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JHASUA ANTE SUS JUECES

A las primeras horas de la mañana se hallaban reunidos en el Templo, en el recinto destinado a deliberaciones judiciales, treinta y dos miembros del Sanhedrín para juzgar los supuestos delitos del más grande espíritu que bajó a la tierra, de la encarnación del Verbo Divino, del Pensamiento Divino, del Hombre-Dios, enviado por el Eterno Amor, para encarrilar de nuevo la marcha de la humanidad hacia sus gloriosos destinos.

Cuando el alma se absorbe en la meditación de esta tremenda aberración humana, no sabe qué admirar más; si la inaudita audacia de un puñado de soberbios ignorantes, o la divina mansedumbre del Cristo encarnado que se sometía sin protestar, a ser juzgado como un malhechor, por aquellos hombres cargados de miserias, de iniquidades, de ruines vilezas, que de escribirlas todas, resultaría un repugnante catálogo de los vicios y perversiones más bajas a que puede descender el hombre.

¡Tales eran los jueces de Israel, ante quienes comparecía Jhasua de Nazareth, Ungido de Dios!.

Ahogando los gritos de protesta de nuestro corazón; ahogando también los justos razonamientos de la lógica y del más elemental sentido común, ante aquella estupenda manifestación de la soberbia y de la malicia humana, cuando la ambición del oro y del poder les ciega, escuchemos las acusaciones de los malvados, en contra del Profeta Nazareno.

Después de las preguntas reglamentarias sobre quién era, quiénes eran sus padres, dónde fue su nacimiento, etc., etc., el pontífice Caifás hizo una señal a uno de los presentes, llamado el Doctrinario que era el primer juez para los delitos, en contra de las leyes religiosas establecidas, como originarias de Moisés.

Y comenzó la acusación.

-Éste hombre ha curado enfermos en día sábado consagrado por la ley a Jehová y al descanso corporal. ¿Qué contesta el acusado?.

-Que las obras de misericordia ordenadas por Jehová a sus más amados Profetas, no pueden jamás significar profanación del día del Señor, sino una glorificación a su santo Nombre y a su Poder Supremo -contestó con gran serenidad el Maestro-. Entre vosotros está presente el honorable Rabí Hanán a quien curé en día sábado de la úlcera cancerosa que le roía su vientre, y él no protestó por ello. Hubo testigos de tal hecho que pueden ser citados ante este Tribunal. Fue en casa de la princesa Aholibama.

Esta declaración cayó como una bomba en el seno del Gran Consejo, y todos los ojos inquisidores se volvieron hacia el aludido, cuya confusión fue tal, que decía a gritos ser verdad lo que el acusado contestaba.

Como los rumores y comentarios subían de tono, el pontífice tocó la campanilla y el silencio se hizo de nuevo.

-Éste hombre ha dicho -continuó el acusador- que se destruya el Templo y que en tres días le reedifica.

-Defiéndete si puedes -gritó el pontífice.

-El hombre de bien cuya conciencia está de acuerdo con los Diez Mandamientos de la Ley Divina, puede hablar de su cuerpo físico, como de un santuario o templo que encierra el Ego o Alma, emanación directa del Supremo Creador. En tal sentido lo he dicho.

-¿Luego quieres decir -arguyó el Juez Doctrinario- que destruido tu cuerpo por la muerte, en tres día le resucitas?.

-Le saco del sepulcro, porque está en ley, que esta vestidura de carne no sea pasto de la corrupción -contestó el Maestro.

Aquí se armó otra baraúnda más ardiente que la primera. Los fariseos decían que el acusado era un saduceo sostenedor de la resurrección de los muertos.

Otros, que era un hebreo paganizado, que sostenía las teorías idólatras de Platón, Aristóteles y demás filósofos griegos. Otros que era de la escuela egipcia de Alejandría, y que iba a arrastrar al pueblo por caminos diferentes al trazado por Moisés.

Hanán, que era el más sagaz de todos aquellos hombres, comprendió que de seguir por ese camino no llegarían a una rápida conclusión y pidió la palabra al pontífice que era su yerno Caifás, y que se la concedió al punto.

-Es lamentable -dijo Hanán- que no lleguemos a entendernos respecto de este hombre, ante el cual se rebaja nuestra dignidad de Jueces, que no saben de qué delito le acusan.

"Seamos más precisos y categóricos en nuestro interrogatorio en forma que se vea obligado a decir la verdad respecto de su actuación en medio de nuestro pueblo.

"Hemos visto que este mismo pueblo le aclama como al Rey de Israel, como al Mesías Libertador anunciado por los Profetas. Que diga él mismo quién es, de quién recibió el poder de hacer las maravillas que hace, quién le autorizó para interpretar la Ley y enseñar al pueblo doctrinas nuevas, como es la igualdad de derechos para todos los hombres hasta el punto de proclamar que el esclavo es igual que su señor.

El Maestro sereno, impasible, miraba fijamente a Hanán que no pudo sostener su mirada... esa misma mirada que lo envolvió en una aura de piadosa ternura cuando le curó su incurable mal.

Cuando el alterado vocerío se acalló, habló el acusado:

-En vuestra asamblea de esta noche, resolvisteis condenarme por encima de todo razonamiento y de toda justicia. ¿Por qué perdéis el tiempo ahora en buscar apariencias de legalidad a un juicio contra toda justicia?.

"¿Acaso me oculté para decir todo cuanto he dicho hasta ahora?.

"¿Acaso me aparté de la Ley del Sinaí grabada por Moisés en dos tablas de piedra?.

"¿Enseñé acaso en desacuerdo con nuestros más grandes Profetas?.

"¿En nombre de quién hicieron Moisés y los Profetas las obra de bien que realizaron en beneficio de sus semejantes, sino en nombre de Dios Todopoderoso, que lleno de amor y de piedad para sus criaturas, lo hace desbordar de Sí Mismo cuando hay entre ellas un ser de buena voluntad que le sirva de intermediario?.

-Bien -dijo el pontífice-. Tus contestaciones son agudas y no eres pesado de lengua para darlas, pero esto se hace demasiado largo y no llevamos camino de terminar.

"Dinos de una vez por todas. ¿Eres tú el Hijo de Dios, el Mesías prometido a Israel por nuestros Profetas?.

"En nombre de Dios te conjuro a que nos digas la verdad.

El Maestro comprendió que la acusación llegaba al punto final buscado para condenarle, y con una dulce tranquilidad que sólo él podía sentir ante el cinismo de sus jueces contestó:

-¡Tú lo has dicho!. ¡Yo soy!.

A estas solas palabras, expresión de la más pura verdad, aquellos viejos rabiosos, como energúmenos, enfurecidos, comenzaron a mesarse los cabellos, a gritar, a rasgarse las vestiduras y tirar los turbantes y las mitras, según era costumbre cuando alguien se permitía una horrible blasfemia en su presencia.

-¡Ha blasfemado!... ha blasfemado contra Dios y mentido como un vil impostor, erigiéndose en Mesías Ungido del Altísimo, cuando no es más que un amigo de Satanás, que hace por su intermedio obras de magia para embaucar a las multitudes.

-¡Reo es de muerte según nuestra ley! -gritaban varios a la vez.

-No podemos matarle sin el consentimiento del Procurador -dijo uno de los jueces-. Hasta ese derecho nos ha sido usurpado por el invasor.

-Según la costumbre establecida desde la invasión romana, el Sanhedrín puede someter sus reos a la pena de la flagelación.

-Que se cumpla en este audaz blasfemo, Jhasua de Nazareth -rugió el pontífice.

Y dos hercúleos sayones entraron en el recinto y tomando al Maestro por los brazos lo sacaron a una galería interior, donde había una docena de postes de piedra con gruesas argollas de hierro, a uno de los cuales le ataron fuertemente.

Y uno de aquellos verdugos comenzó a asestar golpes sobre aquella blanca espalda, que apareció listada de cárdeno.

Longhinos, que al entrar al prisionero siguió espiando desde la Torre Antonia, cuando llegó ese momento, avisó al Procurador Pilatos que escribía en su despacho del pretorio. Unido como estaba el Templo a la Fortaleza por la galería de Herodes, pronto estuvo en el recinto del Sanhedrín con Longhinos y otros soldados.

-¡Alto ahí! -gritó al sayón que azotaba al Maestro-, que si atormentáis a este hombre justo, os mando a todos al calabozo engrillados de pies y manos. ¡Harto estoy de todos vosotros y de vuestros crímenes en la sombra!.

Mandó a Longhinos que desatara al preso y le condujeran de nuevo a su primera prisión de la Torre Antonia.

Con dos golpes de espada, cortó el Centurión las cuerdas que ataban al Maestro a la columna, y le vistió apresuradamente sus ropas que habían sido arrojadas al pavimento.

Se apercibió de que el cuerpo del prisionero se estremecía como en un convulsivo temblor, y que una palidez de muerte cubría su hermosa faz.

Temió que iba a desvanecerse y mandó a dos de sus soldados que formaran silla de manos con sus brazos fornidos, y así le llevaron de nuevo a la prisión de la Torre.

El Maestro parecía haber perdido el uso de la palabra, pues se encerró en un mutismo del que nada ni nadie conseguía sacarle.

Diríase que si su cuerpo físico estaba aún en la tierra, su radiante alma de Hijo de Dios se cernía en las alturas de su Reino inmortal.

Su mirada no se fijaba en punto alguno determinado, sino que parecía vagar incierta más allá del horizonte que le rodeaba.

Pilatos había regresado a su despacho del pretorio cuando le llegó un pergamino de Claudia, su esposa, que decía:

"Guárdate de intervenir en la muerte del Profeta Nazareno porque en sueños he visto tu desgracia y la mía por causa de este delito que los sacerdotes quieren cargar sobre ti. Los dioses nos son propicios dándonos este aviso. No traspases su mandato porque seremos duramente castigados". - Claudia.

Terminaba el Procurador la lectura de este mensaje de su mujer cuando comenzó una gritería frente al pretorio que parecían aullidos de lobos o rugidos de una jauría rabiosa.

El Sanhedrín había sacado a la escena su último recurso: Los doscientos malhechores penados, comprados a Herodes para este momento, más los esclavos y servidumbre de las grandes familias sacerdotales que entre todos sumaban unos seiscientos hombres.

Con los puños levantados en alto y con inaudita furia vociferaban a todo lo que daban sus pulmones, pidiendo la muerte para el embaucador que había osado proclamarse Mesías, Rey de Israel.

El Procurador mandó cerrar todas las puertas de la fortaleza y una doble fila de guardias fue estacionada en la balaustrada del pretorio. Y mandó traer el prisionero a su presencia.

Pilatos no le había visto nunca de cerca, sino a cierta distancia el día de su entrada triunfal en Jerusalén. Ahora le veía en su despacho a dos pasos de él.

-Esto no es un juicio -le dijo- sino una conversación entre dos hombres que pueden entenderse.

