ARPAS ETERNAS
PARTE DEL CAPÍTULO:
SIMÓN
DE TIBERÍADES
................... Cuando Pedro visitó a sus padres luego de llegado el niño al Tabor, se sintió tan fuertemente atraído hacia él, que al verle pasar y aún sin saber quién era, le llamó en momentos que su hermana Noemí le llevaba a los establos para ordeñar las cabras y dar al niño su ración de leche recién sacada. — ¡Oye, precioso! –decíale Pedro–. ¿Verdad que eres tortolito nuevo en este nidal? —Llegué hace cuatro días –le contestó afablemente el niño. — ¿Y te quedarás mucho tiempo? —He oído a mi madre que estaremos aquí tres meses, que tardará mi padre en venir a buscarnos. Pedro pensó que la madre del niño no era una refugiada, sino una visita relacionada con los Ancianos del Santuario. — ¡Qué lástima que te vayas! ¡Parecía haber entrado el sol en la pobre cabaña del viejo Simón!, –exclamó Pedro, con gran espontaneidad. — ¡Hola!... –dijo riendo Yhasua–, ¿aún no sabemos ni tú ni yo quiénes somos y ya te lamentas de que me vaya? —Es que te vi, y ya me robaste el corazón, pilluelo. Ven acá. Déjale conmigo, Noemí, que ya tendrás tú tiempo de charlar con él. Tráele aquí la leche y vamos a beberla entre los dos. — ¿Sí?... ¿Y si yo no quisiera darte de mi ración? –interrogaba graciosamente el niño–. ¡Tú sí que eres pilluelo! ¡Me ves recién y ya resuelves partir mi ración de leche contigo!... Pedro le había sentado ya sobre sus rodillas y como extasiado mirándole a los ojos, le acariciaba distraídamente los bucles dorados que el viento del atardecer agitaba suavemente. — ¡Si no supiera que Jehová es Uno Solo y vive en los cielos, diría que eres tú un Jehová-niño que trae en los ojos toda la claridad de los cielos! ¿Cómo te llamas? — ¡Yhasua, hijo de Yhosep y de Myriam! Soy de Nazareth y vengo del Carmelo donde estuve ocho meses con los Ancianos. ¡Ellos me querían tanto como tú y he tenido que dejarlos!..., pero yo volveré un día... ¡Oh, sí!, yo volveré. Y Pedro notó que los ojos del niño se habían abrillantado de lágrimas. Le abrazó tiernamente mientras le decía: — ¿Y quién no se enamora de ti, rayito de sol?... —Yo te dije mi nombre y de dónde soy, pero tú no me lo dijiste aún –observó Yhasua, pasando suavemente su manecita por la barbilla rubia de Pedro. —Me llamo Simón como mi padre y aunque he nacido aquí, vivo junto al Mar de Galilea, con mis suegros porque allí tengo mi medio de vida. —Y bien, Simón, ahora te repito lo que tú me dijiste antes. ¡Lástima que tengas que marcharte porque estoy muy bien a tu lado! —A la verdad, yo lo lamento también y así, para no separarnos tan pronto, postergaré mi regreso por unos días más. — ¿Y qué dirás en tu casa? —Pues que tengo un negocio importante. —Y dirás una mentira, y el octavo mandamiento de la Ley dice: No mentir. Pedro miró al niño casi con espanto y luego inclinó la cabeza. — ¡Cierto! –dijo–. He aquí que un parvulito que apenas me llega a la cintura me ha dado una tremenda lección. — ¡Ah!... ¿Tú creías que yo no conozco la Ley? Sé casi lo más importante de los Profetas, y muchos salmos los sé de memoria. “¿No ves que mi madre salió del Templo cuando mi padre la pidió en matrimonio? A más, yo estuve más de cinco años en el Santuario del Monte Hermón y nueve meses en el Monte Carmelo y podrás suponer que no estuve jugando siempre al escondite. Y el Hazzan de la Sinagoga de mi pueblo me daba lección en la casa de mi padre. Pedro oía y en su mente iban despertándose ideas como venidas de muy lejos... ¿Quién era este niño que en sólo diez años había recorrido tres Santuarios donde tanto se habían ocupado de él los Ancianos? No tenía noticia de que con ningún niño se hubiera hecho igual. Pensó en el Profeta