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DE LA SOMBRA A LA LUZ

Hemos llegado, lector amigo, al cuadro final de esta colección de esbozos, de lo que fue el grandioso poema de la vida del Hombre-Dios en la personalidad humana de Jhasua de Nazareth.

El palacio que fuera idea y realidad del príncipe Ithamar, de la antigua y noble familia de Hur, gran amigo de Moisés, parecía estar destinado a ser mudo testigo de grandes dolores humanos.

Ideado y construido para nido plácido y tibio de un primer amor pleno de fe y esperanza, debió presenciar los desgarramientos profundos de sus dueños cuando la tragedia que deshizo a la familia de Ithamar durante diez años largos y terribles.

Presenció asimismo la inmensa desolación de los familiares, amigos y discípulos del Cristo Mártir en el primer anochecer del día de su muerte; día que el mundo llama Viernes Santo, y cuyo dolor ha servido durante veinte siglos para significar toda angustia inconsolable y única en nuestras vidas humanas.

"Esto parece un Viernes Santo", se dice cuando un desconsuelo inmenso llena nuestra morada de silencio y de sombras.

El gravísimo estado físico del jefe de la familia, añadía otra nota más de amargura a la copa que ya rebosaba en todos los corazones.

Los médicos habían diagnosticado una congestión cerebral, de la que no tenían ninguna esperanza de salvarle.

El desolado grupo de los amantes del Cristo... del hombre genial que acababa de desaparecer, veían en el príncipe Judá el hombre fuerte, el roble gigantesco que podía ofrecerle amparo a todos en ausencia del Maestro, para el caso de persecuciones que no podían tardar, dado el odio satánico de los príncipes y doctores del Templo contra el Justo asesinado por ellos.

Su vinculación hereditaria con los grandes hombres del gobierno romano, en su calidad de hijo adoptivo del victorioso Duunviro Quintus Arrius, que había librado al Imperio de la plaga de los piratas, dueños de los mares, le daba un poderoso ascendiente en las esferas gubernativas de los países civilizados. ¿Quién sino él podía protegerles de las furias del Sanhedrín judío?.

La noche del viernes y todo el sábado siguiente fue de angustiosa espera para el dolorido conjunto de los amantes de Jhasua.

El Hach ben Faqui les animaba diciéndoles:

-La patria Tuareghs es inmensa, como el Sahara impenetrable, y mi padre es allí uno de los Consejeros de la reina Selene. Os llevaré pues a mi país si en el vuestro os veis perseguidos.

Gaspar, príncipe de Srinaghar y señor de dominios de Bombay, ofrecía albergar a cuantos quisieran huir de la nación desventurada, que fue ingrata a los dones de Dios.

Melchor con sus grandes Escuelas en la península del Sinaí, el Monte Horeb, el Monte Hor y Cades Barnea, hacía iguales ofrecimientos.

Y el Scheiff Ilderín, uno de los más poderosos caudillos con que contaba para su defensa el Rey Hareth de Arabia, decía a los amigos de su amigo muerto:

-Tengo un huerto de palmeras por donde corre el río Orontes con un lago como vuestro Mar de Galilea, donde navegan mil barcas sin darse sombras unas a otras, y cuyas orillas son praderas donde pastan rebaños de camellos, de caballos árabes, de cabras y ovejas que no se pueden contar.

"Tras de los Montes Jebel, y en la espesura de los Montes Bazán, tengo viviendas de rocas defendidas por miles de lanceros, y donde pueden vivir cómodamente varios centenares de familias.

"¿No ha dicho el Mesías nuestro Rey, que nos amemos unos a otros como Él mismo nos ha amado?.

"Si hemos de perpetuar su pensamiento haciéndole vivir en nuestra propia vida, entre nosotros no debe existir el egoísmo de lo tuyo y lo mío. Bozra Raphana y Pella en el camino real de las caravanas, son ciudades tan importantes como Jerusalén, Sevthópolis y Cesárea, y hasta allí no llega la garra del Sanhedrín judío... .

Todas estas voces amigas plenas de afecto y de sinceridad sólo conseguían abrir más, la herida profunda que todos sentían en el fondo de su alma.