"¿Qué tienen los hombres del Templo en contra tuya, Profeta de tu Dios?. Siéntate y hablemos.

Como el Maestro continuaba en silencio, el Procurador añadió:

-¿No quieres hablarme?. ¡Mira que yo puedo salvarte la vida!.

-Tú no puedes prolongar mi vida ni un día más -le dijo el Maestro.

-¿Por qué?. El derecho de vida o muerte lo he recibido del Cesar para toda la Palestina. Y ¿dices que no puedo prolongar ni un día más tu vida?.

-Porque es mi hora y hoy moriré -contestó otra vez el Maestro.

-¿Entonces eres fatalista?. ¿Dices que vas a morir hoy y estás cierto de que será?.

-Tú lo has dicho: hoy moriré antes de que el sol se ponga.

-No has contestado a mi primera pregunta: ¿Por qué té odian los hombres del Templo?.

-Porque soy una acusación permanente para su doctrina y para sus obras.

-Y ¿por qué te empeñas en servir de acusador contra de ellos?. ¿No te valdría más dejarles hacer como les dé la gana?.

-¡No puedo!... . Yo he venido a traer la Verdad a la humanidad de la tierra, y debo decir la verdad aún a costa de mi vida, y hasta el último aliento de esta vida.

-¿Y qué cosa es la Verdad que te cuesta la vida?. Porque muchos hombres hubo que enseñaron la Verdad y no por eso fueron ajusticiados.

El Maestro movió la cabeza negativamente.

-¡Te equivocas, ilustre ciudadano romano!. Difícilmente se encontrará un hombre que se atreva a desenmascarar a los poderosos de la tierra, y que muera tranquilo sobre su lecho.

-¡Algo de razón tienes, Profeta!. Pero dime, ¿qué Verdad es esa que tanto enoja al Sanhedrín judío?.

-Viven del robo y del engaño, del despojo al pueblo ignorante de la Ley Divina, al amparo de la cual cometen las mayores iniquidades y se hacen venerar como justos, que son ejemplo y luz para los servidores de Dios.

¡No pueden perdonarme!... . ¡No me perdonarán nunca que les haya paralizado su carrera de latrocinio, de mentira y de hipocresía y que les haya destruido su grandeza, para siempre!.

-¿Cómo para siempre, buen Profeta?. Tú vas a morir hoy, según aseguras, y ellos continuarán cargados de oro su vida de magnates de una corte oriental.

-¡Tú lo crees así, pero no es así!. Ellos me quitan la vida, pero la Justicia de mi Padre les borra de los vivos para inmensas edades y les anula en el concierto de los pueblos solidarios y hermanos para los siglos que faltan hasta el final de los tiempos. ¡Ningún suelo será su patria!.

"¡Perseguidos y errantes, el odio les seguirá a todas partes, hasta que llegue la hora de las divinas compensaciones para los justos, y la separación de los malvados.

"El que tuvo la luz en su mano y no quiso verla, es justo que se quede en tinieblas. Tal es la Verdad y la Justicia de Dios.

-¡Profeta! -le dijo Pilatos-. Confieso que no entiendo este lenguaje tuyo, pero sí veo claro que no hay delito ninguno en ti.

"¡A fe mía, que no morirás hoy!. -Y el Procurador dio un golpe con su mano en la mesa.

-¡Oye allá afuera!... . Te acusan de enemigo del Cesar, y te amenazan con hacerte caer como ha caído Seyano el Ministro favorito que hoy es condenado a muerte -díjole el Maestro.

Pilatos enfurecido al oír los desaforados gritos contra él, abrió un ventanal y dio órdenes de cargar contra la multitud.

La turba de malhechores, acobardada iba a desbandarse, pero a su espalda estaban los agentes del Sanhedrín, que les amenazaban con volverlos de nuevo a los calabozos de donde les habían sacado, y sin cobrar un denario del dinero prometido.

Les convenía seguir pidiendo a gritos la muerte del justo al cual no conocían, ni habían recibido de él daño ninguno. Pero ¡era tan dura y terrible la vida del calabozo en que estuvieron sepultados vivos y para toda la vida, que al hacer la comparación, no podían dudar!. Y seguían vociferando a la vez que se esquivaban de los golpes de los guardias montados, que les arremetían con sus caballos.

El Sanhedrín ponía en acción la técnica usada, en todos los tiempos por los hombres a quienes domina la ambición del oro y del poder: levantar la hez del populacho inconsciente y embrutecido por los vicios, en contra de las causas nobles y de los hombres justos, cuya rectitud les resulta como un espejo en el cual ven retratada de cuerpo entero, su monstruosa fealdad moral.

El procedimiento de esos poderosos magnates del Templo, no era pues nuevo, sino simplemente una copia de la forma empleada por la teocracia gubernativa de todos los tiempos, y de todos los países regidos por la arbitrariedad, el egoísmo más refinado y la más completa mala fe.

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QUINTUS ARRIUS (Hijo)

En ese momento apareció en el primer ángulo de una calle transversal el príncipe Judá, que con su lujoso traje de primer oficial de la gloriosa "Itálica" y a todo el correr de su caballo negro retinto, avanzó por entre el populacho como un torbellino, atropellando a unos y otros y dejando tendidos a los que alcanzó el empellón irresistible de su corcel.

Sin desmontarse, entró a la vasta plaza y dio un grito que resonó en todas las bóvedas de la Torre Antonia y del Templo.

-¡Por Roma y por el Cesar!. ¡A las órdenes del Procurador Romano, para hacer trizas a esta canalla!. ¡A las armas!... .

Los cuatro primeros oficiales de una Legión romana, eran Tribunos Militares o sea un grado muy superior a los Centuriones, por lo cual toda la guarnición debía obedecerle.

Pilatos había oído el grito formidable y salió a un balcón.

Judá le vio y le saludó con su espada, al mismo tiempo que decía:

-¡Quintus Arrius (hijo)!. ¡Viva el Cesar!. Un poderoso viva de toda la guarnición de la Torre, resonó como el eco de una tempestad.

La turba de malhechores se había corrido a lo largo de la calle y los agentes del Sanhedrín no sabían que partido tomar.

Las terrazas del Templo estaban desiertas y las puertas herméticamente cerradas. Los ancianos jueces del Sanhedrín no creyeron prudente asomar la nariz en aquellos críticos momentos.

Ellos oraban en la sombra, resguardados por la fuerza del oro y de aquella horda de piratas, que habían soltado a las calles de Jerusalén como jauría rabiosa para apresar un cordero... .

A la silenciosa prisión del augusto Mártir llegó también el grito formidable del príncipe Judá y le reconoció en el acto. Su corazón se estrujó como una flor marchita ante la noble fidelidad y amor de su amigo que no se resignaba a verle morir.

Conociéndole como bien le conocía el Maestro, comprendió que Judá no cejaría en su empeño, y que podía llevar las cosas a una violencia tal, que hubiera que lamentar después consecuencias fatales.

Estando libre de ligaduras, el Maestro se acercó a la puerta y llamó.

El viejo conserje acudió.

-Aunque te parezca extraño -le dijo- sólo yo puedo impedir que la revuelta llegue a mayor grado. Haz el favor de llamar al Procurador, o llévame ante él.

El conserje que temblaba de miedo por el furor del populacho y porque dos hijos suyos estaban entre la guarnición, corrió al despacho del Procurador y le avisó lo que ocurría.

Pilatos que tampoco estaba tranquilo, acudió al llamado.

-Profeta -le dijo- eres un gran personaje cuando así pones tan contrarias fuerzas en movimiento.

El Maestro tuvo ánimo para sonreírle al mismo tiempo que le decía:

-Si me permites hablar con Quintus Arrius (hijo) toda esta tormenta se calmará.

-Pero ¿tú le conoces? -preguntó Pilatos.

-Desde hace muchos años -contestó el Maestro.

Un momento después el príncipe Judá se abrazaba del cuello del Maestro, y toda su bravura de soldado se resolvía en un sollozo contenido y en dos lágrimas asomadas a sus ojos y que él no dejaba correr.

-¡Judá amigo mío!... -le dijo el Maestro con su voz más dulce que parecía un arrullo-: "tú me amas, ¿no es verdad?".

Judá ya no pudo contenerse y doblando una rodilla en tierra besaba una y mil veces la diestra del Ungido y le decía con su voz entrecortada por la emoción:

-¿Y me lo preguntas, Jhasua, mi Rey de Israel, el Mesías Ungido del Altísimo... mi sueño de liberación y de gloria para el suelo que me vio nacer... . ¿No comprendes Jhasua que destruyes mis ideales, que matas todas mis ilusiones, que reduces a la nada mis esfuerzos y mis trabajos de diez años atrás?. ¿No comprendes que me dejas convertido en un harapo, en un ente sin voluntad, reducido poco más que a una bestia que come, bebe y duerme, sin un pensamiento de hombre que merezca la vida?... .

El Maestro enternecido hasta lo sumo, se inclinó sobre la cabeza de Judá para dejar sobre aquella frente pálida y sudorosa el último beso de sus labios que también temblaban al decirle:

-Yo sé que me has amado mucho y que me seguirás amando aún cuando tus ojos no me vean más como hombre. No quieras oponerte a la Voluntad de mi Padre porque perderás en la lucha. Mi hora está señalada antes de la puesta del sol.

"¡Déjame morir feliz, Judá mío!... ¡feliz de sentirme amado por almas como la tuya; feliz de saber que seguiré viviendo en un puñado de corazones que comprendieron mis ideales divinos de amor, de paz, de fraternidad entre todos los hombres de la tierra!. Y que en esos corazones ha fructificado al mil por uno la divina simiente que sembré en este mundo y que vosotros que me habéis amado, llevaréis por todos los continentes y por todos los países. ¡He ahí, Judá, amigo mío, la más grande prueba de amor que quiero de ti!.

"Te debes a tu esposa y a tus hijos. ¿Te acuerdas?... .

"De haber venido yo a ser un hombre como todos, Nebai hubiera sido para mí la compañera ideal. Yo mismo la acerqué a ti un día hace doce años, allá bajo un rosal blanco en un jardín de Antioquía... . ¡Y ahora la olvidas para enredarte en una lucha armada de la cual no saldrías con vida y sin conseguir prolongar mi vida!. ¿No ves que es una insensatez la tuya al obrar así?.

"¡Déjame entrar al Reino glorioso de mi Padre que me espera para coronarme!. ¡Hacerme claudicar de mi supremo deber Judá, no es ciertamente la prueba de amor que esperaba de ti!. Por unos años más de vida terrestre, por una gloria efímera y pasajera ¿quieres que cambie la gloria inmarcesible de Mensajero de Dios, de Hijo de Dios, de príncipe heredero en su Reino Inmortal?... .

Judá que aun permanecía con una rodilla en tierra, inclinó su frente vencida sobre la mano de Jhasua que recibió las últimas lágrimas del hijo de Ithamar.