Samuel, que decían vivió en el antiguo templo de Garizín, al lado del Gran Sacerdote Helí; pero que un niño tan pequeño hubiera estado en los Santuarios esenios, no lo oyó nunca decir. —Te quedaste pensativo y triste –dijo dándole golpecitos con su índice en la mejilla–. ¿Es que te supo mal que yo te dijese que ibas a decir una mentira a los tuyos? — ¡No, Yhasua, no! Es que pienso otras cosas respecto de ti –contestóle Pedro mirándolo fijamente, como si quisiera leer en el hermoso rostro del niño la respuesta a los interrogantes que se estaba haciendo hacía ya rato. En esto, volvió Noemí con un jarrón de espumosa leche que presentó a Yhasua. —Mitad y mitad como buenos amigos –dijo el niño, poniéndole a Pedro el jarrón al borde de los labios–. Bebe tú primero y hagamos las paces. Ni tú dirás una mentira, ni yo tengo porqué darte lecciones. ¡Vamos, bebe!... Pero Pedro que estaba sacudido hondamente en su mundo interno, en vez de beber, comenzó a besar la frente, los ojos, las manos del niño, en forma que casi le hacía derramar la leche. Noemí intervino. —Hermano –le dijo–, ¿qué te pasa?, jamás te vi tan expresivo como en este instante. –Y como su mirada interrogase a Yhasua, éste dijo: —Yo no le hice nada, pero se ha puesto así porque me quiere mucho y tiene pena de que me vaya. — ¡Oh, Simón, Simón! –decía Noemí alejándose–, ¡qué tal te pondrás si un día tienes un hijo! Vuelto por fin Pedro a la realidad del momento, bebió dos sorbos de leche y dijo al niño: —Bebe tú, querido mío, que yo estoy bebiendo de ti algo mejor que leche y que miel... —Me gusta ser tu amigo, Simón –decía el niño mientras bebía la leche–, pero en verdad no te comprendo muy bien. — ¿No me comprendes?... Dime, niño hermoso como una alborada. ¿Has soñado tú alguna vez, y al despertar has visto que tu sueño tenía vida y que era una realidad? —A ver..., a ver si recuerdo... –Y el niño con el índice en la sien, pensaba–: “¡Ah, sí!..., sí, ya lo recuerdo. Cuando estaba en el Santuario del Hermón, soñé que entraban a mi alcoba unos corderitos blancos tan preciosos que yo estaba loco de alegría. Y, cuando me desperté, me los encontré junto al lecho. Era el Anciano Azael que me los había traído porque él sabía cuánto yo lo deseaba. Otra vez soñé que yo andaba sobre el mar, como sobre las alas de un gran pájaro que corría mucho sobre las aguas. Y al siguiente día me despierta mi madre para embarcarnos en el velero que tienen los solitarios del Monte Carmelo, y viajamos hasta Tiro para buscar a los Ancianos del Hermón que llegaban. Ya ves, también sé lo que es soñar y que el sueño se realice. —Pues bien, Yhasua, veo que eres un niño muy superior a los de tu edad. Ahora verás. “Yo emprendí este viaje hacia aquí al siguiente día de tener este sueño: “Yo me veía a la entrada de un gran campo de sembradío, pero donde no había nada sembrado. Y de pronto y como si hubiera brotado de los musgos, se me puso delante un niño cuya edad no puedo precisar porque tenía el rostro cubierto con un velo color de oro resplandeciente. Y me dijo: “En la cabaña de tu padre te espera la recompensa de tus buenas obras como hijo, como esposo y como esenio. ¿Ves este campo? Es para ti; tú lo sembrarás y en la cabaña sabrás cuándo te será legado y qué siembra deberás hacer en él”. “Y me desperté. No pensaba dar importancia al sueño, pero tropecé con mi cartapacio de anotaciones y buscando en él un billete que necesitaba de una venta realizada días antes, leí este consejo escrito por los terapeutas peregrinos: “Nunca desprecies los sueños, que pueden ser avisos de los ángeles de Dios para ayudarte en tu camino”. “Entonces recordé mi sueño de esa noche, y me vino fuertemente el