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Orar no significa pensar en Dios en vez de pensar en otras cosas, ni dedicarle tiempo a Dios en vez del pasar el tiempo con otras personas. Más bien, la oración significa pensar y vivir en presencia de Dios. Tan pronto como empezamos a separar nuestros pensamientos acerca de Dios de los pensamientos acerca de las diversas personas y situaciones, retiramos a Dios de nuestra vida diaria y lo colocamos en un nicho de santidad, en donde pensamos cosas santas y experimentamos sentimientos también santos.
Aunque es importante, incluso indispensable, para la vida espiritual dedicar tiempo exclusivamente para Dios, la oración solo puede convertirse en un ejercicio incesante cuando todos nuestros pensamientos, hermosos, feos, enaltecedores o vergonzosos, tristes o felices, pueden estar en la presencia de Dios. Así, convirtiendo nuestro incesante pensar en una oración incesante, pasamos de propiciar un monólogo, centrado en nosotros mismos, a generar un diálogo, centrado en Dios.
Esto exige que convirtamos todos nuestros pensamientos en una conversación. Por ende, la pregunta principal no es tanto qué pensamos, sino a quién le presentamos nuestros pensamientos.
¡Que Jesús esté con todos nosotros!
Izaza
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