-¡Te he comprendido por fin Jhasua, Hijo de Dios!... -dijo Judá levantándose-. ¡Que el Altísimo sea tu compensación y tu corona!.

"¡Adiós para siempre!...".

El Maestro le abrió los brazos.

-¡Adiós para siempre, no!, ¡jamás, nunca!, ¡porque el Hijo de Dios vivirá como Él, en el aire que respiras, en el agua que bebes, en el pan que te sustenta!.

Hasta luego Judá amigo mío!... ¡hasta siempre!... ¡unidos en la vida, en la muerte y más allá de la muerte!.

"¡Que la paz sea contigo y con los tuyos!".

¡El Maestro se desprendió de aquellos brazos de hierro que le estrechaban, y el príncipe Judá salió como un fantasma que arrastrara el huracán!... .

-Se empeña en morir hoy, antes de la puesta del sol -le dijo a Pilatos cuando le vio de nuevo.

-Pues yo también soy duro de cerviz y no le condenaré -dijo- porque un ciudadano romano, no es un vulgar asesino que manda matar un hombre sin delito alguno.

-Que tus dioses te sean propicios dijo Judá-. Si me lo permites, me quedaré entre la guarnición, pero no como primer oficial de la Itálica sino como un simple soldado, pues que no estoy en servicio activo. Quiero ver de cerca cómo se desarrollan los acontecimientos.

-Bien; te haré dar un uniforme de Centurión y mandarás la centuria que viene ya de la Ciudadela hacia aquí. Estos ruines judíos nos darán guerra hasta el final.

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AL PALACIO ASMONEO

Algunos curiosos del pueblo pacífico y devoto que no pensaba sino en la celebración de las fiestas religiosas, comenzó a alarmarse de la trifulca alrededor de la Torre Antonia y fueron acercándose cautelosamente hasta averiguar de qué se trataba.

¡Cuán lejos estaba el pueblo de figurarse que el reo cuya muerte pedían a gritos aquellos malhechores expresidiarios, era el Profeta de Dios a quien entraron en triunfo cuatro días antes, a la ciudad de los reyes donde esperaban verle coronado como Rey de Israel y Mesías Libertador!.

Justamente en el aleccionamiento del astuto Hanán a los malhechores y esclavos comprados para este fin, entraba la consigna de ocultar cuanto pudieran la personalidad del ajusticiado, para evitar un tumulto popular que podía ser de fatales consecuencias.

Y a las curiosas preguntas de las gentes que se acercaban, daban esta contestación:

-Es un brujo impostor, aliado de satanás que pretende ser Rey de Israel y quiere destruir la ciudad y el Templo.

-¡No queremos otro rey que el que nos envía Jehová, anunciado por los Profetas! -decían los del pueblo fiel, creyendo que se trataba de un rival del Profeta Nazareno, que buscaba eclipsarlo y sustituirlo en el corazón del pueblo.

Habían ocurrido ya varios casos en los últimos cincuenta años de pretendidos o supuestos mesías, que buscaban el favor popular y cuya falsedad quedó al descubierto por sí misma.

Y caídos en este nuevo engaño, los más revoltosos de entre el pueblo, se fueron adhiriendo al populacho pagado para vociferar y maldecir de la manera más baja y soez.

Como ocurre siempre en los tumultos callejeros, la confusión acaba por dominar los ánimos, en forma que nadie se entiende y cada cual comprende y explica la situación como mejor le parece.

Mientras ocurre esto en la calle, los treinta miembros del Sanhedrín han cruzado la Galería de Herodes y han invadido el despacho del Procurador.

Van decididos a triunfar en la lucha poniendo en juego la vileza y la astucia de que están animados.

Ensayan primero con la lisonja y el halago, después presentando ante él el atractivo del oro al cual según ellos, ningún hombre resiste.

Pero Pilatos era algo supersticioso y tenía ante sus ojos el pergamino escrito por su mujer... . "He visto en sueños tu desgracia y la mía, por causa de ese delito que los sacerdotes quieren cargar sobre ti".

Y se negó enérgicamente a consentir la muerte del Justo.

Entonces comenzaron las amenazas, veladas al principio y bien declaradas después.

-El Cesar te ha puesto como un vigía sobre Judea para mantener el orden y la tranquilidad en el pueblo.

-Y ese hombre que te empeñas en defender trae convulsionado al pueblo con sus pretendidos milagros, que no son más que malas artes del diablo, para sugestionar a los ignorantes y hacerse proclamar Rey de Israel.

-Ha sublevado a los esclavos, enseñándoles que son iguales a sus amos, y tendremos aquí otra revolución a lo Espartaco, que costará muchas vidas a nuestro país y a las Legiones del Cesar.

-Si no atiendes nuestras razones, hoy mismo nos pondremos en viaje para Antioquía, a presentarnos ante el Legado Imperial. Entre la muerte de un hombre que no es más que un audaz impostor, y una sublevación popular que costará muchas vidas a las Legiones romanas, el Legado Imperial se expedirá por la razón y la justicia.

Pilatos comenzaba a vacilar.

-El prisionero es Galileo -dijo de pronto- y por tanto no está bajo mi jurisdicción, sino bajo el mandato de Herodes rey de Galilea y Perea.

"En rigor, es él quien debe juzgarle.

-¡Mejor que mejor!... Herodes es nuestro amigo y casi nuestro correligionario, pues de vez en cuando acude al Templo a ofrecer sacrificios -contestó uno de los jueces.

-Le mandaré a Herodes, y lo que él decida se hará -dijo por fin Pilatos y levantándose dio por terminada la entrevista.

Los jueces se volvieron al Templo siempre por la Galería llamada de Herodes, para no ser vistos por el pueblo.

El Maestro fue colocado en una litera cubierta de las que en la Torre se usaban para el traslado de prisioneros que deseaban ocultar a las furias del populacho y con una escolta fue enviado a Herodes. Judá, con uniforme de Centurión se ofreció a mandar la escolta.

Antes de emprender la marcha hacia el palacio de los Asmoneos, abrió la ventanilla trasera para mirar de nuevo al amado cautivo, que con sus ojos cerrados y su cabeza echada hacia atrás parecía una estatua de marfil cuya palidez asustaba.

-¡Jhasua! -dijo en voz baja, pues se ocultaba de los soldados de la escolta-. ¡Jhasua!... ¡por piedad!... ¡una palabra tuya y aún puedo salvarte de la ignominiosa muerte que esos bárbaros van a darte!... . ¡Una palabra Jhasua!... ¡una sola!... .

Pero Judá esperó en vano esa palabra que no salió de la boca del Maestro, herméticamente cerrada.

Ni siquiera demostró haberle oído. Ni sus ojos se abrieron, ni hizo ningún movimiento, y hasta parecía que la respiración se le hubiese paralizado. Su quietud era absoluta.

Con la muerte en el corazón, el príncipe Judá cerró la ventanilla, y litera y escolta emprendieron la marcha.

¡Qué serie de terribles tentaciones pasaron como siniestros relámpagos, por la mente febril de Quintus Arrius (hijo).

Podía dar la orden de que en vez de ir al palacio Asmoneo, marchasen hacia la puerta más próxima de la ciudad para salir hacia Betspagé donde estaban parte de las fuerzas del Scheiff Ilderín, o hacia los almacenes de Simónides que tenían salida subterránea al Valle del Hinón, de donde los lanceros tuareghs mandados por Faqui podían llevarle a su lejano país.

Mas... una sola fuerza contenía todos los ímpetus, apagaba todo el fuego de su coraje, todas sus ansias de aplastar a los malvados y de libertar al Justo: ¡la impasible firmeza del Mártir en asegurar que antes de la puesta del sol debía morir!.

El horrendo tormento de Judá en ese instante, difícilmente podremos apreciarlo y medirlo.

¡El grandioso santuario de su fe se conmovía hasta los cimientos!.

¿En qué podía creer, si veía caer por tierra la luminosa estela diseñada por las profecías en el cielo luminoso de Israel, pueblo escogido de Jehová?.

¿Para esto había sacado Moisés al pueblo judío de la esclavitud de Egipto?.

¿Para esto había enviado Jehová toda una constelación de Profetas a anunciar la llegada de su Verbo, de su Mesías Libertador?.

¿Para este desastroso fin había bajado el Espíritu-Luz de su séptimo cielo de dicha y amor, a esta dolorosa prisión de la tierra que quedaba a su partida en igual angustia que la encontró?.

¡El infeliz Judá se volvía loco!... . ¡Parecíale que la tierra se estremecía y temblaba bajo los cascos de su caballo fogoso más que su amo!... . Parecíale que todo danzaba alrededor suyo, los palacios, las casas, los mercados y tiendas por donde iban pasando... . Parecíale que mil fantasmas de horribles rostros grotescos rondaban en torno suyo haciéndole muecas de burla por el tremendo fracaso de sus ideales... . ¡Una pesada atmósfera le asfixiaba!. Creyó que iba a caer del caballo y se apeó en mitad de la calle.

La escota se detuvo con gran asombro de los soldados, que ignorantes de la vinculación de su jefe con el prisionero, no pudieron interpretar en su realidad este incidente.

Judá sudoroso y pálido, descansó su fatigada cabeza sobre la montura y se tomó fuertemente del cabezal para no caer a tierra como un cuerpo inerte a quien abandona la vida.

De pronto sintió una poderosa reacción en todo su ser. Pensó en Jhasua Mártir, a quien quería acompañar hasta verle entrar en el Reino de su Padre. Pensó en Nebai que sin Jhasua y sin él quedaría doblemente huérfana y sola en el mundo. Pensó en sus dos hijitos que le llamarían en vano todos los días al despertarse en sus camitas de plumas y gasas... . ¡Una oleada de angustia le oprimió la garganta, y dos gruesas lágrimas se deslizaron por sus mejillas que volvían a tomar el color de la vida!...

Montó nuevamente en su caballo árabe negro retinto, y dijo ya sereno:

-¡Vamos!... .

La escolta continuó la marcha y no tardó en estar ante la imponente mole de mármoles grises del palacio de Asmoneo.

A los soldados que guardaban la entrada, les dijo el príncipe Judá el encargo que traían del Gobernador.

Para Herodes era una doble satisfacción el envío que le hacía Pilatos, en el cual veía una prueba de que Roma reconocía su soberanía sobre Galilea y Perea, no obstante la decadencia de su reinado, y además satisfacía el deseo que le acicateaba, de ver alguna de las estupendas maravillas que se contaban del Profeta súbdito suyo y al cual no conocía.

Cuando tuvieron la orden de pasar, Judá iba hacia la litera con la llave en la mano para abrirla.

La puerta se abrió sola y Jhasua bajó sereno y firme, y comenzó a subir el graderío del suntuoso pórtico.