impulso de venir a la cabaña de mi padre y aquí estoy. — ¿Y has encontrado, aquí, la realización de tu sueño? –preguntó el niño, que aún no veía claro en el asunto. —Casi, casi... –contestó Simón. —Eso es decir: ni sí, ni no –díjole Yhasua. — ¡No puedo más!... Esto tengo que saberlo..., y ahora mismo. Llévame donde está tu madre. ¿Me harás el favor? —Mi madre está en el Refugio donde nos hospedamos ella y yo, pero no sé si allí puedes entrar tú. Me parece que allí no entran los hombres –contestó el niño–. Esto se puede arreglar, Simón, espérame aquí. Y el niño echó a correr por el senderillo tortuoso y escondido que llevaba al Refugio. Pedro le siguió con la mirada y del fondo de su Yo subía como un rayo de luz que escribiera en su propio horizonte mental estas palabras: “Ya ha sonado la hora de que llegue Aquél a quien todos esperamos, dicen los Ancianos Maestros. ¿Por qué no será Yhasua el esperado?” — ¡Cierto, cierto! –se contestaba Pedro a sí mismo–, porque jamás niño alguno me causó la impresión de éste. Y para acortar el camino que le separaba de él, empezó a andar por el mismo senderillo por donde le vio desaparecer. A poco rato vio salir al niño llevando a su madre de la mano. Y se encontraron. — ¿Ves, madre? ¡Este es el nuevo amigo que he hecho en el Tabor! Es Simón y me quiere mucho. –Tal fue la presentación. —Perdonad, buen hombre –dijo Myriam–, los caprichos de mi niño. Ha querido que yo venga a responder a cosas que él dice necesitáis saber. Hablad, pues, si es verdad lo que él dice. Pedro miraba a la madre y al niño, y decía a media voz: — ¡De tal madre, tal hijo!... ¡Aun bajan los ángeles a la tierra!... — ¿Qué estás diciendo, Simón? Si no hablas más alto, mi madre no te puede entender. —Decía que tienes un gran parecido con tu madre. ¡Sois vos la que habéis de perdonar pero es el caso que he perdido la tranquilidad desde que he visto y hablado a vuestro niño! ¡Es tan diferente de los otros niños! “¿No os parece a vos lo mismo? Myriam miraba a Simón sin saber qué forma había de usar para hablar con él, de un asunto tan delicado, dado la cautela que los Ancianos recomendaban. —Sí –dijo ella por fin–, Yhasua es muy reflexivo y a veces tiene ocurrencias que asustan a los mayores, por salirse de lo común en su edad. —Yo he leído mucho los libros de nuestros Profetas y más todavía las viejas tradiciones referentes a ellos. En los breves momentos que he hablado con él me ha parecido encontrar semejanzas muy marcadas con Jeremías, con Ezequiel, en la rápida comprensión de las cosas. Yo no sé cómo decir, pero vuestro niño me ha hecho pensar cosas muy grandes. “El Profeta Malaquías nos anunció que volvería Elías cuando estuviera para venir el Mesías Salvador. ¿No se os ha ocurrido pensar si vuestro hijo será Elías vuelto a nacer? — ¿Sois por ventura esenio?, –preguntó Myriam antes de responder. —Terminé el grado primero y estoy en segundo, y cuando fui ascendido, ya me dijeron los maestros de este mismo Santuario: “Si pones toda tu buena voluntad, Simón, la predicación del Mesías Salvador te encontrará ya en el grado cuarto”. Estas palabras me hicieron suponer que había ya venido o estaba para llegar. Vos sabéis que no es discreto preguntar aquello que no se nos dice en el Santuario. —Así es, y por eso mismo yo debo ser muy parca en mis palabras. Únicamente os digo que mi Yhasua parece a juicio de los Ancianos que trae una misión grande para cumplir. Si queréis visitar aquí a los solitarios, quizá ellos os podrán decir algo más. El niño se había quedado apoyado en el tronco de un árbol y con los ojos semientornados parecía no ver ni oír lo que pasaba. De pronto dijo: —El Espíritu de Dios sopla donde le