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biografía de la autora

 

 

ARPAS ETERNAS
PARTE DEL CAPÍTULO: LOS ANCIANOS DE MOAB

 

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Dos días después comenzaron a llegar los que habían recibido aviso de la presencia de los Ancianos de Moab en el Santuario del Monte Quarantana.

Casi todos llegaban a la madrugada, porque realizaban el viaje en la noche.

De Herodium, de Yutta, de Hebrón, de Betlehem y hasta de Jerusalén llegaban viajeros, esenios todos, que no querían perder aquella oportunidad pocas veces encontrada en la vida de seres que vivían para un ideal de perfección humana. Los Setenta Ancianos de Moab, eran los grandes maestros de la Fraternidad, eran sus Profetas, sus Apóstoles, sus Santos. Estaba en medio de ellos el Mesías, niño aún, y esta circunstancia agrandaba ante ellos aquel momento que acaso no se repetiría más en la vida que estaban viviendo.

Algunos sabían que se encontraba también allí, reencarnado, Elías Profeta en la persona de un niño poco mayor que Yhasua.

Varios personajes de importancia social y religiosa en Jerusalén acudieron también a aquella cita memorable. Aquel Nicolás de Damasco y sus amigos Antígono, Shamai y Gamaliel, nieto de Hillel, el mártir apóstol esenio de cincuenta años atrás. El lector recordará que en el Cenáculo de Nicolás tuvo lugar aquella grandiosa demostración de Sabiduría Divina que tuvo Yhasua. Ninguno de ellos dudaba ya de que el Verbo de Dios estaba encarnado en el niño nazareno, hijo de Myriam y de Yhosep.

Pero sería de gran importancia para ellos el conocer las opiniones de los Ancianos de Moab, grandes maestros en la ciencia espiritual. Los betlehemitas amigos de Yhasua desde la noche inolvidable de su nacimiento, Elcana, Josías, Alfeo y Eleazar, con aquellos familiares que pudieron acompañarles, acudieron también entre los peregrinos silenciosos, que disimulando su místico fervor bajo distintos aspectos, iban llegando a En-Gedí, perdida entre las montañas vecinas del Mar Muerto.

Jamás desfiló mayor cantidad de personas por la pobre Granja de Andrés, que en aquella oportunidad. Era la entrada obligada al Santuario, y todos debían pasar por allí.

Las grutas resultaban insuficientes para albergar con comodidad tantas personas del exterior, cuyo número pasaba de doscientos. Pero la primavera tibia y agradable de aquellos parajes, facilitó la concurrencia de los peregrinos, que permanecieron sólo un día y una noche en las grutas del Santuario.

Los Ancianos se dedicaron, privadamente, a escuchar las consultas de orden espiritual de los viajeros, cuyo grado de conocimiento era diverso, pues los había desde el grado primero hasta el cuarto.

Era una gran Escuela entre las rocas donde todo ornato material faltaba, pero donde flotaba la uniforme armonía emanada de muchas almas que buscaban un mismo fin: La Verdad Divina, que debía fijar para siempre, la ruta a seguir en el planeta Tierra.

Cuando todos fueron oídos y satisfechos en sus consultas, se preparó la asamblea general a la caída de la tarde en el recinto mismo del Santuario, que apareció con todos los velos descorridos y las mamparas divisorias levantadas, ya para dar mayor amplitud al recinto, como para dejar en todos la sensación de que estando en medio de ellos el Verbo encarnado, desaparecían todas las categorías y divisiones, para quedar confundidos como un alma sola que se unía al Ungido Divino a fin de secundar su obra de liberación humana.

—Ahora, somos todos discípulos en torno del Gran Maestro –había dicho el Gran Servidor, cuando todos los Ancianos estuvieron de acuerdo en que desaparecieran las reservas y separaciones que hasta entonces se habían observado con gran rigidez–. Y si él se hará pequeño para igualarse a nosotros, cuanto más debemos bajar nosotros para igualarnos a los que están a menos altura espiritual y moral que la que hemos conquistado mediante siglos de evolución.

En sus conversaciones privadas con cada uno de los peregrinos, los Ancianos se habían esmerado en grabar profundamente en todas las almas la frase final de la Ley de Moisés, sobre la cual pusiera Yhasua una noche su dedo, diciéndole a Yohanán:

“Para ésto sólo, hemos venido tú y yo a la Tierra”.