De un paso estuvo Judá a su lado. Iba a hablarle, pero el Maestro con la entereza de un rey que manda, se puso el índice sobre los labios indicándole silencio.

¡Judá quedó estupefacto!. Vio en Jhasua una majestad tal, una grandeza tan soberana, que un nuevo rayo de esperanza iluminó su espíritu tan abatido unos minutos antes.

¡Quién sabe qué maravilloso acontecimiento iba a presenciar en aquel momento, y en aquel sitio, donde cada bloque de piedra era un cofre de recuerdos, de glorias pretéritas y de heroicos martirios!.

Herodes Antipas, como un grueso fardo de carne amoratada por la continua embriaguez en que vivía, estaba perdido en su enorme sitial encortinado de púrpura y oro, y pavimentado con ricos tapices de Persia.

Una media docena de criados lujosamente vestidos le preparaban ante su vista, un sinnúmero de brebajes, jarabes, licores que no alcanzaban nunca a satisfacer su insaciable sed, como si un fuego interno le quemara las entrañas.

-¡Por fin te echo los ojos encima Profeta! -dijo el rey al Maestro cuando estuvo ante él.

Judá le alargó el rollo de pergamino que Pilatos le enviaba, en el cual dejaba constancia que no encontraba delito alguno en el prisionero, que el Sanhedrín judío se empeñaba en condenar a muerte, porque a su juicio, era un rebelde ante las leyes judaicas, y arrastraba al pueblo a la rebelión en contra de la autoridad religiosa que ellos investían... .

-¡Ah los Rabinos!... -gruñó Herodes- siempre celosos de su autoridad, no quieren que vuele una mosca sin su permiso.

"¡Vaya, vaya! hazme uno de tus grandes milagros Profeta, y tú y yo seremos buenos amigos. Tomaremos juntos una ánfora de vino de Chipre a la salud de los Rabinos del Templo.

"¡Y aún eres joven y hermoso!. Harías un lúcido papel como augur o Sátrapa en mi corte oriental. No me vendría mal para mis días de hastío, aún para curar al Cesar de sus lúgubres pensamientos.

"Con un mago como dicen que eres tú, todavía me siento con fuerzas para hacer una piltrafa del Rey Hareth, y conquistarme de nuevo el favor del Cesar.

A Judá le hervía la sangre en las venas oyendo este vocabulario, muy digno por cierto de aquel eterno borracho. La imponente majestad de Jhasua y sus ojos llenos de divina claridad, parecían ordenarle quietud y silencio.

-¡Pero el Gobernador me manda aquí un ente mudo, al cual no se le arranca ni una sola palabra!... -gruñó de nuevo el rey ya impaciente-.

"Y tú ¿quién eres? -preguntó a Judá.

-¡Ya lo ves, oh rey!... . Soy un Centurión Romano encargado de traer el prisionero.

-¡Vamos por última vez!... -gritó Herodes-. ¡Si me complaces haciéndome ver tu poder, ilustre mago galileo, te doy mi palabra de Rey de no permitir que los Rabinos judíos toquen ni un cabello de tu cabeza!.

La misma inmovilidad y silencio de estatua fue la respuesta que el prisionero dio al rey que lo interrogaba.

-¿Quién piensas que soy yo?... ¿no ves acaso que tengo en mis manos tu vida o tu muerte?.

"¿No sabes que soy el Rey Herodes Antipas, hijo de Herodes el Grande, que donde daba un puntapié caían cincuenta cabezas como granadas maduras?.

"Y ¿eres tú el Gran Profeta que enloquece a las multitudes, que te aclaman como a futuro Rey de Israel?.

"¡Tú eres un loco de remate!... . Y no sé si esto es una burla del Gobernador que debo o no tener en cuenta.

Un jorobado abisinio que el rey tenía para divertirse dio un salto cómico desde la grada alta de sitial a donde estaba el Maestro, y Judá comprendió que aquel repugnante bufón intentaba saltar como un mono sobre el prisionero para divertir a su amo. Bien a tiempo lo tomó de ambos brazos y le dejó plantado sobre el piso.

-Ante un representante de Roma -dijo Judá con reconcentrada ira- nadie se burla de un prisionero traído aquí para un juicio.

-¡Hola!... ¿te enfadas Centurión? -dijo el Rey entre serio y burlón-. Llévale el preso al Gobernador, que yo no gasto tiempo en interrogar a un loco. ¡Otras cosas me interesan más!... -dijo mirando al cortinado del fondo del salón que se abría y daba paso a su hijastra Salomé con una corte de danzarinas y esclavas, con pebeteros ardientes en que se quemaban penetrantes perfumes, y con laúdes que exhalaban músicas más enervantes aún que los perfumes.

Salomé que creía sólo al Rey, se quedó un instante suspensa.

Los ojos llenos de luz del Profeta se clavaron en los de ella, que dio un grito agudo de espanto y retrocedió hasta la puerta.

-¡El Profeta del Jordán!... -dijo presa de terror-. ¡Son sus ojos!... ¡ha resucitado!.... ¡Es él!... .

-¡No seas tontuela niña!... -gritó con voz mimosa el Rey-. Aquél fue degollado en Maqueronte, y éste es un infeliz loco que no hace daño ninguno... . ¡Ven acá mi ave del paraíso!... . ¡Ven acá!.

"Centurión, saca de mi presencia tu loco y di al Gobernador que no honra al Cesar, lo que hace su representante en Judea".

El príncipe Judá en un violento arranque llevó la mano al pomo de su espada y de buena gana hubiera dado un planazo en el grueso abdomen de aquella bestia coronada, pero una mirada del Maestro le obligó a bajar los ojos y dando media vuelta, le tomó de la diestra y salieron al pórtico donde esperaba la litera y la escolta.

-¡Jhasua!... -murmuró Judá en voz apenas perceptible-... . ¿A dónde vas por este camino?... . ¿A dónde vas?... .

El Maestro sin pronunciar una sola palabra miró con indecible amor al infinito espacio, dorado por el sol de medio día y señaló con su índice el cenit resplandeciente de luz.

-¡Siempre lo mismo!... -exclamó Judá viéndole entrar a la litera que se cerró detrás de él.

En este momento preciso y como por efecto de una súbita iluminación, se sintió transformado en su mundo interior. Una gran tranquilidad le invadía porque acababa de comprender el sentido de las palabras del Maestro. "La muerte por un ideal de liberación humana, es la suprema consagración del Amor". Y el príncipe Judá reflexionaba así:

"Era esa la entrada triunfal en el Reino de Dios, a que había aludido en los últimos tiempos. Era esa la gloriosa coronación que él esperaba mediante la cual, adquiría derechos del Padre, Conductor y Maestro sobre la humanidad de este planeta.

"La religión judía representada por su pontífice, príncipes y doctores, le condenaba por sus obras de amor heroico a sus semejantes y por su enseñanza condenatoria de la esclavitud, de la explotación del hombre por el hombre, del abuso del poder y de la fuerza contra el débil, y del infame comercio que se hacía con la Idea Divina, puesta al nivel de las figuras mitológicas del paganismo más burdo y grosero, que con ofrendas de carnes vivas y palpitantes, y oleadas de sangre caliente, aplacaban su cólera y sus furores.

"Jhasua de Nazareth, Profeta de Dios, había mantenido ardiente oposición durante toda su vida a tamaños desvaríos de mentes obscurecidas por la soberbia y la ambición. ¿Cómo pues podía claudicar en su edad viril, de lo que fue su luminoso programa de enseñanza y de vida, desde sus primeros pasos por los valles terrestres?".

De estos profundos pensamientos se despertó a la realidad el príncipe Judá, con los primeros grupos de amotinados que recorrían las calles vecinas al pretorio, pidiendo a gritos la muerte del impostor, del seductor, del embaucador del pueblo, del brujo amigo de Satanás.

-¡Jhasua acaba de hacer una de sus más grandes maravillas!... -pensaba Judá al convencerse del cambio que se había obrado en él mismo-. "Un hombre Ungido de Dios que ha venido a la tierra para enseñar a los hombres la Verdad, la Justicia y el Amor, no puede obrar de otra forma que como obra Jhasua. ¡Es el Cristo Hijo de Dios y los hombres no lo comprenden!".

Y el príncipe Judá transformado en otro hombre por la magia divina del amor del Cristo, cuando abrió la litera frente a la plaza de la Torre, dobló una rodilla en tierra y besando la diestra de Jhasua como se besa un objeto sagrado le dijo a media voz:

-¡Porque eres el Mesías anunciado por los Profetas, es que buscas Jhasua en la muerte, la suprema consagración del Amor!.

-Has subido a la cumbre conmigo -le dijo-. ¡Judá! ¡el Hijo de Dios te bendice!. -Fueron las últimas palabras que el Maestro dirigió al gran amigo, cuya comprensión de la suprema verdad, se despertaba cuando él iba a morir.

El Procurador Pilatos se desconcertó todo al ver que el prisionero le era devuelto. ¡Ni aún Herodes, criminal y asesino como su padre, se atrevía a condenar a un hombre inocente!.

¡Y ellos, los hombres del Templo que vivían pendientes de la palabra de Jehová, que no levantaban una paja del suelo ni dejaban condimentar alimentos al fuego en sus casas en día sábado, para no transgredir la ley del descanso, se empeñaban en matar a un hombre inocente sin parar atención, en que la Ley Divina decía: ¡No matarás!.

¡Aberraciones humanas de todos los tiempos y de todas las religiones, cuando olvidando su misión puramente espiritual, se adueñan del poder y se postran ante el becerro de oro!.

¡Mientras no florezca en todas las almas la única religión emanada de los Diez Mandamientos de la Ley Divina, la religión del Bien, de la Verdad, de la Justicia y del Amor, habrá siempre justos condenados como criminales, y verdugos disfrazados de santos!... .

Los cuatro Doctores de la Ley amigos de Jhasua, José de Arimathea, Nicodemus, Gamaliel y Nicolás, miembros del Sanhedrín, tuvieron noticia extraoficial de lo que ocurría, y como cráter de un volcán estalló su indignación en el seno del Gran Consejo representante de la sabiduría y virtudes gloriosas de Moisés, y convertido entonces en una horda de vulgares asesinos ensañados como fieras en un Profeta de Dios, cuya vida era un salmo divino de amor a sus semejantes.

¡La discusión ardía como una llama!... pero eran sólo cuatro contra treinta y dos.

Las minorías selectas y escogidas son siempre las que pierden en esta clase de lucha: y los cuatro amigos del Mártir fueron excomulgados, malditos y expulsados del Sanhedrín, por desacato a la suprema autoridad pontifical. ¡Nunca más podrían tener entrada en el Consejo de los santos de Israel, ni aún a los pórticos del Templo! de cuyo sagrado recinto les había arrojado a empujones el comisario y sus guardias.

Los cuatro se presentaron a pedir audiencia a Pilatos, justamente en el momento en que el príncipe Judá entraba de vuelta con el prisionero.

