda y báñate siete veces en el Jordán y vuelve al lado de tu madre. Sé un buen hijo, un buen esposo y un buen padre, y esa será tu acción de gracia al Eterno Amor que te ha salvado. Di a tus compañeros que hagan lo mismo, y si creen como tú en el Poder Divino, serán también purificados.

El enfermo iba a arrojarse a los pies de aquel hermoso joven, cuyas palabras le hipnotizaban causándole una profunda conmoción. Pero sintió que todo su cuerpo temblaba y se sentó sobre el heno seco que bordeaba el camino.

— ¡Anda!, no temas nada –dijo Yhasua montando de nuevo y volviendo al lado de sus padres que le esperaban.

Los otros viajeros se perdían ya en una de las innumerables vueltas del tortuoso camino costeando peñascos enormes, y que pensaban sin duda en que el infeliz leproso sería un familiar de Yhasua por cuanto le prestaba tal atención.

No ha comprendido aún la humanidad lo que es el Amor, que no necesita los vínculos de la sangre ni las recompensas de la gratitud, para darse en cuanto tiene de grande y excelso como una vibración permanente del Atmán Supremo, que es amor inmortal por encima de todas las cosas.

Nuestros tres viajeros quedaron por este retraso a cierta distancia de la caravana, lo cual les permitía hablar con entera libertad.

— ¡Qué obra grande has hecho, hijo mío! –le dijo Yhosep, mirando a Yhasua con esa admiración que producen los hechos extraordinarios.

—Era lástima tan joven y ya inutilizado para la vida –añadió Myriam, esperando una explicación de Yhasua que continuaba en silencio–. ¿Se curará, hijo mío?

—Sí, madre, porque cree en el Divino Poder y eso es como abrir todas las puertas y ventanas de una casa para que entre en torrente avasallador el aire puro que lo renueva y transforma todo.

— ¿Habrá otros leprosos allí? –volvió a preguntar ella.

—Han quedado veinte de los treinta y dos que había desde hace mucho tiempo.

“Los otros murieron cuando los terapeutas del Santuario dejaron de socorrerles. Eran ya de edad y su mal estaba muy avanzado. La miseria los consumió más pronto.

— ¿Y no podría evitarse, Yhasua, este mal espantoso que va desarrollándose tanto en nuestro país?

—Cuando los hombres sean menos egoístas desaparecerá la lepra y la mayoría de los males que afectan a la humanidad. La extremada pobreza hace a los infelices de la vida, ingerir en su cuerpo las materias descompuestas como alimento. Los tóxicos de esas materias ya en estado de putrefacción, entran en la sangre y la cargan de gérmenes que producen todas las enfermedades. Los gérmenes corrosivos van pasando de padres a hijos, y la cadena de dolor se va haciendo más y más larga.

“Cuando los felices de la vida amen a los infelices tanto como a sí mismos se aman, se acabarán casi todas las enfermedades, y sólo morirán los hombres por agotamiento de la vejez o por accidentes inesperados.

“He podido curar leprosos, paralíticos y ciegos de nacimiento; pero no he podido aún curar a ningún egoísta. ¡Qué duro mal es el egoísmo!

Una honda decepción pareció dibujarse en el expresivo semblante de Yhasua, cuya palidez asustó a su madre.

—Hijo mío –le dijo–, estás tan pálido que me pareces enfermo.

—Yhasua queda así cuando salva a otros de sus males. Diríase que por unos momentos absorbe en su cuerpo físico el mal de los curados –añadió su padre. Yhasua les miraba a entrambos y sonreía en silencio.

—Veo que os vais tornando muy observadores –dijo por fin.

—Cuando has curado a Yhosuelín y a mí, te he visto también palidecer –dijo Yhosep–. Pero me figuro que si el Señor te da la fuerza de salud para los otros, te repondrá la que gastas en ellos.

—Es así, padre, como lo piensas. Ya me pasa este estado de laxitud, porque los enfermos ya entraron en renovación.

— ¿Pero, se curarán todos? –preguntó alarmada Myriam temerosa de que tantos cuerpos enfermos agotasen la vida de su hijo. Yhasua comprendió el motivo de esa alarma.

— ¡Madre! –le dijo con infinita ternura–. No me des el dolor de adivinar en tu alma ni una chispa de egoísmo. La vida de tu hijo vale tanto como esas veinte vidas salvadas.

“También ellos tienen madres que les aman como tú a mí. Ponte tú en lugar de una de ellas y entonces pensarás de otra forma.

— ¡Tienes razón, hijo mío! Perdóname el egoísmo de mi amor de madre. Eres la luz mía, y sin ti, paréceme que me quedaría a obscuras.

—Tendrás que aprender a sentirme a tu lado, aunque yo desaparezca del plano físico...

— ¡Dios Padre, no lo querrá, no!... ¡Moriré yo antes que tú!... –dijo ella como en un sollozo de angustia.

— ¿Ves madre el dolor de esas madres que ven morir vivos a sus hijos en las cavernas de los leprosos?

— ¡Sí, hijo mío!, lo veo y lo siento. Desde hoy te prometo averiguar dónde hay un leproso para que tú le cures. Yo soy la primera curada por ti del egoísmo.

“¡Ya estoy curada, Yhasua!... ¡Ante Dios Padre que nos oye, entrego mi hijo al dolor de la humanidad!

Y la dulce madre rompió a llorar a grandes sollozos.

— ¿Qué hiciste, Yhasua, hijo mío, qué hiciste? –decía Yhosep, tomando una mano de Myriam y besándola tiernamente.

— ¡Nada, padre! Es que al sacarse ella misma la espina que tenía clavada en el alma, le ha causado todo este dolor. Pero ya estás curada, madre, para siempre, ¿verdad?

Esto lo decía Yhasua ya desmontado de su asno y rodeando con su brazo la cintura de su madre.

—Sí, hijo mío, sí, ya estoy curada.

Y la admirable mujer del amor y del silencio, secaba sus lágrimas y sonreía a aquel hijo-luz que tenía al alcance de sus brazos.

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