place, y manifiesta a los sencillos lo que esconde a los soberbios. Simón –exclamó con una voz sonora y vibrante–, Jehová te dice: Que lo que tú estás pensando, eso mismo es. Y como si nada hubiera ocurrido de extraordinario, el niño volvió a su estado normal y graciosamente decía a Simón: —Tú que eres alto y fornido bien podrías trepar a esa montañita que ves, donde está esa vieja encina. — ¿Y para qué ha de subir? –inquirió Myriam. —Desde que llegué ando espiando una pareja de tordos azules como los de Nazareth que entran con gusanillos entre sus ramas. — ¿Y sospechas que tienen allí el nidal con pichones? –preguntó Pedro. — ¿Para qué han de llevar gusanillos sino para los hijuelos? — ¿Para qué los quieres si aquí estaremos poco tiempo? –volvió a decir Myriam. —Madre, cuando vienen las tormentas todos los pichones son tirados a tierra donde los devoran los hurones y las víboras. “¿No es mejor tenerlos guardaditos en casa hasta que sepan volar y defenderse de todo peligro? — ¿De modo que quieres ser salvador de pajarillos pequeños? –preguntó Pedro y diríase que en sus palabras se encerraba segunda intención. — ¡Salvador de pajarillos pequeños!... –repitió Yhasua pensativo–. Has acertado Simón, y te aseguro que nadie acertó tanto como tú. Es como si yo sintiera una secreta satisfacción de salvar de la muerte, los pajarillos de todos los nidos. Y Simón, como cediendo a una secreta inspiración, a una oculta voz que le hablaba desde muy adentro, respondió: — ¿No será esto un ensayo de convertirte más adelante en Salvador de hombres, Yhasua? —No descubramos los secretos del Altísimo antes de su hora –dijo Myriam temiendo que la conversación tomase otro giro. — ¡Qué buena esenia es tu madre, Yhasua, y qué ejemplo me da de discreción y de silencio! Para el pobre Simón ha brillado hoy una extraña luz, y creo no equivocarme, aunque nada digáis. Y apenas llegado ante su padre, Simón le pidió, si podía, que le revelase el secreto del niño de Myriam. — ¿Es Elías que ha vuelto para abrir los caminos al Salvador esperado, según estaba predicho? “¡Porque me anonada, el sólo pensar que Jehová me permita ver con mis ojos pecadores al Salvador mismo!... Todo esto lo decía Pedro con una emoción y un fuego interno que lo transmitía a su padre, el cual le contestó: —Hijo mío, ya sabes cuán severa es nuestra consigna de silencio. Sólo te puedo decir que en ese niño está encarnado un gran espíritu para una importante misión. Esto lo sabemos la mayoría de los esenios. Si tú quieres saber más respecto de él, vete a hablar con los Ancianos del Santuario, que ellos te lo dirán si lo creen conveniente. —Sí, padre, sí; ábreme la puerta porque tengo una ansiedad que parece estarme quemando las entrañas. El anciano seguido de su hijo, subió una escalerilla de piedra que arrancaba a pocos pasos de la piedra del hogar, donde hervían las marmitas y se cocía el pan entre el rescoldo. Era como un altillo donde en cestas de cañas y de juncos, secaban frutas y quesos. Apartó a un lado unos haces de caña, dejando al descubierto las maderas mal labradas que para evitar la humedad de aquel sitio cubrían totalmente el muro. Una de aquellas tablas de dos pies de ancho, era una puertecilla por donde el padre y el hijo desaparecieron. El anciano volvió solo y su hijo quedó dentro. Los Ancianos le habían visto de niño correr por la montaña, cuidando las cabras y jugando con los cabritillos. Le conocían como un muchachote honrado y bueno, habían presenciado sus bodas y le habían ayudado a formarse en la austera Ley de Moisés y en las costumbres esenias. — ¡Ah, Simoncillo! –decíanle en diminutivo para distinguirlo de su padre–. ¿Qué vientos te traen por