-Razón tenía nuestro Maestro -dijo Pedro después de un largo silencio-:

"Muerto el pastor, se dispersarán las ovejas". Derrumbada la torre en que anidaban las golondrinas, volarán hacia todos los puntos de la tierra.

-Era el imán que a todos nos atraía.

-Era la cadena de oro que nos ataba unos a otros.

-Era el árbol que nos daba sombra.

-Con Él lo teníamos todo, y sin Él no tenemos nada, sino nuestro dolor y nuestra desesperación.

Todas estas frases iban saliendo como gritos del alma herida de muerte de aquel grupo de seres que en la negrura de su angustia, no acertaban a comprender la vida sin aquella gran luz que les había alumbrado por el corto tiempo que estuvieron a su lado.

Todos esperaban con ansias la terminación del sábado, para prestar al gran amigo ausente, el postrer servicio en extremo doloroso por cierto, pero del que no podían eximirse sin creerse culpables: el traslado del cadáver a su sepultura definitiva, en el panteón sepulcral de David que se hallaba fuera de las murallas, en el camino de Betlehem.

Realizado esto, dispondrían de sus personas y de sus vidas como a cada cual le pareciera mejor.

Myriam la incomparable madre del Mártir, recostada en un diván se había sumido en un profundo silencio. Todos pensaban en servirle de protección y de amparo en su inmensa soledad, aún rodeada de tantos seres amigos que la amaban tiernamente; pero nadie se atrevía a hacerle ofrecimiento alguno, porque sería recordarle más aún que el gran Hijo ya no estaba a su lado.

El sábado a la noche, las mujeres jóvenes se dieron cita para ir al amanecer del domingo a la sepultura del Maestro, llevando un féretro de madera de sándalo con incrustaciones de plata, dentro del cual colocarían el cuerpo para trasladarle al Panteón sepulcral de David, que quedaba a un estadio más o menos del lugar en que se hallaba.

El viernes a última hora se había contratado el féretro para el domingo al amanecer, pero antes de acercarse al sepulcro, vieron que por allí no andaba nadie, por lo cual comprendieron que el mercader que lo vendió, se había retrasado. Las dos compañeras de María con Boanerges y Juan volvieron a la ciudad para hacer la reclamación conveniente.

La castellana de Mágdalo viéndose sola, subió de nuevo a la colina del Gólgota o Calvario, y contempló con infinita amargura el patíbulo del Maestro aún tendido en tierra, con las huellas de su sangre donde estuvieron sus manos y sus pies.

Su llanto corrió sobre aquel madero ensangrentado y parecióle mayor entonces que antes de la inmensa desgracia que había caído sobre todos los que amaron al Cristo.

Los dos ajusticiados juntamente con Él, aún pendían de las cruces, y uno de ellos se estremecía en los últimos espasmos de la agonía. Sin familia y sin amigos, antes de salir el sol debían ser arrojados a la fosa común en el muladar.

-El Maestro -pensó María- habría tenido piedad aún de esos míseros despojos de dos criminales. Y yo debo tenerla también.

Antes de bajar de la colina trágica besó por última vez la sangre seca en el madero y buscó los clavos con que el Mártir estuvo suspendido en él. Pero no los encontró.

-Seguramente -dijo- algunos de los íntimos los ha recogido-. Y se dirigió hacia el sepulcro que distaba sólo unos doscientos pasos, pero cuya entrada quedaba confundida entre los barrancos y matas de espinos que era lo único que crecía en aquel árido lugar.

Grande fue su sorpresa, cuando vio removida la piedra que cerraba la entrada a la gruta, y que la sepultura misma estaba destapada y la losa caía hacia un lado. Se asomó a mirar al fondo y vio el sudario y el velo en que le envolvieron la cabeza.

-Le han llevado al Panteón de David antes de lo que habíamos pensado -dijo-. Aun no ha aparecido el sol. ¿Cómo es que madrugaron tanto?.

