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biografía de la autora

 

 

ARPAS ETERNAS
PARTE DEL CAPÍTULO:
YHASUA Y NEBAI

 

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La Luz Eterna, esa divina maga de los cielos infinitos, que ve y sabe todas las cosas aun las más secretas y ocultas, nos contará con su fidelidad acostumbrada lo que Yhasua de diecisiete años realizó con Aarón y Seth, de diecinueve cumplidos.

El grande y esclarecido Espíritu de Luz, que tenía sobre sí, el peso enorme de la humanidad, pasaba algunas tardes a la puesta del sol, sentado en un silloncito de plátano y juncos ante los carritos rodantes de los dos muchachos retardados.

¿Qué comparación tenía esta amistad con la amistad de Nebai, la espléndida flor de oro que había encontrado prendida en los platanares que rodeaban la casita de piedra de Arvoth el escultor?

Yhasua, psicólogo profundo que empezaba a leer en las almas como leía en los amarillentos papiros, encontró la más tierna y emotiva comparación.

—Nebai –decía él–, es la flor de la dicha y del amor, y no puede estarse cerca de ella sin percibir poderosas y fuertes, esas dos vibraciones reflejos puros de la Suprema Belleza: la dicha y el amor. Ella surgió a la vida física del amor y la dicha de sus padres, que se reunían de nuevo después de una dolorosa y cruel separación. Se habían creído muertos, la desesperación más espantosa hizo presa en ellos. De pronto se abren las nubes, los cielos clarean y la tormenta es arrastrada lejos por el fresco viento de un amanecer nuevo.

¿Cómo no había de ser Nebai lo que era, flor de dicha y de amor, como hecha a propósito para servirle de agente al amor redentor y benéfico, de que me siento inundado y desbordante?

Así pensaba Yhasua una tarde sentado ante los carritos de ruedas de sus dos silenciosos amigos, Seth y Aarón, que tejían con admirable ligereza cestas de caña y juncos, que su padre vendía luego a los labriegos de Naím, de Canaán y de Mágdalo, cuando se acercaba la recolección de frutas y legumbres.

Y su pensamiento continuaba como tejiendo una divina red de oro y seda en que iban quedando prendidas multitud de almas, que la Eterna Ley ponía en su camino de Misionero.

— ¡Nebai!, ¡Nebai!, fresco panal de miel que el Padre puso en mi camino para que yo endulce las aguas salobres que bebe la humanidad. Tú tienes que venir aquí donde la tristeza ha echado raíces como la cizaña que ahoga las semillas del labrador.

“En las ruinas de Dobrath hemos hecho amanecer un día nuevo, y la alegría y el amor de que hemos inundado aquel sombrío valle, predispone los cuerpos y las almas a la salud y a la paz. ¡Nebai!..., ¡tú tienes que venir aquí, y estos dos seres echarán a correr por los campos sembrados, como cervatillos que van en busca de la madre que les llama con sus senos rebosantes del elixir de la vida!”

La concentración de Yhasua en este pensamiento se fue haciendo más y más profunda. Su alma sentía apremio de espantar la tristeza de aquellos dos jovenzuelos que movían ágilmente sus manos tejiendo el junco, y sus piernas permanecían quietas, inmovilizadas por un mal que vino junto con su nacimiento.

Los últimos resplandores del sol poniente envolvían en tenues gasas de amatista y ópalo, el paisaje de colinas verdeantes y florecidas.

De pronto se abrieron las trepadoras que cercaban el patio de la cabaña, y apareció ligera y grácil, asustada y nerviosa, una linda gacela que lucía en el cuello un lazo encarnado.

Yhasua daba la espalda hacia aquel sitio, pero los dos hermanos la vieron, gritando al mismo tiempo:

—Ya estás aquí, ladrona de castañas. –Yhasua se dio vuelta y vio a la gacela que reconoció enseguida. Era la gacela de Nebai.

—Silencio –dijo–, no la espantéis. Su dueña no debe estar lejos porque la he llamado.