aquí? ¿Acaso te ha nacido el primer hijo? — ¡Oh, no, Hermano Azarías!... Es otro el asunto que me trae esta tarde. — ¡Bien, hombre, tu dirás! ¿Acaso te ves enredado en una encrucijada de difícil salida? —Nada de eso. No sé si vos recordaréis, Hermano Azarías, que yo estoy en el cuarto año del grado segundo, y que por vuestro consejo empecé hace años a prestar atención a mis sueños y a las intuiciones que de vez en cuando tenía. Y el joven Simón refirió al Anciano el último sueño que había tenido y que había motivado su viaje. Declaró sencillamente la impresión interna que sintió al ver al niño Yhasua, impresión que se hizo más profunda mientras hablaba con él, hasta el punto de hallarse plenamente convencido de que ese niño era un gran Profeta de Dios, acaso Elías cuya venida estaba anunciada para ese tiempo, y todo buen esenio lo sabía. Un Anciano solo, jamás resolvía en un asunto, por simple que fuera, y así fue pasado Simón a la bóveda de los párvulos donde se esclarecían ordinariamente las consultas de los Hermanos. Otros dos Ancianos acudieron a investigar en el alma cándida y sencilla del joven galileo, todo cuanto pasaba por ella. Comprendieron claramente que tanto el sueño como sus intuiciones, eran formas con que la Luz Divina se le manifestaba, y entre los tres Ancianos dijeron: — ¿Quiénes somos nosotros para impedir al Altísimo manifestar sus divinos secretos a las almas? “¿No está escrito que el Señor abrirá sus puertas a los párvulos y las cerrará a los poderosos? Pedro parecía adivinar el gran secreto de Dios, y sus ojos azules agrandados por el asombro y la ansiedad, parecían próximos a llenarse de llanto. —Siéntate aquí entre nosotros, Simoncillo, y con serenidad escucha lo que vamos a declararte porque vemos que es la voluntad de Dios que lo sepas. –Y el mayor de los Ancianos le refirió cuanto había ocurrido desde antes del nacimiento de Yhasua, y cómo los sabios venidos de Oriente y los Ancianos de todos los Santuarios esenios habían tenido manifestaciones suprafísicas afirmando por distintos medios y de muy diversas formas, que en ese niño estaba encarnado el Verbo de Dios, el Cristo, el Mesías Salvador del Mundo anunciado por los Augures y Profetas de distintos países, donde las grandes Escuelas de Divina Sabiduría habían auscultado los astros y las predicciones más antiguas tenidas por revelaciones divinas. Por unos momentos, Simoncillo se quedó mudo, hasta que un sollozo muy hondo le subió a la garganta y abrazándose del Anciano más inmediato a él, rompió a llorar como un niño. Por un largo rato no pudo articular palabra, y cuando fue recobrando la serenidad, sus primeras palabras fueron estas: —Yo lo he tenido sobre mis rodillas hace unos momentos y he besado sus manecitas y he acariciado sus cabellos de oro... ¿Qué hice, Señor, para merecer una honra tan grande y un favor tan señalado? En veinticuatro años no hice más que cuidar cabritillos y ahora ganar mi sustento y el de los míos. Tan pocas oportunidades tuve de hacer grandes obras de bien, que no encuentro mérito alguno en mi vida para que el Señor me dé tal recompensa. —Simón, hijo mío –díjole uno de los Ancianos–, como esenio que eres, sabes que no somos de hoy solamente, sino que muchos siglos y largas edades han pasado por nosotros. ¿Sabes acaso en detalles las circunstancias mil, las obras de misericordia que habrás hecho en tus innumerables vidas anteriores? “¿Sabes acaso si tienes una alianza estrecha con el gran ser que tenemos entre nosotros? “¡Simón... Simón!... La pesada materia que revestimos nos hunde en las sombras del olvido, y sólo con grandes esfuerzos consigue el alma iluminar los senderos largos de su lejano