Y se sentó sobre una piedra a la entrada de la gruta llorando silenciosamente, mientras miraba la preciosa ánfora de alabastro llena de aceite de nardos que había llevado, para derramarlo sobre el cadáver del Señor al colocarlo en el féretro.

Sintió de pronto un leve ruido de los arbustos y yerbas secas y volvió la cabeza.

A través de sus lágrimas vio el bulto de un hombre.

-Si tú le has visto sacar de aquí, o le has llevado, dime dónde lo han puesto para que vaya yo a ungir su cadáver -le dijo.

-¡María!... -dijo una voz y era la del Maestro que la llamaba por su nombre.

-¡Maestro! -gritó ella arrojándose a sus pies que iba a besar.

-No puedes tocarme -dijo la visión- porque mi carne ya no es más. Vuelve con los míos y diles lo que has visto y oído. ¡Yo iré en medio de todos, porque ninguna fuerza de la tierra ni del aire puede ya retenerme!. ¡La paz sea contigo!... .

La visión había desaparecido, y María con el rostro en tierra, besaba y lloraba sobre el trozo de roca en que Él estuvo parado.

María, loca de alegría como lo había estado de angustia, echó a correr hacia la ciudad. Antes de llegar a la puerta de Joppe encontró a sus compañeras con los hombres que traían el féretro.

-No está más en el sepulcro -les dijo- es inútil que vayáis allí. -Y bajando la voz dijo a sus compañeras:

-¡El Maestro vive!, ¡le he visto y me ha hablado!. ¡Dice que vendrá entre todos nosotros!. ¡Pronto!... ¡pronto!, corramos a nuestra morada, avisad a los demás, no sea que Él llegue allá y no nos encuentre.

Sus compañeras la seguían creyendo que se había vuelto loca.

Llegó jadeante al palacio Henadad, residencia de los galileos, y encontró a Pedro con la mayoría de los discípulos íntimos.

Nadie quiso creerle la noticia. Aún estaba fresca en la memoria de todos, aquella otra noticia llevada por ella, de que antes de la puesta de sol del viernes, el Maestro sería libre.

-¡Calla, mujer, calla! -díjole Pedro con inmensa amargura-. ¡Tú eres la visionaria de siempre!, José de Arimathea y sus amigos le habrán llevado al sepulcro de David, sin tenernos en cuenta a nosotros que tanto deseábamos darle esta última prueba de nuestro afecto.

Y cubriéndose el rostro con su manto comenzó a llorar con gran desconsuelo.

María sentada en el pavimento lloraba también creyendo ella misma ser víctima de una ilusión de su amor.

Los discípulos más jóvenes ya se levantaban para correr al sepulcro a cerciorarse de la realidad, cuando el cenáculo, sumido aún en el claro obscuro del amanecer se inundó de luz y la clara y dulce voz del Maestro se hizo oír de todos ellos.

-"¡La paz sea con vosotros!... ¿por qué habéis dudado?. ¿No os dije que entraba en la gloria de mi Reino, que me haría dueño de todos los poderes en los cielos, en la tierra y en los abismos?.

"El sepulcro no puede retener a los que ha glorificado el Amor.

"Preparaos para volver a Galilea, que es más propicia para recibir allí los dones de Dios".

Y su transparencia y sutil personalidad se deslizó ante todos y cada uno de los que estaban presentes, los cuales mudos de estupor no sabían si estaban en el mundo de los vivos, o eran víctimas de una fantástica quimera.

Más o menos a la misma hora, igual visión se les había presentado en el palacio de Ithamar, sumido en la angustiosa ansiedad de que creían ser los últimos momentos de la vida de Judá.

La misma Myriam llena de piedad por el dolor de la familia, se había dejado conducir a la alcoba del moribundo, donde se hallaban los ancianos Melchor, Gaspar, Filón y Simónides con el Hach ben Faqui y el Scheiff Ilderín.

Nebai arrodillada ante el lecho, sollozaba sobre la inmóvil cabeza de Judá, que respiraba fatigosamente. A los pies lloraban su madre y Thirza su hermana.

La alcoba del moribundo se había inundado de claridad y la frase habitual del Maestro había caído sobre todas las almas como una música divina:

-"¡La paz sea con vosotros!".