La frase aquella: “Ama a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo”, encerraba para los esenios como para el Cristo mismo, el resumen completo de toda la Ley.

El que en esto no hubiese pecado, estaba libre de toda culpa y podía presentarse tranquilo y sereno a la asamblea presidida por el Verbo Divino, que seguramente sería de una claridad deslumbradora sobre todas las conciencias.

Y casi todos, en sus íntimas confidencias con los Ancianos, tuvieron que reconocer que en esas palabras finales de la Ley se encierra una elevadísima perfección, a la que sólo muy pocos podían llegar.

Todos habían hecho obras de misericordia, de hospitalidad y ayuda mutua. Todos habían socorrido a los necesitados, pero igualar al prójimo consigo mismo en la participación de un beneficio, eso, eran muy pocos que lo habían hecho.

Y a la luz radiante de aquella frase final de la Ley, se diseñaron desde aquel momento que quedó ignorado de la humanidad, las siluetas inconfundibles de los verdaderos discípulos del Cristo Redentor, o sea los que fueron capaces de amar al prójimo como a sí mismo.

El Hombre-Luz había ya marcado su ruta inmortal y divina.

“Querubín del Séptimo Cielo” como le llamaban los esenios, había dejado toda su gloria, su grandeza, su inefable felicidad, y bajando a la sombría cárcel terrestre como un príncipe ilustre que hubiese dejado todo para hundirse durante años en las negruras de un calabozo, con el único fin de libertar a los amarrados a él.

Impropio de este símil, pues que el Cristo dejó mucho más, incomparablemente más, que un príncipe de la tierra puede dejar; pero en nuestros pobres modos de expresión, no encuentro una figura, una imagen que pueda parangonarse con el sublime y heroico renunciamiento del Cristo. ¿Qué menos pues podía exigir él a los que quisieran ser sus discípulos, que decirles: Ama a tu prójimo como a ti mismo?

Fue entonces que aquella asamblea entre las rocas, vislumbró el alcance de la frase inmortal que el Cristo tomaría como base para su apostolado de amor fraterno. Y desde ese momento, todos los asistentes a ella, tomaron la inquebrantable resolución de donar la mitad de sus bienes materiales a la obra misionera del Cristo.

Los Ancianos de Moab y de todos los Santuarios aportarían también la mitad del producto de sus trabajos manuales para el Santo Tesoro como le llamaron, porque consideraron que nada era más sublime y excelso que demostrar con hechos, que el bien del prójimo era su propio bien.

Si la Roma idólatra y pagana sustentaba sus orgías imponiendo pesados y onerosos tributos a los pueblos dominados, el “Tesoro Santo” fruto del amor al prójimo, haría frente a la miseria y al hambre que la dominación de los Césares imponían sobre el mundo.

Tales eran los sentimientos que animaban a todos los que rodearon al Cristo niño, en aquel momento de su existencia terrestre.

Y de aquellos peregrinos se designaron los “Guardianes del Tesoro Santo” para cada ciudad o pueblo, facilitando así la entrega de los donativos anuales que debían hacer.

José de Arimathea, Nicodemus y Nicolás de Damasco en Jerusalén; Elcana y sus amigos Alfeo, Josías y Eleazar, para Betlehem; Andrés de Nicópolis y dos tíos de Yohanán, para Hebrón y Yutta, y sucesivamente se fueron designando los Guardianes entre los esenios más conocidos y probados, para todas las regiones desde Madián hasta Siria.

—Sólo así seremos dignos –decían las conciencias de todos–, de cooperar en la obra del Cristo basada en la frase inmortal:

“Ama a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo”.

Conocedores los Ancianos de que las almas humanas sólo pueden llegar a la unión con la Divinidad mediante una perfecta tranquilidad de conciencia, creyeron haber hecho cuanto les era posible para conseguirla. Los grandes entusiasmos por las causas elevadas y nobles, son también contagiosas, y aquel núcleo de esenios reunidos en torno al Cristo niño, en las grutas del Monte Quarantana, vibraban todos a igual tono como cuerdas de un arpa dispuesta para un concierto divino.