pasado. Día vendrá en que la Luz Divina abrirá para ti sus eternos archivos, y entonces sabrás por qué hoy, has podido encontrar en tu camino presente al Avatar Divino, bajado por última vez a la Tierra. “Ya ves, pues, cómo tu sueño y tus intuiciones se han realizado. “Ahora, Simón, sólo falta que nosotros nos hagamos dignos de la grandeza divina que tenemos en medio de nosotros, y que respondamos con generoso corazón al Mensajero de Dios que ha venido a buscarnos. — ¿Qué debo hacer, pues? Mandad, que no soy más que vuestro siervo. —Siervo nuestro no, Simón, sino siervo del Rey inmortal y glorioso que viene a establecer su reinado de amor y de luz en medio de la humanidad. “Examinemos juntos tus progresos espirituales y el estado de adelanto en que te encuentras. —Voy en el año cuarto del grado segundo. —Bien, ya sabes que en los tres primeros grados podemos suprimir años cuando los adelantos son notables, y el sujeto ha vencido todas las dificultades para el cumplimiento de lo que está prescrito. Simón sacó de su bolsillo un pequeño anotador y lo entregó al Anciano que dirigía aquella consulta. —Observad por vosotros mismos –les dijo–, y luego me diréis lo que debo hacer. Vosotros sois los maestros y yo el discípulo. —Hasta que haya salido de su silencio el Gran Maestro, del cual todos seremos discípulos –dijo otro de los Ancianos. En aquellas hojitas ajadas y amarillentas, durante cuatro años, Simón había anotado sueños, intuiciones, pensamientos, ideas al parecer disparatadas, pero que respondían a un fin altamente noble y benéfico, en conformidad con las prescripciones esenias. De acuerdo con su suegro con el cual compartía sus trabajos de pesca, tomaba una parte menos para dejar esa ventaja al padre de su mujer en razón de que las grandes barcas le pertenecían. Y con la parte exclusivamente suya, Simón se arreglaba en forma de poder socorrer con ella a los desvalidos que a nadie tenían que velase por ellos. En varios sueños, seres que no le eran conocidos, le habían apremiado para que no esperase perezosamente el lento paso de los siete años del grado segundo. Y algunas anotaciones decían así: “Soñé anoche que yo iba por un camino y tropecé con un arroyuelo que lo cortaba. Yo iba a buscar el medio de no vadear el arroyo, y entonces vi un niño, cuya edad no pude precisar, que desde la orilla en que él y yo estábamos, hacía grandes esfuerzos por lanzar al lecho del arroyo unos troncos con la intención de pasar sobre ellos. “— ¿Qué haces chicuelo? –le pregunté–. “—Ya lo ves –me dijo–, prepararme un paso. “—Eres demasiado pequeño para emprender ese trabajo –volví a decirle. “—Mi voluntad que es grande, suplirá mis pocos años. Ahora mismo quiero pasar. “¿Por qué esa prisa? Volvamos hacia atrás y busquemos si hay un modo de evitar tanto esfuerzo. “—Si tanto temes al esfuerzo, quédate ahí, pasaré yo solo. “Y el niño continuó tirando al lecho del arroyo los pedazos de troncos, uno después del otro, hasta que por fin, saltando alegre como un cabritillo pasó al otro lado. “—Ves –me dijo–. El rey ha llegado ya, y yo voy a su encuentro mientras que tú te quedas allí, quieto como un lagarto atontado. “En esto me desperté”. Y los Ancianos analizando este sueño, lo encontraron lleno de lucidez espiritual. —Simón –le dijo uno de ellos–, en este sueño un Guía espiritual representado por ese niño te empuja a avanzar valientemente, ejercitando la más activa potencia de tu espíritu: la voluntad. “De este sueño, según la fecha puesta por ti, han pasado tres años. “El arroyuelo puede ser un símbolo del grado en que estás como estacionado, por haber transcurrido tanto tiempo sin acudir al Santuario para tu remoción. “Las demás