Todos corrieron hacia el lecho de Judá encima del cual flotaba la visión amada como la luz rosada del amanecer.

-Más que me amasteis vosotros os he amado yo desde inmensas edades. ¿Por qué languidece vuestra fe y se marchita vuestra esperanza, como si en el sepulcro terminase la carrera eterna del espíritu?.

"Levantad vuestros corazones al que es Eterno Dador de toda vida, y recordad mis palabras: "Vuelvo a mi Padre de donde salí, pero no os dejo huérfanos ni solos en este mundo".

"Madre, amigos, hermanos... bendecid a Dios todos los momentos de vuestra vida, y que ningún dolor os haga olvidar mis promesas eternas, y mi amor más fuerte que la muerte".

Judá se incorporó de pronto sobre el lecho y tendiendo sus brazos a la visión amada le dijo:

-¡Jhasua!... . ¡Vienes a llevarme contigo a tu Reino, mi Rey de Israel!

-¡Aún no es llegada la hora de tu libertad!. ¡Vive, Judá, amigo mío, y serás el brazo fuerte que proteja a mis primeros sembradores de la fraternidad humana!".

La visión se esfumó tan sutilmente como había aparecido, por más que todas las miradas hubieran querido retenerla estampada en la retina igual que en el fondo del alma.

Los ancianos y las mujeres recitaban llorando el salmo del Aleluya, símbolo bellísimo de las más puras alegrías del alma humana prosternada ante la grandeza Divina.

Iguales apariciones del Divino Maestro tuvieron el mismo día y sólo con diferencia de hora, los amigos de Bethania, en la casa de la viuda Lía, donde se alojaban los de Betlehem, y en el cenáculo de José de Arimathea, donde cerca al medio día se encontraban reunidos los cuatro doctores amigos de Jhasua, más Rubén de Engedí esposo de Verónica, el príncipe Jesuá, Sallum de Lohes y los familiares de ellos.

El Ungido del Amor Eterno no olvidó a ninguno de cuantos le amaron hasta el fin.

Vercia la Druidesa gala, le vio aparecer en su fuego sagrado de la media noche del domingo, y la voz sin ruido de la aparición le dijo:

-"Vuelve a tu tierra mujer de fuego y de bronce, porque cuento contigo para sembrar la fraternidad humana en la otra ribera del Mar Grande".

-¿Qué podremos hacer si pronto seremos esclavos del poderío romano?... -pensó la Druidesa.

Y la aparición le respondió:

-Los poderosos de la tierra esclavizan los cuerpos, pero no la idea emanación del espíritu... . ¡Piensa!... piensa con mi pensamiento, mujer, y obra con tu voluntad unida a la mía.

"La fraternidad, la igualdad y la libertad germinarán en tu patria gala, y florecerán antes que en ninguna otra región de la tierra.

"¡La paz sea contigo!".

Un inmenso júbilo llenaba todos los corazones, y la personalidad augusta del Maestro se agigantaba en la conciencia de todos, que ya no podían dudar de que habían tenido por breves años entre ellos al Verbo de Dios encarnado, al Mesías anunciado por los Profetas.

Habían soñado es cierto, en tenerle también como un Rey sobre un trono de grandeza y poderes materiales, y ese sueño se había esfumado sin realizarse por el momento. Mas ¿qué duda podía caberles de que su reinado sería eterno sobre todas las almas que se abrieron a su Idea Divina del Amor entre todos los hombres?.

¡Qué pobre y mezquina les pareció entonces la idea de la muerte, a la cual tanto terror y espanto tenían antes!.

¡Su Maestro había triunfado de la muerte y de la corrupción del sepulcro y flotaba glorioso en los ámbitos ilimitados de lo infinito!... .

¡Qué sublime grandeza era la suya!... . Mucho más que la habían comprendido antes, cuando le veían realizar portentos en favor de sus semejantes cargados de pesadumbres y desesperaciones.