Los dos muchachos se miraron sin entender palabra.

Yhasua ejerció presión con su pensamiento sobre el hermoso animalito, que no huyó cuando él se le acercó con suavidad.

—Te has escapado de la tutela de tu guardiana y vienes aquí. Aquí te llaman ladrona de castañas, pero tú aprenderás también a no hurtar como manda la Ley. –Y Yhasua se acercó tanto que pudo rodearle el cuello con sus brazos–.

“¿Dónde está Nebai?, ¿lo sabes?

—Estoy aquí –dijo la hermosa adolescente, abriendo las enredaderas florecidas de campánulas azules, que formaban hermoso marco alrededor de aquella cabecita de oro. Sonreía como siempre.

—Mi Chispa me hizo correr tanto, que por alcanzarla estoy toda fatigada –decía Nebai, dejándose caer sobre el verde césped.

—Es la niña de Arvoth el escultor –dijo Yhasua a los muchachos.

—Sí, sí, la conocemos. Algunas veces vino a buscar queso y leche –contestó uno de ellos.

—Con mi pensamiento, te he llamado desde hace rato, Nebai.

—Y yo a mi vez –decía la niña–, sin saber por qué, pensaba en ti, sin imaginar que estuvieras aquí. Te creía en el Santuario entregado a tus largos estudios.

—Ya ves, Nebai, cómo nuestro pensamiento ha formado una corriente que podemos hacer más y más fuerte, en beneficio de los que padecen.

— ¡Siempre tú pensando en los que padecen!, –exclamó la hermosa niña mirando a Yhasua como se mira a esa estrella vespertina que suele anunciarnos la pronta llegada de la noche–. ¿Se puede saber cuándo será la hora de que pienses en ti mismo y te sientas feliz y dichoso como yo?

—Esa hora no sonará nunca para mí en la Tierra, Nebai, ¡nunca!, ¿lo oyes?

Y al decir así, los hermosos ojos de Yhasua se entornaron como para que su interlocutora no leyera en el fondo de su pensamiento.

La hermosa gacela se había echado también sobre el césped junto a su ama, y Yhasua apoyado en el tronco de un árbol, parecía irse sumergiendo en un suavísimo ensueño que lo apartaba del mundo exterior.

— ¡Yhasua!, –díjole la niña–. Yo comprendo que tú eres todo diferente de las demás personas que viven en la tierra. Y más de una vez me he preguntado: ¿Por qué Yhasua mira todas las cosas como si fuera ya un hombre maduro, cargado de experiencia y de reflexión? Y no sé darme la contestación. ¿Me la puedes dar tú, Yhasua?

— ¡Nebai! Tú estudias la Ley de Moisés y los libros de los Profetas. ¿Verdad?

— ¡Oh, sí! Fue de muy pequeñita que mi madre me los enseñaba y explicaba, porque ella estuvo tres años con las viudas del Templo antes de casarse con mi padre. ¿Por qué me preguntas esto?

—Pues porque si has estudiado la Ley de los Profetas, debes saber lo que forma el cimiento y coronación de ese templo de la Divina Sabiduría que ayuda a los hombres a andar en la vida por los senderos de Dios.

— ¿Y te parece que yo no ando por los senderos de Dios?

—No digo eso, Nebai. Quería solamente darte la contestación a tu interrogante. La ley dice: “Amarás al Señor Dios tuyo, con toda tu alma, con todas tus fuerzas, y al prójimo como a ti mismo”. Si yo quiero ser fiel cumplidor de la Ley, no puedo, Nebai, ser indiferente para el dolor de mi prójimo. Su dolor debe ser mi dolor. Su llanto debe quemar mis entrañas. Sus angustias y sus desesperaciones deben sacudir mi corazón, que no encontrará momento de reposo hasta ver aliviados todos aquellos dolores.

“Mira, Nebai, ese cuadro a pocos pasos de nosotros”.

Y Yhasua llevó su mirada a los dos hermanos que seguían tejiendo junco, inmóviles en sus carritos de ruedas y con sus rostros pálidos y tristes de enfermos incurables.