La escena que allí tuvo lugar entre José de Arimathea y Nicodemus, que habían tenido en brazos a Jhasua niño de cuarenta días, cuando le vieron pálido y demacrado de pie ante Pilatos, no es para describirla con palabras, que nunca pueden tener la intensa vibración de la realidad en aquel momento.

Se extrañaron grandemente de ver a Judá desempeñando el triste papel de guardián del augusto prisionero.

El príncipe Judá que parecía haber vivido diez años de dolor en una hora sola, les contestó con una serenidad que les espantaba:

-Viendo que Jhasua se empeñaba en morir antes de la puesta del sol, he pedido al Dios de nuestros padres, la fuerza necesaria para acompañarle hasta el último momento.

José de Arimathea anciano ya, se abrazó del Mártir silencioso para decirle entre sollozos:

-¡Tú que eres la Luz, sabes lo que haces!. ¡También yo quiero acompañarte hasta verte entrar en el Reino de Dios!.

En el abrazo supremo a los cuatro amigos, les repitió el Maestro la misma palabra divina que había dicho a Judá: "El hijo de Dios te bendice".

La negra masa del populacho enfurecido se iba aumentando rápidamente, con los revoltosos desocupados que abundan en todas partes y que ignorantes de los móviles verdaderos de aquel tumulto, se dejaron arrastrar a él por los malhechores comprados con el oro sacerdotal.

Pilatos enloquecido, no sabía lo que había de hacer que le acarrease menores males.

El Sanhedrín había despachado mensajeros urgentes hacia Antioquía con graves acusaciones al Delegado Imperial.

Tuvo Pilatos una idea final.

Tenía en los calabozos de la Torre Antonia, un asaltante feroz de los caminos recorridos por las caravanas, autor de incontables asesinatos y robos hasta en el Templo mismo. Su nombre era sinónimo de demonio, y las madres y abuelas le usaban como arma para contener a los chicuelos rebeldes y malos, que eran la pesadilla del hogar: Barr-Abbás.

Pilatos le mandó traer de su profundo calabozo perpetuo, y su sola figura causaba espanto, pues más parecía un oso negro que un hombre.

Salió al pretorio con él y con Jhasua de Nazareth.

-Aquí tenéis estos dos hombres -dijo a la turba feroz que gritaba y maldecía-.

"Éste tiene más asesinatos y crímenes que pelos en su cabeza. Y este otro no ha hecho daño a nadie, ni siquiera a las moscas. ¡Y vosotros pedís su muerte!. ¿A cuál de ellos queréis que deje libre, a Jhasua o a Barr-Abbás?.

-¡Suéltanos a Barr-Abbás y condena a muerte al impostor, al brujo, al que se ha llamado Mesías de Israel!.

-¡Crucifícale!. ¡Le queremos ver colgado de un madero en cruz como a los esclavos rebeldes!.

-¡Es un esclavo infame y se apellida Mesías Rey!... .

-¡Es un blasfemo y merece la muerte!.

Y los gritos subían de tono como ruido sordo de una tempestad.

Los viejos del Sanhedrín estaban allí a la vista de la masa de malhechores enfurecidos, animándoles con sus ojos de fieras rabiosas, que tenían la presa al alcance de sus garras y de sus dientes.

Pilatos quedó vencido.

Mandó traer un lebrillo con agua, y siguiendo la costumbre en tales casos, se lavó las manos en presencia de todos diciendo:

-¡Que la sangre de este justo que os empeñáis en matar, no caiga sobre mi cabeza; allá vosotros con este crimen!.

Un grito feroz resonó unánime:

-¡Que caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos!.

-¡Sea como lo queréis malditos judíos! -gritó Pilatos al mismo tiempo que de un empellón terrible, les soltó encima al asesino Barr-Abbás diciéndole:

-¡Anda lobo, entre ellos, y devóralos a todos juntos!.

Cuando Pilatos entraba a su despacho, se encontró frente a frente de Claudia, su mujer toda cubierta de un manto violeta.

-¡Cobarde! -le gritó enfurecida aplicándole un feroz bofetón, al mismo tiempo que le arrojaba a la cara la cédula matrimonial y las joyas que él le había regalado el día de su boda.

Y sin dar tiempo a que él se repusiera de la impresión, se hundió por la rampa secreta que se abría en la muralla y desapareció.

Sus dos esclavas galas con sus novios ya libertos, la esperaban con caballos en la puerta trasera de la Torre llamada de los ajusticiados.

Por ella habían sido libertadas del calabozo años atrás por la influencia del Maestro, Noemí y Thirza madre y hermana del príncipe Judá. Por esa misma puerta escapaba Claudia de la infamia en que acababa de hundirse su marido, condenando a muerte al hombre más puro y más bueno que había pisado la tierra.

Dos prisioneros de la Torre Antonia estaban condenados a muerte desde el día anterior. El uno era un bandido samaritano de nombre Gestas, que acababa de coronar su carrera de robos y asesinatos, con la muerte de un soldado romano que descubrió su madriguera y quiso apresarle. Había sido prendido en momentos que arrastraba el cadáver hacia el hueco de una roca con el fin de encubrir su crimen.

El otro era un hombre de edad madura cuya juventud fue muy borrascosa, porque acontecimientos no buscados por él lo habían llevado a una vida al margen de la ley. En defensa propia y junto con aldeanos de su pueblo, habían herido malamente a dos correos del Procurador Valerio Graco, que al entrar a la casa de postas para cambiar las cabalgaduras atropellaron a indefensas muchachitas que llevaban sus cántaros a la fuente.

Éste se llamaba Dimas. Y aunque su vida delictuosa de la juventud estaba casi olvidada, un último incidente lo puso de nuevo frente a la justicia humana.

Retirado en las afueras de Beerseba, en la región montañosa de Judea vivía de un pequeño rebaño de cabras y de un huerto que cultivaba él mismo.

El patrón de una de las caravanas que hacían el viaje desde el Mar Rojo a Jerusalén, perdió algunos asnos que se despeñaron en un precipicio. Y viendo que pastaban sueltos los asnos de la cabaña de Dimas, los tomó tranquilamente y siguió viaje sin decir a su dueño ni una palabra. Cuando éste se enteró, corrió tras de la caravana para recobrar sus jumentos.

En la recia contienda que se armó por este motivo, el caravanero fue herido por Dimas, y murió antes de llegar a Jerusalén.

Dimas fue capturado y condenado a muerte, pues se removió su borrascoso pasado y la ley tenía varias cuentas a cobrarse.

Pilatos dio orden de que los dos fueran ajusticiados juntamente con el Profeta Nazareno.

-¡Quise salvarte -le dijo Pilatos, cuando vio al Maestro por última vez- y tú no lo quisiste.

"¡Negra desventura ha caído sobre mí por tu causa, Rey de los judíos!. -El Maestro no le contestó.

Al oír esta palabra uno de los ejecutores de la sentencia creyó que sería de gran efecto en la horrorosa tragedia, el poner sobre la persona del llamado Rey de los judíos, un desteñido manto rojo de los usados por los verdugos para cubrir sus ropas cuando azotaban o torturaban algún reo, lo cual les resguardaba de las salpicaduras de sangre. Y con un haz de varillas de fresno, hizo un simulacro de corona, que entre burlonas carcajadas la colocó sobre la hermosa cabeza de Jhasua.

El príncipe Judá, que con su corazón destrozado quería a toda costa mandar las fuerzas militares que guardarían el orden, se presentó en la prisión en ese momento.

De un tremendo puñetazo tiró a tierra al infame sayón que ni aún ante el dolor y la muerte, tenía un sentimiento de nobleza para su víctima. Le agarró del cinturón de suela que le ajustaba la túnica y de un solo empuje le arrojó fuera de la estancia.

Sobre el infeliz magullado, fue a caer manto y corona con una rapidez de relámpago.

Otros verdugos entraron llevando los otros dos condenados y los maderos en cruz sobre los cuales debían morir.

Un temblor convulsivo agitaba los labios de Judá como ocurre a los niños cuando les ahoga el llanto. Una mirada de los ojos divinos del Mártir, en los cuales parecía resplandecer ya toda la luz de los cielos, le devolvió de nuevo la calma.

Los cuatro doctores amigos de Jhasua habían dado aviso de lo ocurrido al palacio de Ithamar a la austera casona de Henadad, hospedaje de todos los discípulos galileos, a la casa de Lía donde se hospedaban los amigos de Betlehem, al local de la Santa Alianza, a la granja de Bethania, a los príncipes Jesuá y Sallum de Lohes, que con Judá y Simónides habían trabajado tanto por la gloria de Israel con un Rey de la raza de David.

Faqui entró como un huracán en busca de Judá.

-¿Pero tú has permitido esto? -le dijo sacudiéndole fuertemente de los brazos.

Judá pálido pero sereno, le señaló al Maestro sentado sobre el estrado que le había servido de lecho.

Faqui se precipitó hacia él y cayó de rodillas a sus pies llorando como un niño.

-¡Jhasua!... . ¡Tú eres el Hijo de Dios y has consentido esto!... . ¡Cielos!... ¿no ves que la tierra va a hundirse con este espantoso crimen?. Tú que has salvado a tantos de la muerte ¿no quieres salvarte a ti mismo?.

El Maestro le puso una mano sobre la cabeza que se agitaba en su regazo como un pájaro herido, mientras le decía:

-¡Faqui!... porque me has amado mucho, mi Padre te deja compartir conmigo la inmensa dicha de mi entrada en su Reino.

"Morir para conquistar por siempre la corona de Hijo de Dios, no es morir amigo mío, sino empezar a vivir la gloriosa vida del vencedor después de la victoria!.

Faqui levantó su cabeza para mirar a Jhasua, cuya forma de expresión le resonaba de un modo extraño. Debido a su facultad clarividente, le vio entre un dorado resplandor donde se agitaban cien manos con palmas, coronas y laúdes, de los cuales parecía salir como el eco de una canción lejana, estas sublimes palabras:

"¡Morir por un ideal de liberación humana es la suprema consagración del amor!".

Todo esto pasó en un instante, como el fugaz resplandor de un relámpago.

-¡La grandeza de Amanai está contigo!. ¡Sea como tú lo quieres Hijo del Altísimo!..." -murmuró levantándose con la misma serena calma que hemos visto a Judá.

Cuando Faqui se inclinó, para besar por última vez aquella blanca frente que él comparaba con el lirio del valle, oyó que Jhasua le decía:

-Ahora acabas de penetrar en el arcano de mi Padre. ¡El hijo de Dios te bendice!.

Judá se le acercó para decirle:

-Como yo soy un Centurión romano, tú dejas de ser un príncipe tuareghs. Corre y vístete como labriego o leñador, y espera en la fuente de la calle de Joppe, que por allí pasaremos.

-¿Qué piensas hacer? -preguntó Faqui.