Y cuando todo estaba resuelto y asegurado en el orden material, se comenzó la preparación espiritual mediante el canto de un salmo coreado por todos los Hermanos reunidos.

Al pie del pedestal donde descansaban las Tablas de la Ley, se había colocado una tarima de tres pies de altura y sobre ella dos taburetes de encina. Los Setenta Ancianos de Moab rodeaban en doble fila aquella tarima, y a su frente los demás Ancianos, terapeutas y peregrinos.

El Gran Servidor entró último, con Yhasua y Yohanán, que fueron colocados en los dos taburetes.

Un leve perfume de incienso flotaba como una ola invisible por el sagrado recinto y varios laúdes ejecutaban una melodía suavísima.

En aquel serenísimo silencio podía percibirse claramente este unánime pensamiento elevado a la Divinidad:

“¡Dios Omnipotente, autor de todo cuanto existe!... Déjanos ver la grandeza de tus designios, si es que nos permites colaborar con tu Mesías en su obra de salvación humana”.

Y el pensamiento unánime elevado a la Divinidad desde el fondo de los corazones, obtuvo la respuesta deseada.

Yhasua y Yohanán se inclinaron uno hacia el otro como si sus cabezas buscaran apoyo. Su quietud perfecta semejaba un tranquilo sueño, pero sus ojos permanecían abiertos.

De pronto los dos se irguieron sobre la tarima, como si una misma voz les hubiera mandado levantarse.

— ¿Sabes tú lo que esto significa? –preguntó Yohanán a Yhasua.

—Sí –repuso el niño–. Esto significa que todos cuantos nos rodean saben ya que en ti está encerrado el espíritu de Elías Profeta, y en mí está Moisés el que grabó esta Ley sobre tablas de piedra.

“Tu fuego hizo arder un día ante mí la zarza de Horeb, y resplandecer como una llamarada ardiente el Monte Sinaí. Enciende ahora tu fuego sobre todas las leyes brotadas del egoísmo humano para que consumidas ellas aparezca radiante y viva Mi Ley de la hora presente”.

Un suave nimbo de luz sonrosada iba envolviendo a Yhasua, y un fuego vivo convirtió a Yohanán como un ascua ardiente. El vívido resplandor pareció borrar todo lo que había detrás de los niños, las Tablas de la Ley, los atriles con los Libros de los Profetas, y todas las Escrituras Sagradas. Y sobre un fondo oscuro como de negro ébano, una mano luminosa escribía con un punzón de fuego y con grandes caracteres:

“Ama a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo”.

Poseída de extraña y poderosa conmoción, toda la asamblea se había puesto de pie sin creer casi lo que sus ojos veían.

Sólo los Ancianos de blancas túnicas parecían estatuas de marfil, inmóviles como los estrados de piedra en que estaban sentados.

— ¡Yohanán!, –dijo Yhasua con vibrante voz–. ¡Por traer al mundo esta Ley Nueva, morirás tú asesinado por los hombres, moriré yo asesinado por los hombres, y morirán tres cuartas partes de los que han presenciado esta manifestación de los designios de Dios, también asesinados por los hombres!

“¿Puedes tú contar las arenas del mar y las estrellas que pueblan el espacio infinito?...

“Tampoco podrás contar los espantosos asesinatos que cometerán los hombres ciegos e inconscientes por causa de esta Nueva Ley. No obstante, ella encierra un mandato supremo del Padre, junto con su última mirada de misericordia y su último perdón para esta humanidad delincuente. Pero, ¡ay de ella cuando esta misericordia y este perdón hayan sido acallados por la voz vibrante de su Justicia inexorable!”

Yohanán parecía una estatua de fuego, y sus dos manos levantadas a lo alto arrojaban un resplandor vivo, casi púrpura.

Y aquella vívida claridad diseñó en el oscuro fondo de aquel escenario intangible, escenas terribles que nadie podía precisar a qué época pertenecían.

Sobre un árido montículo lleno de guijarros y blancos huesos humanos enredados en zarzales resecos, se veía un hombre crucificado, y luego otros y otros más, hasta formar como un bosque de gruesos troncos con seres humanos pendientes de ellos.

