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biografía de la autora

 

 

ARPAS ETERNAS
PARTE DEL CAPÍTULO: NAZARETH

 

 

Los tres meses de estadía en su pueblo natal fueron para Yhasua de un activo apostolado de misericordia. Diríase que, inconscientemente, preparaba él mismo las muchedumbres que le escucharían doce años después.

Acompañando a los terapeutas peregrinos ejerció con éxito sus fuerzas benéficas en innumerables casos, que pasaron sin publicidad, atribuidos a las medicinas con que los terapeutas curaban todos los males. Aun cuando los benéficos resultados fueran ocasionados por fuerza magnética o espiritual, convenía por el momento no despertar la alarma que naturalmente se sigue de hechos que para el común de las gentes, son milagrosos.

Visitó los pueblecitos de aquella comarca, en todos los cuales tenía amistades y familiares que le amaban tiernamente. Simón, que cerca al Lago Tiberíades tenía su casa, le hospedó muchas veces y probó al joven Maestro que aquella lección que le diera años atrás bajo los árboles de la entrada al Tabor, había sido muy eficaz.

—Nunca más dije una mentira, Yhasua –decía Simón, el futuro apóstol Pedro.

—Buena memoria tienes, Simón. Ya no recordaba yo aquel pasaje que tanta impresión te hizo.

Y Yhasua al decir esto irradiaba sobre aquel hombre sencillo y bueno, una tan grande ternura, que sintiéndolo él hondamente, decía conmovido:

—Eres, en verdad, un Profeta, Yhasua. Apenas estoy cerca de ti siento que se avivan en mí los remordimientos por mis descuidos en las cosas del alma, y me invaden grandes deseos de abandonarlo todo para seguirte al Santuario.

—Cada abejita en su colmena, Simón; que no es el Santuario el que hace justos a los hombres, sino que los justos hacen el Santuario.

“Si cumples con tus deberes para con Dios y con los hombres, tu casa misma puede ser un santuario. Tu barca que es tu elemento de trabajo, puede ser un santuario.

“Este lago mismo del cual sacas el alimento para ti y los tuyos, es otro templo donde el Altísimo te hace sentir su presencia a cada instante.

“La grandeza y bondad de Dios la llevamos en nosotros mismos, y ellas se exteriorizan a medida de nuestro amor hacia Él.

—De aquí a tres días será el matrimonio de mi hermano Andrés, y él quiere que tú vengas con nosotros ese día. ¿Vendrás, Yhasua?

—Vendré, Simón, y con mucho gusto.

—La novia es una linda jovencita que tú conoces, aunque no sé si la recordarás, Yhasua.

—A ver, dímelo, que yo tengo buena memoria.

— ¿Recuerdas aquella pobre familia que vivía del trabajo del padre en el molino, y que fue preso por un saquillo de harina que llevó para sus hijos?

—Sí, sí, que la esposa estaba enferma y los niños eran cinco.

“El menor era Santiaguillo, que corría siempre detrás de mí. Lo recuerdo todo, Simón.

—Pues bien, la niña mayor es la que se casa con mi hermano Andrés. Ese día estarán todos ellos aquí, y tendrán un día de felicidad completa si tú estás con nosotros.

—Vendré, Simón, vendré. Es voluntad del Padre Celestial que todos nos amemos unos a otros, y que no mezquinemos nunca la dicha grande o pequeña que podamos proporcionar a nuestros semejantes.

—La madre sanó de su mal y debido a los terapeutas se reparó el daño hecho al padre que ahora tiene un buen jornal en el molino –siguió diciendo Simón, que veía la satisfacción con que Yhasua escuchaba las noticias de sus antiguas amistades.

Al visitar la casa de Zebedeo y Salomé, encontró al pequeño Juan con un pie dislocado por un golpe. El chiquillo que ya tenía siete años, se puso a llorar amargamente cuando vio a Yhasua que se le acercaba.

—Porque tú no estabas, Yhasua, se me rompió el pie –le decía entre sus lloros.

—Esto no es nada, Juanillo, y es vergüenza que llore un hombre como tú. –Y así diciendo, Yhasua se sentó al borde del lecho donde tenían al niño con el pie vendado y puesto en tablillas. Le desató las vendas y apareció hinchado y rojo por la presión.

Salomé estaba allí, y Zebedeo acudió después.

Yhasua tomó con ambas manos el pie enfermo durante unos instantes.

—Si el Padre Celestial te cura, ¿qué harás en primer lugar? –preguntó al niño que sonreía porque el dolor había desaparecido.

—Correré detrás de ti y no te dejaré nunca más –le contestó el niño con gran vehemencia.

—Bien, ya estás curado; pero no para correr tras de mí por el momento; sino para ayudar a tu madre en todo cuanto ella necesite de ti.

Juanillo se miraba el pie que aún tenía las señales de las vendas pero que ya no le dolía; miraba luego a Yhasua y a su madre como dudando de lo que veía.

—Vamos, bájate de la cama –díjole Yhasua–, y tráeme cerezas de tu huerto que las veo ya bien maduras.

Juanillo se puso de pie y se abrazó a Yhasua llorando.

— ¡Estoy curado, estoy curado, y pasé tantos días padeciendo aquí porque tú no estabas, Yhasua, porque tú no estabas!

La madre, enternecida, susurraba la oración de gratitud al Señor por la curación de su hijo, el pequeño, el mimoso, el que había de amar tan tiernamente al Hombre-Luz, que éste llegara a decir que “Juan era la estrella de su reposo”

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