-Yo, nada, pero debemos estar alerta hasta el último momento. ¡Mi esperanza vive, Faqui, y siento que es inmortal como Dios!.

Faqui salió como una exhalación. Se había consolado sobre el corazón de Jhasua, y al igual que su amigo, esperaba indefinidamente. ¿Qué esperaban?. Ellos mismos no sabían precisarlo.

Convencidos de que el Mártir era el Cristo, Hijo de Dios Vivo, no podían asociar tal idea con la muerte, y estaban seguros de que Jhasua terminaría su vida terrestre con igual majestad que el sol del ocaso, que desaparece de nuestra vista, para aparecer igualmente luminoso entre los resplandores de la aurora en otro hemisferio, acaso en otro mundo más digno que la tierra para recibir a un hombre que era Dios.

Los tres patíbulos no eran iguales. Dos de ellos eran de madera verde recientemente cortada, y el otro de madera seca que acaso desde tiempo atrás esperaba el reo que había de morir en él.

No sé si por una piedad pobre y tardía, pero sobre éste aparecía una pequeña tabla con esta inscripción:

Rey de los judíos, lo que indicaba estar destinado al Profeta.

Era el menos pesado de los tres, pero así y todo, Judá no le dejó poner sobre los hombros de Jhasua, hasta que hubieron bajado el graderío del pretorio y estuvieron en la calle. Hubiera mandado llevarlo por los sayones, pero el Maestro adivinó su pensamiento y levantó sus brazos para colocarla él mismo sobre su espalda.

La cruz de la humanidad delincuente caía por fin sobre los hombros de su Salvador.

La humanidad podía decir con el Profeta en ese solemne momento:

"Sin abrir su boca, cargó sobre sí, con todas mis iniquidades".

Apenas habían andado unos doscientos pasos, cuando comenzó de verdad para el augusto Mártir la calle de la amargura.

Fue Verónica, esposa de Rubén de Engedí la primera en llegar, seguida de sus hijos e hijas que trataban en vano de contenerla. Aquella mujer exhalando al viento su llorar que rompía el alma, se abrió paso entre la turba maldiciente que rodeaba al Justo como una manada de lobos.

Judá, desde lo alto de su caballo la vio y dio orden de abrirle paso.

Se llegó hasta el Mártir que comenzaba a doblarse bajo el peso del madero, y arrancándose el blanco velo de lino que cubría su cabeza, secó el abundante sudor que el calor del sol y la fatiga hacía brotar en aquella pálida faz, donde brillaban con extraño fulgor los ojos divinos del Cristo como estrellas lejanas al anochecer.

¡Aquella faz de nácar quedó grabada en el velo!... Judá lo vio y su corazón se estremeció de fervoroso entusiasmo, pues pensó para sí mismo:

"Ahora comienzan las maravillas de la hora final".

En ese preciso momento llegaban también Susana y Ana, esposas de José de Arimathea y Nicodemus, Noemí, Thirza, Nebai, Helena de Adiabenes, la anciana Lía, llevada en silla de manos por los amigos de Betlehem al igual que Bethasabé conducida por sus hijos Jacobo y Bartolomé, que creían estar viviendo una horrible pesadilla.

Como la turba tratase de estorbarlas de acercarse al Maestro, Judá encolerizado ante tan inaudita maldad, ordenó a los guardias montados una fuerte carga, que hizo retroceder un tanto a toda aquella masa de malhechores, que esperaban ansiosamente ver consumada la muerte, para recibir el oro y la libertad prometida.

El Mártir se estremeció vivamente al ver el doliente grupo de mujeres que le habían conocido niño y que le habían seguido con su fe y con su amor durante toda su vida.

-¿Por qué habéis venido, para agotar mis fuerzas antes de la hora? -les dijo con su voz más tierna-. No lloréis por mí -añadió- sino por vosotras, por vuestros hijos y por el pueblo fiel que recibió la palabra divina, y que sufriréis los horrores que vendrán por causa de este día.

"¡No lloréis!... que antes de que el Sol traspase las colinas, yo estaré en mi Reino, para repetiros una y mil veces: El Hijo de Dios os bendice".

Formándole un muro alrededor, aquellas mujeres llorando desconsoladamente, no dejaban que el Mártir continuara su camino.

Diez jueces del Sanhedrín, con Caifás a la cabeza, se presentaron de pronto conducidos en literas abiertas para amedrentar al pueblo con las insignias de la suprema autoridad religiosa que investían.

Habiendo tenido noticia de que mandaba la guardia montada Quintus Arrius, el amigo del ajusticiado, temieron que en las afueras de la ciudad tratase de liberarlo. Al ver la escena dolorosa de las mujeres, los jueces comenzaron a gritar:

-¡Las mujeres a su casa!... ¡apártenlas a latigazos!... . ¡Plañideras pagadas para chillar!... . ¡Rameras de los caminos!.

El príncipe Judá ciego de indignación, arremetió con su caballo el cortejo de literas brillantes de oro y púrpura. Algunos esclavos conductores perdieron el equilibrio y cayeron, causando por consiguiente la caída de algunos de aquellos malvados viejos, que con sus gritos insultantes querían dar a entender la baja estofa a que pertenecía el ajusticiado y sus amigos.

-¡Quien manda aquí soy yo, en nombre del Gobernador! -había gritado Judá con voz de trueno-.

"¡A callar como muertos toda esa canalla, sino, aquí mismo os dejo la guardia con las entrañas al viento!... .

Helena de Adiabenes y Noemí, cuya fe religiosa las hacía ver grandeza y santidad en los altos dignatarios del Templo, se quedaron estupefactas, al oírse llamar por ellos "plañideras pagadas para chillar, rameras de los caminos".

Y apretándose más cerca al Ungido de Dios que caminaba a la muerte le decían entre gemidos:

-¡Señor!... te vas de este mundo llevándote el amor, la piedad y la justicia... y nos dejas bajo el látigo de los verdugos de Israel!.

Los ojos de lince de Hanán, habían reconocido a Helena, cuya arca estaba siempre abierta para los valiosos donativos que le fueron solicitados, y pasando aviso a Caifás y demás jueces, guardaron silencio por doble conveniencia; Quintus Arrius no gastaba bromas, y la viuda de Adiabenes los miraba escandalizada. El príncipe Judá habló en voz baja a su madre, y todo el grupo femenino siguió detrás del Mártir en profundo silencio.

Un observador hubiera notado que las palabras del príncipe Judá habían hecho nacer una esperanza en el doliente grupo de las mujeres judías.

Nebai se perdía en suposiciones y conjeturas. ¿Cómo y por qué mandaba Judá la guardia ese día?. ¿Sería para salvar a Jhasua a última hora?... . ¡Oh sí!, ¡no había duda!... ¡Judá no le dejaría morir!. ¡Y con la más viva ansiedad pintada en el rostro, continuaba andando!... .

A la vuelta de un recodo de la calle y cuando ya estaban cerca de la puerta de Joppe, apareció frente a la comitiva, un fornido labriego, alto, esbelto, casi como un gigante. Traía el azadón al hombro y se apoyaba en un bastón de encina.

Era Faqui, disfrazado, tal como indicara Judá.

Thirza que le vio, iba a llamarlo por su nombre para cerciorarse de que era él, pues su extraña indumentaria hacía dudar a cualquiera.

Judá se apresuró a decirle:

-Buen hombre, si quieres ganarte unos sextercios, deja el azadón y ven a cargar el madero de este penado, que no puede andar con su peso.

-Simón de Cirene para servirte Centurión -le contestó el labriego.

Algunos de los jueces levantaron su voz de protesta.

-¡He dicho que aquí mando yo! -volvió a gritar con voz de trueno el hijo de Quintus Arrius, que parecía sentirse señor del mundo para proteger al Cristo Mártir hasta el último momento de su vida.

¿Qué pasaría por el alma nobilísima y tierna del Ungido cuando el Hach ben Faqui, su amigo, le tomó la cruz y la cargó sobre su espalda?.

Los ojos del Mártir se llenaron de lágrimas y de su corazón de Hijo de Dios, subió a los cielos este divino pensamiento:

"Te adoro y te bendigo Padre mío, porque han florecido mis rosas de amor sembradas en la tierra".

Libre ya el Maestro de aquel peso excesivo para su endeble y delicada naturaleza, su cuerpo se irguió de nuevo y continuó caminando al lado de Faqui.

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EL GÓLGOTA

Los últimos en conocer la triste noticia fueron los discípulos venidos de la lejana Galilea.

La promesa de Jhasua hecha esa misma noche a María de Mágdalo, de que antes de ponerse el sol él sería libre, les mantuvo arrullados por la esperanza, hasta que llegó Nicodemus desolado, pálido como un muerto a llevarles la dolorosa verdad.

La dolorida madre del Mártir como la estatua viva de la angustia, no se movió ni para exhalar un grito en aquel terrible momento. El supremo dolor de su alma parecía paralizar todos sus movimientos. Se sentía morir junto con él, y esperaba a la muerte en una quietud que espantaba.

Los discípulos se volvieron contra la castellana de Mágdalo, para increparla duramente por el engaño que les había hecho.

-¡Tú siempre viendo visiones! -le decía Juan con su voz entrecortada por los sollozos.

-Algún mal genio se te presentó, mujer, para engañarte, y lo tomaste por el Maestro -decíale Tomás ásperamente. Una tempestad de censuras se levantó contra ella, que anonadada y sin comprender lo sucedido, se apoyó contra el marco de la puerta para no caer. Sentía que todo daba vueltas alrededor suyo y un temblor convulsivo estremecía su cuerpo.

La dulzura de Pedro volvió en su ayuda.

-No habléis así sin saber lo que decís. No es justo perder del todo la esperanza. Si como dice Nicodemus, el príncipe Judá manda la guardia, me parece que no será para llevar al Maestro a la muerte.

"¿Qué sabemos nosotros de la forma en que él subirá a su Reino?".

Estas palabras de Pedro, calmaron aunque levemente la agitación de todos aquellos amigos del Maestro, que en número mayor de un centenar se hallaban en aquel recinto.

Allí estaba Felipe el griego como le llamaban, y debido a su temperamento vivo y ardiente, fue uno de los primeros en reaccionar y dijo resueltamente:

-En vez de estar aquí discutiendo lo que será o no será, corramos todos al pretorio de la Torre y veremos por nuestros ojos lo que ocurre.

Más tardaron en oír estas palabras que en salir corriendo en revuelto montón, hombres, mujeres y niños... .

A los pocos pasos andados en la calle, se encontraron con Boanerges que venía sin aliento corriendo a todo lo que daban sus pies:

-¡Le llevan ya por la calle de Joppe al Monte de las Calaveras!... .

-¡Dios bendito!... . ¡Allí mueren los criminales ajusticiados!... -gritó la anciana Salomé, que apoyada en su marido andaba lentamente.