— ¡Sí, es verdad!, –dijo la niña–. Debe ser algo terrible estar así paralizados sin poderse valer de sus pies para nada.

— ¡Y bien, Nebai! ¿Puedo ser yo feliz y dichoso mientras ellos beben el cáliz amargo de su impotencia? ¿Amaré yo a mi prójimo como a mí mismo dejándoles solos con su dolor, mientras yo gozo de todos los bienes y alegrías de la vida?

“Ya tienes dada la contestación a tu interrogante, Nebai.

“¡Ya sabes por qué la hora de la dicha y la alegría no sonará jamás para mí en esta Tierra!

“No puedo reír y gozar cuando otros lloran y sufren. ¿Comprendes, Nebai? ¡No puedo!”

Y Yhasua levantó su mirada a la azul inmensidad, cual si preguntase al Infinito por qué sólo él sentía tan honda la casi infinita pesadumbre del dolor de sus semejantes.

Una corriente de profunda emoción pasó en ese instante del alma de Yhasua hacia la de Nebai, que entristecida quizá por primera vez en su vida, inclinó su cabecita rubia, y dejó correr lágrimas silenciosas que fueron a caer sobre el cuello de su gacela Chispa, que había recostado su cabeza sobre las rodillas de su ama.

De pronto miró a Yhasua apoyado siempre sobre el tronco del árbol, y le apareció como envuelto en una suave claridad, que no podía definir si era la luz del sol que se ponía. Vio sus ojos llenos de llanto que no corría, porque estaban fijos en un punto de las nubes purpurinas y doradas del atardecer.

—Ahora te comprendo, Yhasua, –dijo a media voz la niña, de pie ya y acercándose hacia él–. Ahora sufro contigo por los que sufren, y lloro también por los que lloran. ¡Tú eres un ángel de Jehová venido a la Tierra para aliviar los dolores humanos!... ¡Ahora comprendo que no eres un hombre como los demás!... ¡No sé lo que eres, Yhasua! ¡Acaso el misterio de Jehová cubriendo la Tierra! ¡El Amor de Dios embelleciendo la vida!...

Yhasua tomó la diestra de Nebai y la llevó hasta los dos jóvenes paralíticos.

Un silencio solemne y grave se esparcía en el ambiente saturándolo todo de recogimiento y casi de pavor.

Parecería que un formidable soplo de misterio, de divinidad, de majestad suprema, se cerniera sobre los seres y las cosas.

— ¿A dónde me llevas?, –preguntó a media voz la niña dejándose conducir.

—Al altar de Dios, Nebai..., hermana mía; ¡donde tú y yo seremos los sacerdotes del Señor, usando de su poder y de su bondad, aliviando el dolor de los que sufren!

Los dos jóvenes Aarón y Seth les miraban acercarse lentamente, y como absortos en un pensamiento que no llegaban a comprender.

— ¡Nebai!..., seamos capaces de amarles como a nosotros mismos y ellos serán dichosos, –díjole Yhasua, y puso sus manos sobre la cabeza de ambos enfermos.

Los ojos de Nebai se cerraron como al impulso de un suave sopor, y puso sus manos sobre las de Yhasua.

— ¡Aarón y Seth!, –dijo Yhasua en alta voz y con una emoción que le hacía temblar–: ¡Sed dichosos, con salud y energía, con vitalidad y con fuerza, porque os amamos como a nosotros mismos y porque Dios nos ama a todos como a Sí Mismo!

La voz de Nebai suave como el arpegio de una lira, iba repitiendo las palabras de Yhasua, cual si fuera el eco de ellas mismas que volviera a resonar más dulce, más íntimo, más sugestivo.

Algo así como una sacudida eléctrica estremeció a los dos inválidos, que poseídos de profunda emoción se echaron en brazos uno del otro, como si entonces comprendieran la desgracia que les tenía amarrados a sus carritos de ruedas.