Vióse luego un calabozo en el fondo de un oscuro torreón almenado, y allí un verdugo con el hacha mortífera y una hermosa cabeza de hombre sostenida por los cabellos, mientras el tronco palpitante aún se estremecía sobre el pavimento entre un charco de sangre. Y más allá de él, otros y otros hombres, mujeres y niños decapitados.

Y perdida casi en un fondo nebuloso, se veía una multitud ebria, fanática, enloquecida por la desenfrenada orgía en que se solazaba feliz, dichosa al compás de lúbricos cantares y de histéricas carcajadas...

Estas visiones duraron sólo poquísimos minutos, mucho menos del tiempo que tardo en escribirlo.

Yhasua, como espantado él mismo de tantos horrores, tocó los brazos levantados de Yohanán mientras decía:

— ¡Apaga ya tu fuego, Elías, hijo de Orión, y que vuelva a nuestros corazones la Paz, la Esperanza y el Amor!

Yohanán cayó desplomado al suelo, como si al extinguirse el fuego de sus manos se hubiera agotado toda su fuerza y energía físicas.

Yhasua se dejó caer como desfallecido sobre el taburete en que se había sentado al comenzar, y exhaló un hondo suspiro.

Los resplandores se habían extinguido súbitamente al caer Yohanán desplomado al pavimento, y poco a poco fueron recobrando todos, la serenidad.

Y después de llevar a ambos niños a reposar en un estrado, entre mantas y pieles, el Gran Servidor habló a la asamblea en estos términos:

—Por permisión divina, vuestros ojos han visto lo que costará en sacrificios y en sangre la redención humana terrestre.

“Mártires seremos todos los que por propia voluntad brindemos al Verbo de Dios nuestra cooperación a su obra salvadora. Acaso pasarán muchos siglos, sin que podamos recoger el fruto de la semilla de Amor fraterno que sembremos con inmensos sacrificios y dolores.

“Aún estamos a tiempo de desandar lo andado. Los caminos de la Fraternidad Esenia se bifurcan desde este solemne momento en que el Altísimo nos deja ver el precio que tiene la liberación de las almas sumidas en las tinieblas de la ignorancia y de su atraso moral y espiritual.

“Si alguno se siente débil ante la difícil jornada, olvide cuanto ha visto y oído, y vuelto a la vida ordinaria como si no conociera la vida espiritual, viva para sí mismo y para los suyos, sin compromisos ulteriores de ninguna especie. La Fraternidad Esenia acabará de cumplir su misión cuando el Cristo sea puesto en contacto con la humanidad.

“Entonces, será su palabra y su pensamiento genial los que crearán nuevas Escuelas y Fraternidades. Nosotros nos apagamos en la penumbra y el olvido, para que él resplandezca en la luz.

“No quiero vuestra respuesta en este momento de entusiasmo espiritual, en que torrentes de energía y de luz, de esperanza y de amor hacen de vosotros arpas vivas que vibran sin voluntad propia.

“Volved a vuestro ambiente habitual, meditad en todo cuanto el Altísimo quiso manifestaros; medid vuestras fuerzas y fríamente decidid vuestro camino a seguir.

“Que la Luz Divina ilumine vuestra conciencia”.

Los esenios de los grados primero y segundo vacilaron después de una fría y serena meditación. Una tercera parte de ellos se sintieron acobardados y dejaron para más adelante su decisión sobre el particular.

Tenían siete años de plazo para decidirse, o sea, cuando el Verbo encarnado llegase a sus veinte años de vida física.

Con el tiempo sabremos quiénes permanecieron fieles al llamado de aquella hora, y quiénes se apartaron por temor a los tremendos sacrificios que se podían vislumbrar a lo lejos.

Dos días después los Ancianos de Moab cruzaron por las balsas el lago, a la luz de la luna menguante, cuyo amarillento resplandor semejaba un velo de topacio que hacía innecesarias las antorchas y las cerillas.

Y a la madrugada siguiente, José de Arimathea y Nicodemus con Yhasua y los terapeutas, emprendían el regreso a Jerusalén acompañados por los amigos betlehemitas que tan familiares nos son desde el comienzo de este relato, los cuales quedaron en la vieja ciudad de David, después de despedir tiernamente al Niño-Luz que acaso no volverían a ver hasta después de mucho tiempo.