Se comunicaron unos a otros lo que habían escuchado del Divino Maestro glorioso y triunfante y se dispusieron a marchar hacia la amada Galilea donde esperaban que la gloria de Dios se desbordaría sobre la tierra, acaso para transformarla, purificada, en el paraíso de amor, de dicha y de luz con que todos soñaban... .

Eran ciento veintisiete personas las que conocían el divino secreto de las apariciones radiantes del Cristo, y fue este reducido conjunto de amadores suyos, que emprendió el viaje a las orillas del Mar de Galilea, dos días después del domingo llamado de resurrección.

La Idea Divina parece mantenerse como velada en fanales de sutilísimas transparencias, o por lo menos, de tal modo se presenta a la conciencia de los seres humanos, que ellos no llegan a percibirla con absoluta claridad.

Y así no debe extrañarnos que aquella pequeña brigada de amadores del Cristo, emprendieran el viaje a Galilea en busca suya, con las almas llenas de divino ensueño, y de esperanzas inmensas como el infinito... .

Iban a verle nuevamente, iban a oírle, acaso a vivir una segunda etapa de vida, superior en mucho a la que habían vivido a su lado.

Cómo sería esa vida, no podían precisarlo por el momento.

Le habían visto obrar tan estupendas maravillas, y al tercer día de su muerte le veían resplandeciente como un sol, entrar y salir en los recintos cerrados, aparecer y desaparecer como una luz, ¿cómo pues, no debían esperar una vida nueva, diferente de la que habían vivido hasta entonces?.

¡Era indudable!. ¡El Reino de Dios iba a ser establecido en la tierra, y su Maestro sería el Rey inmortal y eterno con que habían soñado!.

La Roma poderosa y dominadora desaparecería entre las brumas de oro de su ensueño divino... .

El Sanhedrín judío con su intransigencia y su feroz crueldad, parecíales una negra pesadilla, de la cual habían despertado a una radiante claridad que nada ni nadie podía extinguir en adelante.

Tan sólo Gaspar, Melchor y Filón comprendían todo lo que aquello significaba.

El triunfo del Cristo Mártir, era el comienzo de una Era Nueva.

Era el abrir surcos interminables en la heredad que el Padre le confiara, y a la cual Él con los suyos debían conducir al más completo triunfo sobre la fuerza de las tinieblas.

El Cristo triunfante iba a la posesión eterna de su Reino.

En la tierra quedaban los que le habían amado y seguido; los que habían bebido de su corazón de Enviado Divino, la doctrina suya de la paternidad de Dios y de la hermandad humana.

Y quedaban con el mandato expreso de llevar esa doctrina por toda la faz de la tierra, aún a costa del sacrificio de los bienes de fortuna, de la honra y de la vida, tal como habían visto que lo hizo su Maestro y Señor.

"La muerte por un ideal de liberación humana, es la suprema consagración del Amor" -repetían como un eco de las palabras del Cristo,

Melchor, Gaspar y Filón, sabían que todo aquello era el comienzo de una lucha gigantesca que duraría veinte siglos, o sea hasta la terminación del ciclo de evolución humana, del cual, el Avatar Divino había venido a iniciar la jornada final.

La doctrina de la paternidad de Dios y de la hermandad humana es la síntesis de toda la Ley Divina:

"AMA A DIOS SOBRE TODAS LAS COSAS Y AL PRÓJIMO COMO A TÍ MISMO".

Y para hacerla triunfar entre la humanidad de la tierra, sería necesario hacer tabla rasa de la prepotencia de los poderosos, de la indigna humillación de los esclavos, de la supuesta divinidad de los Emperadores, de los Faraones, de los Brahmanes y sacerdotes de todas las religiones.

Sería necesario llegar a la única conclusión posible, de que no hay sino un solo Padre, un solo Señor, un solo Dueño: Dios, Causa Suprema de cuanto existe. Y una sola gran familia de hermanos; la humanidad de toda la Tierra.

¿Y las fronteras?. ¿Y los límites?. ¿Y la dominación de unas razas sobre otras?. ¿Y el placer casi infinito, de llevar una corona en la cabeza y ver millares de seres doblar la rodilla en tierra en una semi adoración al coronado?.