El tiempo que este estado intenso duró en los seres que actuaron, no lo podemos precisar, pero cuando todo volvió a su estado normal, Aarón y Seth tomados de las manos de Yhasua se incorporaron lentamente y se pusieron de pie, ante los atónitos ojos de Nebai que no podía creer lo que veía.

Yhasua les dejó sin sostén unos momentos. Ambos como electrizados, miraban con ansiedad profunda a los ojos de Yhasua, que les miraba sin pestañear.

—Ahora quiero que andéis hacia mí –les dijo, retirándose a tres pasos de ellos.

Ambos se apoyaron uno en el otro tomándose de las manos, y algo vacilantes aún, obedecieron el mandato de Yhasua que iba retirándose lentamente obligándolos a seguir caminando hacia él.

Cuando llegaron, se colocó él entre los dos diciéndoles:

—Apoyaos en mis brazos y vamos juntos al hogar donde vuestra madre nos dará la cena.

Y continuaron andando, aunque sumidos todos en ese pavoroso recogimiento, mudo y silencioso de los acontecimientos grandes, inesperados e inexplicables, para quienes desconocen la fuerza ultra poderosa de una voluntad, puesta a tono con el más intenso y desinteresado amor.

Nebai reaccionó la primera y corrió hacia la cocina gritando con todas sus fuerzas:

— ¡Madre Beila!... ¡Vuestros hijos dejaron los carritos y caminan solos! ¡Venid a verlos!

La anciana salió sin entender los gritos de la niña.

Al ver el cuadro inesperado de sus dos pobres hijos débiles y paliduchos, andando apoyados en los brazos de Yhasua, esbelto, erguido como un joven roble de firme tallo, la buena mujer comenzó a llorar y reír como bajo la acción de una crisis histérica.

— ¡Milagro de Jehová!... ¡Dios ha bajado a nuestra cabaña!... ¡No puedo creer lo que veo!... ¡Tobías!... ¡Tobías!... ¡Tobías!...

Y la pobre madre cayó sin sentido sobre montones de lana que ella misma puso a secar aquella mañana.

Tobías que escardaba sus hortalizas y regaba y removía sus plantaciones, oyó las voces de su mujer llamándole y corrió a ver que nueva desgracia venía sobre su hogar.

Nebai socorría en ese instante a la pobre madre, que no había resistido con serenidad al estupendo espectáculo de ver andando a sus dos hijos tullidos de nacimiento.

Tobías miraba a sus dos hijos y a su mujer sostenida por Nebai. Lo comprendió todo y cayendo de rodillas en medio del patio se cubrió el rostro con ambas manos y comenzó a llorar a grandes sollozos.

Yhasua, inmutable, sereno, impávido como si nada viera de cuanto pasaba, continuó caminando con ambos enfermos hasta llegar con ellos a donde Beila había caído.

— ¡Madre, madre!, –exclamaron ambos muchachos inclinándose hacia ella–. Mirad que de verdad estamos curados.

— ¡No puede ser!..., ¡no puede ser!, –decía entre sollozos la madre.

— ¡Sí, que es, Beila!... ¿Acaso Dios ha perdido el poder de hacer dichosos a sus hijos?, –le dijo Yhasua tomándola de una mano–. Levántate y pon el blanco mantel de tu mesa porque hemos sido obreros del Padre Celestial y nos hemos ganado el jornal. ¡Tobías!..., ya el Señor sabe tu agradecimiento y tu amor, acércate y abraza a tus hijos a quienes el amor ha hecho felices.

Y Yhasua, de pie junto a Nebai, asistió conmovido al íntimo abrazo de aquellos padres felices con sus dos hijos ya curados de su mal.

—Mi amor y el tuyo Nebai –díjole Yhasua a media voz–, fue el poderoso imán que trajo sobre esta buena familia todo el Bien que emana de Dios.

“Ahora hemos sido capaces de amarles como a nosotros mismos y el Señor ha compensado nuestra fidelidad a su Ley.

Aarón y Seth fueron de los primeros seres de la especie humana que curó el Verbo encarnado en la última etapa de su mesianismo en la Tierra.

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