anotaciones registran una infinidad de intuiciones en que la interna voz de tu Yo superior, te espolea para que avances; pues para el Iniciado en nuestras Escuelas de Divino Conocimiento, no basta ser bueno, sino que es necesario avanzar en las capacidades a que puede llegar el alma encarnada; y quedarse estacionado es igual que si no se hubiese comenzado. Y peor aún, toda vez que es como tener abierto el libro sagrado de la Verdad Eterna y no querer leerlo; o como mantener apagada la lámpara que te fue dada para iluminar tu propio camino y el de los que andan alrededor o en pos de ti. — ¿Qué he de hacer, pues? –preguntó dócilmente Simón. —Pues pedir promoción al grado tercero ya que has cumplido con todo cuanto te exige el segundo. —Haced conmigo como sea vuestra voluntad. —Es tu voluntad, Simón, la que debe decir: quiero esto. Los grados de adelanto espiritual son escalones en los que el alma prueba su anhelo, su fuerza de vencimiento y su capacidad de amor a sus semejantes y su amor a la Verdad y a la Justicia. “Un esenio del grado tercero, no puede concurrir a un festín con atavíos suntuosos si sabe que cerca de él hay seres humanos que padecen hambre, frío y desnudez; sin antes remediar esas necesidades de sus hermanos y después concurrir al festín. “No puede decir nunca una mentira para excusar una falta, o para conseguir la satisfacción de un deseo aunque sea lícito. “No puede revelar los delitos ocultos del prójimo sino en el caso de que sea condenado un inocente. “No puede tomar parte en un asunto o negocio donde se perjudique un tercero, aunque le sea desconocido. “La voz de la amistad o de la sangre, no le llevará jamás a cometer una injusticia en caso de que deba ser juez entre un familiar y un extraño. “Deberás dar dos horas de tu trabajo o su equivalente si tienes abundancia, para el fondo de socorro a los menesterosos que la Orden tiene instalado en cada aldea de nuestro país. “¿Tienes valor para realizar todo esto? —“El rey ha llegado ya” –me dijo el niño de mi sueño–. “Yo voy a su encuentro y tú te quedas allí como un lagarto atontado” –repetía Simón como hablando consigo mismo–. “Maestros esenios –dijo por fin, poniéndose de pie–. Dadme el grado tercero, que puesto que el rey está entre nosotros, yo quiero seguirle de cerca. Esa misma noche, Simón salía del Santuario con el tercer velo blanco que guardaría como un tesoro y como una promesa, pues que al reunir los siete velos correspondientes a los siete grados, con ellos se formaba el Gran Manto llamado de purificación. Y sólo entonces empezaba para el esenio, su carrera de Maestro de Divina Sabiduría. Y cuando varios días después, se disponía a emprender el viaje de regreso, al despedirse del niño Yhasua, éste volvió a preguntarle: — ¿Qué dirás en tu casa de esta larga demora? Simón recordó que le estaban vedadas las mentiras para excusar una falta o para satisfacer un deseo y contestó con gran serenidad: —Diré que encontré en la puerta del Santuario, un niño, Yhasua, que me ató a su propio corazón, y que no fue desatado hasta que un tercer velo blanco me cayó encima como un manto de luz. ¿Está bien así, niño mío? — ¡Está bien Simón, muy bien! Y los pequeños bracitos de Yhasua rodearon una vez más el cuello de Pedro. —No olvides –añadió el niño–, que de aquí a tres meses dice mi madre que estaremos en nuestra casita de Nazareth y que me has prometido visitarme. No tienes más que preguntar por el taller de Yhosep el artesano, o pedir las señas al Hazzan de la Sinagoga. Simón no pudo responder porque la emoción del adiós le apretaba la garganta. Besó al niño en las manos, en la frente, en los ojos y partió sin volver la cabeza atrás. * * * |