¿Y los odios por las religiones diferentes, por las dinastías, por las posesiones de tierras, por los puertos, por las islas, por los derechos sobre el agua, el aire y hasta por los rayos del sol?... .

¡Oh cielos!. ¡Todo eso estaba fuera de la doctrina de la paternidad de Dios y de la hermandad humana, que el Divino Maestro había traído a la tierra y la había defendido hasta morir por ella!.

¡Y toda esta lucha formidable aparecía como entre brumas de polvo y sangre, a la vista de los tres ancianos maestros de Divina Sabiduría!.

¡Qué inmensa carga dejaba el Ungido de Dios sobre los hombros de sus voluntarios colaboradores!.

Mas también les había dicho: "que no les dejaba huérfanos ni solos en este mundo". "Que su Padre y Él vendrían a morar en aquellos que cumplieran su ley divina de amor fraterno". "Que sería una misma cosa con ellos por el amor, y que donde dos o tres estuviesen reunidos en su Nombre, allí estaría Él en medio de ellos".

El príncipe Judá habíase incorporado en su lecho ante la presencia augusta de su divino amigo, cuya imagen radiante se esfumó como una luz entre sus brazos, Faqui le abrazó tiernamente diciéndole:

-¿Has visto cómo el Hijo de Dios no puede morir?... .

-Es verdad amigo mío, pero presiento que no le tenemos con nosotros para mucho tiempo -le contestó Judá.

La alegría en el austero palacio de Ithamar fue desbordante, como terribles habían sido las desesperaciones y las angustias recientes.

El anciano Simónides levantó de nuevo su cabeza abatida por la doble tragedia de la muerte del Cristo, y de la muerte, al parecer, inevitable del príncipe Judá que era como su propio hijo.

El Rey de Israel había triunfado de la muerte, maravilla muy superior a los conocimientos del buen comerciante, que si era inigualable en acrecentar una fortuna encomendada a su tutela, era nulo en cuestiones metafísicas en análisis y definiciones.

El príncipe Judá había triunfado asimismo de la congestión cerebral que lo llevó al borde del sepulcro. ¿Qué más podía esperar en su vida larga de octogenario?.

Melchor, Gaspar y Filón, resolvieron regresar a sus países nativos. llevándose en el alma las promesas del Mesías triunfante, para alumbrar con ellas los últimos días que les restaban de peregrinaje sobre la tierra.

Sabían que pronto estarían con Él en su Reino, y ningún afán ni deseo, ni ambición terrestre podía caber en sus corazones ebrios de luz de ese más allá cercano, que casi tocaban ya con sus manos.

A la luz radiante de sus lámparas encendidas por el Cristo vencedor de la muerte, comenzarían la siembra divina en Alejandría, la segunda ciudad del mundo civilizado entonces, en Cades Barnea, en el Monte Hor, en el Horeb, en el Sinaí, donde aún vibraba en el aire el pensamiento y la voz de Moisés.

Cuando los tres ancianos viajeros se embarcaron en Gaza, los amigos de Jerusalén, Betlehem y Engedí, se unieron a los galileos y emprendieron con ellos, el anhelado viaje a encontrar al Señor, al Maestro, en las orillas del Mar de Galilea, cofre sagrado de los más bellos y queridos recuerdos.

La caravana de los amantes de Jhasua se aumentó con varios de los discípulos de Johanán el Profeta del Jordán, con el Scheiff Ilderín, su hijo mayor y algunos de sus jefes, los amigos de Bethania, y la familia del príncipe Harthat de Damasco, que habiendo presenciado la tragedia de Jerusalén, se volvía hacia el norte pasando por Galilea.

Dada las diferentes condiciones físicas de los viajeros, entre los cuales había mujeres de edad y niños menores de doce años, el viaje se hizo en parte en dos grandes carros, cuyo aspecto exterior les asemejaba a las fuertes y cómodas carrozas de viaje de la Edad Media. El príncipe Judá, fue quien los puso a disposición de los viajeros, impedidos por su edad de realizar el viaje a caballo o a pie. La gente joven iba montada en caballos y asnos, pero en grupos separados para no llamar demasiado la atención, pues que su número había subido a ciento setenta y ocho personas.

