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biografía de la autora

 

 

ARPAS ETERNAS
PARTE DEL CAPÍTULO:
EN EL SANTUARIO DEL MONTE TABOR

 

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Cuando iba a terminarse el segundo mes de la estadía de Yhasua en aquel Santuario, escuchemos este diálogo entre el niño y su Anciano confidente Haggeo.

— ¿Sabéis una cosa, Servidor?

—Si tú no me lo dices...

—Pues que falta sólo un mes para terminar mi visita aquí, y yo no quiero irme.

— ¿De veras?

— ¡Y tan de veras! ¿Y por qué tengo que irme cuando estoy tan contento aquí? ¿No os parece a vos que debo quedarme?

—No, hijo mío, aunque también yo lo deseo quizá más que tú. No es la hora todavía de que entres de lleno en el mundo real o espiritual, cuya intensidad perjudicaría a tu desarrollo físico. Cuando hayas cumplido tus quince años, entonces será la hora de hablar de esto. ¿Comprendes, Yhasua?

— ¡Qué lástima no tenerlos ya, y me quedaría con tanto gusto!..., –exclamaba entonces el niño inclinando su cabecita pensativa.

—Mucho has aprendido y sentido en Monte Carmelo, y mucho has aprendido y sentido aquí. Créeme que tanto allá como acá, hemos extremado la dosis demasiado grande con relación a tu edad. Te faltan sólo cuatro años y éstos pasan pronto. ¿Quieres que te prometa hacerte una visita en cada año de los que te faltan?

Yhasua al oír esto se lanzó sobre el Anciano y rodeándole el cuello con sus brazos le dio un largo beso en la frente.

— ¡Qué bien comprendéis, Servidor, mis deseos y mis sentimientos!, –exclamó entusiasmado el niño–. ¡Eso mismo iba yo a pediros, porque encontraba muy largo cuatro años que tardaré en volver!

—Bien, Yhasua, bien, eso quiere decir que nuestras almas han llegado a entenderse sin palabras.

“Deja todo a mi cuidado, que cuando venga tu padre a buscarte, yo conseguiré de él que te deje venir por más largo tiempo cuando sea el momento.

— ¿Y mi madre? –interrogó el niño–. Creed Servidor, que es más difícil el permiso de ella que de él. Para mi padre, yo no soy casi nada por el momento, pues que sus hijos mayores, mis hermanastros, le responden con creces a sus anhelos e iniciativas. Pero mi madre. ¡Oh, ella!, su pequeño Yhasua como una sombrita a su lado es quien suaviza todas las asperezas. Porque aunque ella no os lo diga, mi madre sufre en silencio por lo adusto y severo del carácter de mi padre que jamás hace demostraciones de afecto en el hogar. Y mis otros hermanos son como vaciados en el molde de él. Sólo Yhosuelín es algo diferente para con mi madre y conmigo cuando estamos ausentes de Nazareth; pero en cuanto entremos en aquella casita todo es austera severidad. Mis hermanastras Elhisabet y Andrea son iguales a mi padre y ya están casadas desde el año pasado; queda aún la más pequeña, Ana, que a escondidas de mi padre es risueña y afectuosa, y hace mimos a mi madre y a mí.

“¿Os gustan Servidor estas confidencias familiares que os estoy haciendo?

— ¡Oh, mucho, mi pequeño Yhasua, mucho!, porque así me facilita el camino para entrar en tu hogar con el acierto que debo tener.

“¿Y por qué temes que tu madre sea difícil de convencer de que te permita venir?

—Porque ella teme por mí muchas cosas que yo no alcanzo a comprender, y está inquieta así que me pierde de vista. Ana, la menor de mis hermanas, parece acompañar a mi madre en esos temores, pues me vigila siempre.

“En casi todas las epístolas que recibimos de mi padre se ven las recomendaciones añadidas por Ana al final: “Cuidad mucho a Yhasua que yo lo sueño casi todas las noches y temo mucho por él. Madre traedle pronto, y que no se aleje más de nuestro lado”.

— ¿Qué edad tiene tu hermana Ana?

—Tiene tres años más que yo.

—Catorce años. Dentro de dos o tres años tomará esposo, y así cuando yo deba ir a buscarte ya no estará ella en tu hogar, y será una oposición menos que yo tendré.

— ¡Creo que no estáis en lo cierto, Servidor!... –observó pensativo el niño.

— ¿Por qué, Yhasua? ¿Se puede saber?

—Ana dice que no tomará nunca esposo porque ningún hombre le agrada. El uno que es feo, el otro que tiene la voz de trueno, el de más allá que camina a zancadas como un avestruz, o que corre demasiado como un gamo perseguido...

— ¡Oh, oh... mi niño picaruelo!, –decía el Anciano riendo–. Es que Ana no ha encontrado aún el compañero que le está destinado. Eso es todo.

—Ana tiene sueños y cree que sus sueños son realidad.

“Ella ve en sueños un doncel muy hermoso que siempre le dice: “Yo soy el que tú vienes siguiendo desde hace muchísimo tiempo”. Y a veces dice que le ve esconderse detrás de mí.

“¿Sabéis vos, Servidor, lo qué significa esto?

—Cada alma, niño mío, es como un gran libro, donde el dedo del tiempo ha escrito muchas historias, o como un gran espejo que refleja muchas imágenes. ¿Sabes? Acaso los sueños de Ana tu hermana son pasajes de una historia de ésas que quizá responderá a una de las imágenes del espejo de la Luz Eterna. Cuando sea la hora lo sabremos todo. Mientras tanto te digo que tu madre y Ana, son las dos almas que más te comprenden en tu hogar.