A Myriam que se empeñó en acudir cerca de su hijo aunque fuera para verlo morir, la conducían el tío Jaime y Pedro que iban detrás de todos.

Juan, Boanerges, María de Mágdalo y sus compañeras, Felipe con el huérfano Policarpo, los hijos de Ana y Gabes, Marcos y Ana de Nazareth, todos jóvenes, tomaron la delantera y corrían agrupados como bandadas de pájaros asustados por la proximidad de la tormenta.

Los más ancianos, atrás, esquivando los tropiezos para no caer... lamentando sin duda la pesadez de sus miembros que les impedía la carrera, seguían a los otros con la agitación y la ansiedad pintada en el rostro.

Viendo estos cuadros vivos, el Divino Maestro hubiera repetido su genial pensamiento: "¡Padre mío!... te adoro y te bendigo porque han florecido mis rosas de amor sembradas en la tierra".

Juan, María y Boanerges adelantaron por fin al grupo, y pasaron como una exhalación por la puerta de Joppe entre una nube de polvo que levantaban sus pies.

Una atmósfera asfixiante y pesada caía como plomo sobre su fatiga, y densos nubarrones negros iban cubriendo la opalina claridad de los cielos. Multitudes de gentes, a las que llegaba tardía la noticia de quién era uno de los ajusticiados aquella tarde, asomaba de todas las encrucijadas de las calles y llegaba por todos los caminos.

"¡Si él ha devuelto la vida a los muertos y curado leprosos y ciegos de nacimiento... es el Mesías anunciado por los Profetas!... . ¡Él no puede morir!, no morirá jamás, porque Jehová mandará sus ángeles que le arranquen de sus verdugos". Todos estos comentarios hacía a gritos la multitud, corriendo hacia el Monte de las Calaveras, donde esperaban presenciar el más estupendo de los prodigios del Cristo.

Cuando el primer grupo de nuestros amigos galileos dio vuelta al recodo de un árido barracón cubierto de ramas secas, se les presentó como pintado sobre la negrura del cielo tormentoso, el más terrible cuadro que pudieran presenciar sus ojos: Jhasua, el dulce Maestro a quien venían buscando, suspendido de un madero en cruz en la cúspide del monte, entre dos ajusticiados que debían morir con Él.

Juan y Boanerges se apoyaron uno en otro para no caer de bruces sobre el polvoriento camino.

María de Mágdalo se estremeció toda, en una violenta sacudida que casi la tiró a tierra.

-¡Señor!... -gritó con suprema desesperación y echó a correr nuevamente como si un vértigo de locura se hubiera apoderado de ella.

Subió Jadeante la montaña de la tragedia, y fue a caer como un harapo al pie del madero donde iban cayendo lentamente hilos de sangre de los pies y manos del Mártir.

Judá y Longhinos como dos estatuas ecuestres, con la faz contraída por el dolor presenciaban aquel cuadro imposible de describir.

Las mujeres lloraban y rezaban.

El pueblo se amontonaba al pie del monte como una marea humana, que tenía rumores de olas embravecidas.

Como trazos formidables de luz, los relámpagos iluminaban a intervalos la negrura de la tormenta que tronaba con loca furia, encima de millares de cabezas humanas atormentadas por mil diversos pensamientos.

De pronto vieron con espanto que las colinas adyacentes ardían en rojas llamaradas. Cada cúspide parecía el cráter de un volcán. Y una especie de fantasma vestido de flotantes velos rojos, corría de un fuego a otro arrojando combustibles, más y más en las hogueras ardientes.

Era Vercia, la Druidesa gala, que acompañaba la entrada a su Reino del Hombre-Dios, con el resplandor de cien fuegos sagrados con que evocaba al Gran Hessus para recibir a su Hijo.

La tierra temblaba estremecida en violentas sacudidas, y las montañas ardientes, se abrían en tremendos terremotos, expulsando con furia de las antiguas grutas sepulcrales allí existentes, los blancos esqueletos humanos que pasaron allí largos años de quietud, y que un extraordinario cataclismo arrojaba ante los ojos de aquellas multitudes sobrecogidas de terror y de espanto.

Los jueces del Sanhedrín cuya conciencia les gritaba ¡asesinos!, quisieron huir temiendo más que nada el furor de los elementos, pero el príncipe Judá como un arcángel de la Divina Justicia, mandó a sus guardias que les sujetaran sin permitirles moverse de aquel sitio.

-¡Cobardes asesinos! -les gritó con fuerza a fin de hacerse oír entre el fragor de la tormenta y el chocar de las rocas que se desmoronaban por los flancos de las montañas-. ¡Cobardes asesinos!... ¡quietos ahí! ¡para que caiga como una eterna maldición sobre vosotros el último aliento del Hijo de Dios que habéis asesinado!.

¡Un pavoroso silencio se fue haciendo poco a poco, sólo interrumpido por los sollozos de las mujeres y las plegarias de la muchedumbre que al pie del trágico monte veía sin poder creerlo, como una escultura de marfil, suspendida entre el cielo y la tierra, al Profeta de Dios que unos días antes había entrado a Jerusalén entre hosannas de gloria y aclamaciones de triunfo y de amor!.

En la agitación y suprema ansiedad en que todos estaban sumergidos como infelices náufragos en un mar tempestuoso, habían olvidado por completo a los fieles ancianos que acompañaron al Verbo de Dios desde la cuna.

Efraín y Shipro pensaron en ellos, y en modestas literas cubiertas llevadas por una veintena de criados les condujeron al monte del sacrificio, donde el Hijo de Dios... el dulce Jhasua que tuvieron de niño en sus brazos, entregaba su vida en el altar santo del amor fraterno, cimiento y coronación de su obra grandiosa de liberación humana.

Allí iban a verle morir, Melchor de Horeb, Simónides, Gaspar el hindú, Filón de Alejandría, Elcana y Sarah, Josías, Eleazar y Alfeo, cuya ancianidad avanzada les imposibilitaba hacer a pie el penoso camino de barrancos y matorrales que conducía al Monte de las Calaveras.

Los cuatro amigos doctores habían corrido como enloquecidos, buscando a los miembros del Sanhedrín que quedaron sin aviso del juicio que se realizaba, con la esperanza de formar mayoría y anular la sentencia de muerte dada contra el Justo, aunque esto fuera a última hora.

Pero sufrieron la decepción de la cobardía en casi todos ellos, que mirando más la propia conveniencia que la vida del prójimo, no tuvieron el valor de ponerse frente al pontífice Caifás ni a los jueces, doctores y sacerdotes, que habían condenado al Profeta de Dios.

-Nosotros no le hemos condenado -contestaban cobardemente-. ¡Allá ellos con esa muerte!.

-Pero vuestra cobardía os hace cómplices del delito -les dijo José de Arimathea.

-Al negaros a intervenir -añadió Nicodemus- dejáis el campo libre para que el crimen sea consumado.

-Levantaré contra vosotros -gritó fuera de sí Gamaliel- a toda la juventud del Gran Colegio, que os arrojarán en las aulas las tablillas a la cabeza y os gritarán: ¡No queremos verdugos ni asesinos para maestros!... .

Estos cuatro llegaron a la montaña de la tragedia, cuando el Mártir llevaba ya una hora suspendido en la cruz.

Tanto ellos, como la triste procesión de los ancianos, se vieron en grandes dificultades para llegar al pie de la montaña, debido a los enormes trozos de rocas y de tierra que el terremoto había arrojado sobre todos los senderos que conducían a ella.

Era la madre del Mártir, el imán que atraía a todos sus amigos y discípulos. Y la dulce mujer sentada sobre una roca, con la mirada fija en su hijo, parecía no darse cuenta de que era el centro de toda la piedad y de todo el amor, de los que amaron al Cristo por encima de todas las cosas.

La humana personalidad del Mártir se agotaba visiblemente con la pérdida de sangre y la pesadez de la atmósfera, ardiente como una llama.

Los ojos de sus discípulos amigos y familiares lo abrazaban con sus miradas llenas de ansiedad y desesperación, esperando en vano que a una palabra suya se abrieran los cielos, y legiones de arcángeles justicieros bajaran como enjambre de pájaros luminosos para arrancar al Ungido de su patíbulo infame.

Pero el alma del Cristo flotaba sin duda por horizontes lejanos, o su clarividencia le presentó con vivos colores las consecuencias del crimen que los dirigentes de Israel cometían, porque su voz doliente exhaló un gemido como un sollozo para decir:

"¡Perdónalos Padre, porque no soben lo que hacen!".

Algunas voces amigas clamaban entre sollozos:

-¡Hijo de Dios!... ¡Mesías de Israel!... ¡Acuérdate de mí cuando estés en tu Reino!... .

-¡Llévanos Señor contigo!... . ¡No queremos la vida sin ti!... .

¡Hasta los elementos estallan de furor contra los verdugos del Hijo de Dios!... .

Pero estas y otras frases, al igual que las plegarias y los llantos se perdían entre el estampido de los truenos, el chocar de las piedras que saltaban a gran distancia, y el crepitar de las ramas que los fuegos sagrados de Vercia, iban reduciendo a cenizas... .

Un jinete de turbante y manto blanco que el viento agitaba como alas que volasen desesperadamente, se apeó al pie de la montaña y fue a caer de rodillas en lo alto de la explanada donde habían levantado los cadalsos.

Levantó su mirada a los cielos y luego sus ojos negros y profundos se posaron con infinita angustia en aquel rostro amado, en el cual ya aparecían las huellas de la muerte.

Era el Scheiff Ilderín que acababa de llegar de Jericó, adonde le llevaron la terrible noticia, cuando se disponía a entrar con sus valientes jinetes árabes para proclamar al Ungido del Señor como Rey de Israel.

El terror se apoderó de toda aquella enorme multitud, cuando un espantoso trueno hizo estremecer la montaña, y en la negrura de los cielos, el siniestro resplandor del rayo apareció como una serpiente de fuego que se rompía en la inmensidad.

Los que estaban más próximos al divino Mártir le oyeron decir:

-¡Padre mío!... . ¡Recibe mi espíritu!. Todo fue consumado.

La hermosa cabeza sin vida se inclinó como un lirio tronchado por el vendaval.

Recién entonces, Judá, Faqui, Ilderín, Simónides, sus discípulos, amigos y pueblo, comprendieron que ya no tenían nada que esperar.

Entonces se desató como un huracán el furor de Judá, de Faqui, de Ilderín, de Vercia, que había subido con los suyos con hachones ardientes para iluminar las tinieblas.

Con los pilus o lanzas, con jabalinas, con látigos, hicieron rodar montaña abajo las literas de púrpura y oro de los magnates del Templo.

-¡Fuera de aquí, lobos hambrientos!... . ¡Atrás vampiros, mercaderes del Templo, antes que haga aquí una carnicería con todos vosotros! -gritaba enfurecido Judá.