Vercia la Druidesa gala, hecha a la vida azarosa de las montañas galas, defendiéndose de enemigos humanos y de bestias salvajes, quiso acompañar a los amigos íntimos del Hombre-Dios, a encontrarle de nuevo en la hermosa tierra Galilea, en cuya capital Tolemaida, había desembarcado al llegar de su país natal en busca del Salvador de la humanidad.

Nebai, su gran amiga de esa hora, le hizo proporcionar caballos para ella y los suyos.

Los huertos silenciosos del justo Joseph de Nazareth, acogieron a los que volvían de la ciudad de los Profetas, ya sin el gran Profeta, a cuyo lado habían hecho el camino a Jerusalén.

¡Qué terrible emoción debía sacudir el alma de Myriam, del tío Jaime, de todos los familiares del Maestro al penetrar de nuevo en aquel huerto, en aquella vieja casa donde tantas imágenes queridas flotarían como sombras impalpables, invisibles a la mirada física, y sólo perceptibles al corazón de una madre, relicario eterno de los amores que nunca mueren!... .

Tiene el amor, en los seres superiores, delicadezas infinitas que las almas mediocres y pequeñas no aciertan a comprender.

Myriam entró en su casa, y de inmediato se dirigió a su alcoba para desatar allí como una lluvia de invierno la angustia que le oprimía el alma desde que entró en Nazareth. ¡Quería llorar!... ¡llorar!. Viuda sin esposo y madre sin el hijo ¿quién podía medir la inmensidad de su dolor?... .

Pero ¡cuál no sería su sorpresa cuando al abrir con trémula mano aquella vetusta puertecita de goznes gastados, encontró la alcoba iluminada por una luz que la deslumbró, hasta el punto de cegarla!.

Cuando sus pupilas pudieron resistir aquella radiante claridad, cayó de rodillas sobre el pavimento de viejas losas, donde tantas veces lo hiciera para orar a Jehová en sus días de plácida felicidad.

Acababa de percibir clara y nítidamente la presencia de su Hijo... de su gran Hijo, el Mesías Mártir que le sonreía de pie junto a la cunita aquella de madera de cerezo, que ella había conservado como un recuerdo de la infancia de Jhasua.

Percibió luego a Joseph, hermoso en su edad viril, tal como aquel día en que desposada con él, la sacó del Templo y la condujo a Nazareth.

Y las dos radiantes visiones le transmitieron el mismo pensamiento.

-¡Mujer bienaventurada!... No estás sola en el mundo, porque el Eterno Amor unió nuestras vidas a la tuya, y unidos estaremos por toda la eternidad. ¡Lo que Dios ha unido, nadie puede separarlo!... .

La intensidad del amor, la hizo caer en un estado de inconsciencia extática, de la cual la sacó Ana, Marcos y el tío Jaime que extrañados de su encierro acudieron a buscarla.

La encontraron sentada sobre el pavimento, inmóvil con sus ojos cerrados, y su rostro coloreado de un vivo carmín.

-Tiene fiebre -dijo Ana que palpó el rostro y las manos de Myriam inundados de un suave calor.

-No -contestó ella abriendo los ojos-. Les he visto a ellos que me esperaban en esta alcoba, y una energía nueva, una fuerza maravillosa ha invadido todo mi ser. ¡Venía a morir en este rincón querido y encontré de nuevo la vida y el amor!... .

El júbilo de la madre bienaventurada, se transmitió como una corriente eléctrica a todos los que estaban en su casa y una gran esperanza conjunta hizo palpitar de dicha todos los corazones.

¿Cómo era posible llorar muerto al divino amigo, que iba iluminando con su gloriosa presencia los oscuros caminos de la vida?.

Era el Reino de Dios anunciado por Él, que se establecía en la tierra, fango y miseria, para que floreciera en ella el amor y la fraternidad entre los hombres.