Leyendo un día en los viejos papiros de los antiguos Kobdas de la época de Abel, el Servidor leía un pasaje referente a una hermosa mujer del país de Arab (Arabia) que enamorada ardientemente de Abel, el joven apóstol de la prehistoria en los países del Asia Central, llamado de los Cinco Mares, estuvo a punto de entorpecer el camino del Misionero. Aquella mujer, según los relatos, había tenido muchos sueños, y en ellos veía la imagen que después encontró real en la persona de Abel, hijo de Adamú y Evana. Y ella decía que soñaba con un príncipe que “parecía formado con luz de las estrellas”.

—Servidor –interrumpió de pronto Yhasua–, a esa mujer le sucedía como a mi hermana Ana. ¿Cómo decís que se llamaba?

—Zurima de Arab, lo expresa aquí. –Y como el Servidor viera al niño pensativo mirando al sitio del papiro donde leían, le preguntó–: ¿En qué piensas Yhasua?

—Vosotros me enseñáis que toda criatura nace, renace y vuelve a nacer muchas veces, ¿no es así?

—Justamente.

—Vos, yo, todos, tuvimos muchos cuerpos, muchas vidas y por tanto muchos nombres, pues cada cuerpo y cada vida tuvo el suyo, ¿no es así?

—Así es, Yhasua, así es, ¿qué quieres decir con eso?

—Que se me ocurre pensar que Ana mi hermana sería esa Zurima de Arab.

—Puede ser –dijo el Servidor asombrado del sutil razonamiento del niño–. A ver si se te ocurre pensar quién sería ese príncipe luminoso, que ella soñaba y al cual parecía estar ligada.

El niño volvió a sumirse en meditativo silencio.

—Aunque ahora no soy príncipe ni cerca de serlo según creo, puede ser que ese Abel, fuera en el pasado, yo mismo. ¿No puede ser así?

— ¡Qué hermoso despertar el tuyo, niño mío!, –exclamó el Servidor abrazando al pequeño–.

“Dos meses he pasado esperando éste momento, en que te encontraras a ti mismo en la personalidad de Abel, hijo de Adamú y Evana.

— ¡Qué maravillas guardáis vosotros los esenios en vuestras grutas llenas de misterio!, –exclamó el niño siempre pensativo–.

“En el Monte Carmelo me hicieron encontrar en ese Antulio maravilloso, que viajaba por las estrellas y relataba incomparables bellezas de esos astros lejanos. Y vosotros en el Tabor, me hacéis encontrarme en ese príncipe Abel, cuya vida relatan vuestros papiros con muchos mayores detalles de lo que dice Moisés en su primer libro.

“Pero creedme, Servidor, que esto me pasa dentro de vuestras grutas, y hasta me parece que no soy un niño sino un hombre. Cuando me hallo fuera, en la cabaña de las mujeres o en la pradera, me olvido de todo esto, y me veo otra vez un chicuelo goloso y travieso que piensa en comer castañas y miel, y correr detrás de los corderos y espiar donde anidan las alondras y los mirlos.

—Eso significa que tu espíritu necesita fortificarse más y más, hasta llegar a dominar completamente los distintos ambientes espirituales en que se encuentra. Esto es, fortificarse en su unificación con tu Ego y Yo Superior en tal forma, que tú seas capaz de cambiar o modificar los ambientes y no que ellos te cambien a ti.

—Me parece que tardaré en poder hacerlo, Servidor; ¿no os parece así?

—No, hijo mío. Estoy seguro de que antes de llegar a tus veinte años ya lo habrás conseguido plenamente.

“Ahora vete con tu madre que seguramente ya estará inquieta por tu tardanza.

El niño besó al Anciano en la mejilla y salió camino de la Cabaña-Refugio de las mujeres. Encontró a su madre que ya venía en su busca.

— ¡Yhasua!... Cada día te retardas más en el Santuario y olvidas que tu madre ha quedado sola –le reprobó Myriam.

—Sola no, madre, porque están las otras mujeres y está Verónica que tiene gran amor hacia ti –le contestó el niño dulcemente.

—Ninguna de ellas es el hijo, cuya presencia reclama mi corazón.

—Bien, bien, madre, ya no te dejaré más sola, puesto que pronto nos marchamos de aquí.

—Eso será cuando venga tu padre a buscarnos. ¿Quieres volver Yhasua a Nazareth? –El niño la miró sin responder–. Di la verdad, que no me disgustaré contigo cualquiera que sea tu respuesta.

—Madre, quiero decirte la verdad. Los Ancianos de los Santuarios parece que me ataran con cadenas. Lloré al salir del Monte Hermón y eso que sólo tenía ocho años. Me dolió dejar el Monte Carmelo, y hoy me duele mucho más dejar el Tabor. Pero el Anciano Servidor me ha prometido visitarme cada año en Nazareth, y con esta esperanza ha suavizado él la separación.

— ¿Quieres que yo me vaya y te deje aquí? –preguntó Myriam, queriendo medir los sentimientos del niño.

— ¡No!, ¡eso no!, madre, porque sé la pena con que partiríais y esa pena me amargaría mucho el corazón. –Y al decir así, el niño se levantó en la punta de los pies y besó tiernamente a su madre.

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