Las mitras, las tiaras, los tricornios brillantes de pedrería salían volando, mientras sus dueños a saltos bajaban la montaña como lebreles, acobardados a la vista de los leopardos. Sus esclavos huían despavoridos ante el jinete del turbante blanco y el Centurión del caballo retinto que no daban tregua a los que poco antes vociferaban con burlas soeces y salvajes gritos.

-¡Ya no está Él para verme!... -gritaba como enloquecido Judá-. ¡Sus ojos están cerrados y no me imponen silencio!... . ¡Fuera de aquí malvados!... . ¡Ahora soy yo la justicia de Dios para acabar con todos vosotros!... .

Vercia la Druidesa gala, había hecho un imponente fuego sagrado al pie de la montaña trágica, con las literas y púrpuras sacerdotales y las zarzas secas de los barrancos. ¿No era aquel árido peñasco, un altar en que había sido inmolado el Hombre-Luz, el Hijo del Gran Hessus?.

El pueblo se desbandaba a todo correr, presa de horrible pánico y la policía montada iba a retirarse también.

Cuando solo quedaban en el recinto de la tragedia los familiares, discípulos y amigos, Judá se quitó el casco, coraza y cota de mallas y lo entregó a Longhinos diciéndole: "Dirás al Gobernador que he terminado mi papel de militar". Longhinos le saludó militarmente y al frente de las fuerzas, bajó la colina ennegrecida de sombras pensando: "El Gobernador romano y el Sanhedrín judío, se hundirán en igual abismo, porque unidos ajusticiaron a un Dios encarnado, superior a los dioses del Olimpo".

El príncipe Judá acercó entonces su caballo al cadalso del Cristo y poniéndose de pie sobre la montura, unió su cabeza trastornada, con aquella otra cabeza ya sin vida y rompió a llorar a grandes sollozos que despertaron ecos en los huecos de la montaña y en los corazones que le escuchaban... .

-¡Jhasua!... ¡amigo mío!, ¡mi Rey de Israel!... ¡mi sueño de toda la vida!... . ¡Hoy moriré también contigo porque no quiero, no!, ¡ni un día más de vida en esta tierra de crimen y de infamia!... .

Faqui vio brillar en su diestra un pequeño puñal y de un salto subió al caballo y le tomó fuertemente la muñeca, mientras le decía:

-¡Judá, amigo mío!... . ¿No sabes que el Hijo de Dios no ha muerto, ni puede morir jamas?.

"Ahora más que nunca debemos vivir por Él y para Él; para que su nombre se esparza como reguero de estrellas sobre toda la tierra.

Un temblor nervioso se apoderó de Judá que sintiendo que todas sus fuerzas le abandonaban, se dejó caer en los brazos de Faqui y unos momentos después, el noble y valiente príncipe Judá se hallaba tendido sobre una manta al pie del patíbulo en que había muerto su Rey de Israel. La violenta crisis le produjo un pesado letargo.

Pequeños bultos sombríos se veían aquí y allá, y entre aquellas tinieblas ni aún los amigos se reconocían.

La dolorida madre apoyada en su hermano Jaime, se había acercado hasta la cruz en que estaba muerto su amor, y sus manos heladas buscaron a tientas los pies heridos y húmedos de sangre, de aquel Hijo Santo por el cual tanto y tanto había padecido durante toda su vida.

En este acercamiento, la infeliz madre percibió un objeto que no se movía, al mismo pie del madero. En sus pies sentía el calor de ese otro cuerpo, que sólo parecía un pequeño bulto en la obscuridad. Era María de Mágdalo que abrazada al madero desde que llegó, estaba con su cabellera empapada en sangre y sumida en un atolondramiento muy semejante a la demencia.

Nebai era otro bulto en las tinieblas, abrazada con sus dos hijitos, el uno de ocho años y el otro de cinco.

Llorando amargamente les hacía repetir las palabras del Salmista:

"Dios tenga misericordia de nosotros y nos bendiga: haga resplandecer su gloria sobre las tinieblas".

"¡Sálvanos Dios Señor nuestro, porque aguas amargas han penetrado hasta el fondo del alma!".

"¡Oh Jehová!... ¡a ti clamamos!, ¡escucha esta voz que te invoca!".

"¡Elevada sea mi oración delante de Ti como un perfume, y el don de mis manos como la ofrenda de la tarde!".

Los moradores de la apacible Bethania, Martha, Lázaro y la pequeña María, habían llegado los últimos, como para recoger en sus corazones llenos de angustia las postreras palabras del Mártir:

"¡Padre mío, recibe mi espíritu!... . ¡Todo fue consumado!".

Martha cayó de rodillas y hundió su cabeza en el polvo murmurando entre sollozos:

"¡Que Dios tenga misericordia de nosotros!... ¡Señor!... ¡Señor!... .

"Mira la grandeza de tu Hijo y no la maldad de los hombres!... .

"Mira su amor y no nuestra iniquidad!... .

"Misericordia y piedad Señor!... .

El rumor de sus palabras se perdía entre el llorar desconsolado de aquel centenar de personas, que se movían como fantasmas en torno al Hombre-Dios suspendido en la cruz.

Lázaro se quedó quieto y mudo como una estatua, a pocos pasos del cadalso del gran amigo que había curado sus dolores morales y físicos, y cuyo acercamiento fue para él como el comienzo de una vida nueva.

La pequeña María, tímida y medrosa fue acercándose lentamente hacia el grupo central que lloraba al pie de la cruz. Y cuando a la luz temblorosa del fuego sagrado de Vercia, reconoció en aquella faz lívida, el dulce rostro del Maestro, exhaló un gemido de agonía y cayó sin sentido sobre el regazo de Verónica que sentada en el duro suelo, rezaba y lloraba.

La pobre niña no volvió en sí hasta algunas horas después.

José de Arimathea y Nicodemus habían vuelto a la ciudad a pedir al Gobernador el permiso necesario para bajar al Maestro del madero y darle sepultura esa misma noche, en vista de que al siguiente día no permitía la Ley hacer ese trabajo.

Obtenido el permiso, los hombre más jóvenes y fuertes procedieron a descender aquel amado cuerpo que tantas fatigas había sufrido por consolar a sus semejantes.

Melchor y Gaspar previendo aquel momento, habían traído en sus literas las vendas y lienzos de lino exigidos para la inhumación.

Con los asientos de las literas en que fueron conducidos los ancianos, se formó un estrado cubierto con un blanco lienzo y allí depositaron a Jhasua muerto.

¡Miryam su madre, puesta de rodillas, pudo por fin abrazarse a la amada cabeza de su Hijo, y besar sus ojos cerrados, su frente, su boca, sus mejillas como sin con el calor de sus besos quisiera inyectarle de nuevo la vida!... .

Los hombres y las mujeres, ancianos y niños desfilaron conmovidos en torno a aquel humilde féretro, en que yacía el cuerpo inanimado del Mártir, que la noche antes les repartía el pan y el vino y les abrazaba en una postrera despedida.

Sus últimas palabras resonaban en las almas doloridas como los trenos dolientes del que parte para no volver:

"Donde yo voy, vosotros no podéis seguirme por ahora".

"Os dejo mi último mandamiento:

"Que os améis unos a otros como yo os amo".

"Me buscaréis y no me hallaréis. Pero no os dejo huérfanos, porque mi Padre y yo, vendremos a vosotros si os amáis como Él y yo os amamos".

¡Pedro recordaba que había negado esa noche a su Maestro, y arrodillado a sus pies los besaba mil veces y los bañaba con sus lágrimas que parecían no agotarse jamás!... .

¡Juan recostó un momento su frente sobre aquel pecho desnudo donde más de una vez había apoyado su cabeza, y había escuchado el latir de aquel gran corazón, que entonces estaba mudo!... .

Helena y Noemí, tuvieron la idea de cortar algunos rizos de la cabellera del Profeta y repartirlos después en hebras de oro como triste recuerdo de aquel ser tan querido, que no había sido sólo el resplandor de un sol entre ellos, sino que había tenido vida de hombre... les había amado como hombre, y les había consolado como amigo, y enseñado como Maestro.

El pensar que no le tenían ya más, les enloquecía de angustia y nuevos coros de sollozos ahogados, despertaban ecos en la montaña sombría, donde el fuego sagrado de la Druidesa gala daba reflejos de oro y sangre a la dolorosa escena final.

Los diez hombres más ancianos de aquella fúnebre reunión se encargarían de ungir el cadáver con los óleos aromáticos de costumbre y envolverlo en el sudario espolvoreado de incienso, mirra y áloe: Gaspar, Filón, Elcana, Josías, Alfeo, José de Arimathea, Pedro, Simónides y el tío Jaime.

La dulce madre ungió la cabeza de su Hijo con los raudales de su llanto inconsolable, y la cubrió con el velo blanco que se quitó de la suya.

Los discípulos jóvenes habían explorado las inmediaciones de la montaña a la luz de las antorchas, en busca de una gruta nueva, que un familiar de José de Arimathea había adquirido y arreglado para sepultura de los suyos.

Sobre un lecho formado con veinte brazos unidos por las manos, los hombres jóvenes condujeron el cadáver a esta sepultura provisoria, ya que la noche les impedía llevarlo al panteón sepulcral de David, sobre el cual tenía derechos hereditarios el príncipe Sallún de Lohes.

Conduciendo a su gruta sepulcral el cadáver de Jhasua, que había soñado con la igualdad humana, vemos las manos unidas de príncipes, pastores, jornaleros, doctores y hasta un esclavo.

El Hach ben Faqui, el Scheiff Ilderín, Gamaliel, Nicodemus, Nicolás, Felipe, Juan, Marcos, Jacobo y Bartolomé, Othoniel, Isaías, Efraín, Gabes, Nathaniel, Shipro y Boanerges, Zebeo y dos jóvenes discípulos de Melchor.

Los hombres de edad seguían el cortejo fúnebre, recitando los trenos de Jeremías, y llorando silenciosamente.

Sólo el príncipe Judá no pudo seguir tras del cadáver de su Rey de Israel, porque tendido aún sobre una manta al pie del cadalso, rodeado por su madre, su esposa y sus dos hijitos, parecía luchar entre la vida y la muerte.

Su inmovilidad completa, su respiración apenas perceptible, y los débiles latidos de su corazón, hacían temer a los suyos, que aquella vida no tardaría en extinguirse.

Este doloroso incidente dio motivo a que todos se dirigieran al palacio Ithamar. Los ancianos en literas, y los jóvenes a pie, era aquello como una triste procesión de fantasmas sombríos atravesando caminos y barrancos, y luego las obscuras y tortuosas calles de Jerusalén sumidas en profundo silencio.

Las trágicas impresiones del día, la noche obscura y tormentosa, las patrullas de soldados que recorrían las calles para evitar sublevaciones populares, todo flotaba como un hálito de pavor sobre la ciudad de los Profetas mártires y de los reyes homicidas.

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