Estas radiantes apariciones se repitieron diariamente, ya a unos, ya a otros, de todos aquellos en cuyas almas ardía como una llamarada viva el amor puro y desinteresado al Cristo Mártir. Ya en las horas de la comida al partir el pan, ya en las reuniones del cenáculo para orar en conjunto, ya en las orillas del Lago Tiberiades, o sobre una barca, o andando sobre las aguas, o en lo alto de algún monte donde antes Él oraba junto con ellos, alrededor del fuego, en la playa del mar cuando se disponían a asar pescado y recordaban con inmenso amor al divino ausente... allí les aparecía Él como un arrebol de la aurora, como un crepúsculo del ocaso, o como blanca claridad de la luna bajo la sombra de los árboles, donde antes se cobijaban de los ardores del sol.

-"¡La paz sea con vosotros! -les repetía siempre al aparecer.

"¡Os dije que no os dejaría solos. Que estaría con vosotros hasta el final de los tiempos; que mi Padre y Yo estamos allí donde el amor recíproco florece en eterna primavera!..."

Y cuando se cumplían los cuarenta días del domingo de Pascua, en que comenzaron las apariciones, los mandó reunirse todos en la más solitaria orilla del mar, al sur de Tiberias, a la hora en que se confunden las últimas claridades del ocaso con las sombras primeras de la noche.

Allí acudieron también los solitarios del Tabor y del Carmelo y en pocas palabras al aparecer el Maestro, les hizo una síntesis de cuanto les había enseñado en los días de su predicación.

-Yo vuelvo a mi Padre -les dijo- y vosotros como aves viajeras iréis por todos los países de la tierra donde viven seres humanos que son hermanos vuestros a enseñar mi doctrina del amor fraterno, confirmada por todas las obras de amor que me habéis visto realizar.

"Desde mi Reino de luz y de amor, seguiré vuestros pasos, como el padre que envía sus hijos a la conquista del mundo, y espera verles volver triunfantes a recibir la corona de herederos legítimos, de verdaderos continuadores de mi doctrina sostenida al precio de mi vida!.

"Como Yo lo hice, lo podéis hacer vosotros, porque todas mis obras están al alcance de vuestra capacidad, si hay en vosotros amor a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a vosotros mismos.

Y extendiendo sus manos radiantes de luz sobre todos sus amados, puestos de rodillas sobre la arena de la playa, les bendijo diciéndoles:

"Voy al Padre, pero mi amor unido al vuestro, no me dejará separado de vosotros"... .

"¡Hasta siempre!.

La esplendorosa visión final se esfumó como el sol entre las primeras sombras de la noche, que continuó avanzando lentamente como una hada sigilosa que tendiera sus velos negros salpicados de estrellas... .

Nadie se movía en aquella playa silenciosa, y todos los ojos estaban fijos en el sitio donde la visión amada había desaparecido.

No había en ellos tristeza, ni dolor, y no obstante lloraban con esa emoción íntima y profunda, sólo conocida de las almas de oración y recogimiento, que conocen la suavidad infinita del Amor Divino que se desborda como un manantial de luz y de dicha, sobre aquellos que se le entregan sin reservas.

Los ancianos solitarios del Tabor y del Carmelo fueron los primeros en reaccionar de aquel estado semi-extático en que todos estaban, y el más anciano entre ellos les dijo:

-Ya sabéis, que ocultos en nuestros santuarios de rocas vivimos para Él y para vosotros, en cuanto podáis necesitar de nuestra ayuda espiritual y material.

"Lejos de las miradas del mundo que no le han comprendido, abriremos horizontes a nuestras vidas, para que seamos un reflejo de lo que fue nuestro excelso Maestro en medio de la humanidad.

"El Cristo martirizado y muerto sosteniendo su doctrina, será siempre la estrella polar que marcará nuestra ruta entre las tinieblas y la incertidumbre de la vida terrestre.

"¡Todos somos viajeros eternos!. Y una sola luz alumbra nuestro camino: El Cristo del Amor, de la Fraternidad y de la Paz.
"Sigámosla!... .

Las palabras del anciano se perdieron entre las sombras y el rumor de las olas del Mar de Galilea, que el fresco viento de la noche agitaba mansamente.

 

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