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biografía de la autora

 

 

ARPAS ETERNAS
PARTE DEL CAPÍTULO: YHASUA EN JERUSALÉN

 

 

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“¡Háblame Nazareno!..., –continuó el Comandante–. ¿Qué quieres que haga por ti? Ayer me veía al borde de la tumba y hoy me veo sano y fuerte gracias a ti. ¡Y me has obligado a callar!

— ¡Naturalmente! –contestó el Maestro–. ¿Qué necesidad tengo yo de llamar la atención con hechos que no pueden ser comprendidos por las muchedumbres?

“¡No me interesa ser conceptuado como mago, lo cual despierta el recelo y la desconfianza ahí dentro!... –Y al decir así, Yhasua señalaba hacia el templo–.

“Así, ya lo sabes, Comandante; si me quieres bien, no hagas comentarios de tu curación.

—Bien, Profeta, bien; se hará como tú quieras.

—Te he dicho hace un momento que sólo soy feliz cuando hago el bien a mis semejantes –continuó Yhasua–. Yo necesito de ti para remediar un dolor muy grande.

—Si está en mí el poder hacerlo, cuenta con que ya está hecho.

—Te ruego me digas si en los calabozos de la Torre están enterradas vivas dos mujeres, madre e hija, desde hace siete años.

—Te digo la verdad; aún no lo sé. Sólo hace veintiocho días que fui trasladado de Antioquía aquí; y estoy revisando los registros de los presidiarios. Hasta ahora no encontré ninguna mujer. Aún faltan todos los calabozos subterráneos, y no es de suponer que hayan bajado mujeres allí.

“¿Sabes por qué delito fueron traídas aquí?

—Por el delito de tener una cuantiosa fortuna que ha pasado en gran parte a las arcas del Gobernador Graco –contestó Yhasua, con gran firmeza.

— ¡Nazareno!... ¡Qué graves palabras acabas de pronunciar! –Y el militar se levantó a observar si en los corredores vecinos había alguien que hubiera podido escuchar.

Encontró al soldado que guardaba la entrada y que era uno de los ayudantes en la carrera que casi costó la vida a tres hombres.

—Gensius, ven acá –le dijo–. ¿Has reconocido a este hombre?

—Sí, es el Profeta que nos curó –y acercándose a Yhasua le besó la mano.

— ¿Has oído la afirmación que él ha hecho referente al Gobernador?

—Sí, Comandante, la he oído, pero como no soy un mal nacido, puede él estar seguro que yo no la repetiré. Además, en Antioquía oí referir uno de los casos en que se acusa al Gobernador de haber tratado con los piratas el asesinato de un príncipe judío para apoderarse de su fortuna. Lo declaró a gritos uno de los piratas apresados cuando lo llevaban a ahorcar.

“Y así puede muy bien ser que esas dos mujeres que busca el Profeta, sean de la familia del príncipe asesinado.

—Justamente –contestó Yhasua–, son la viuda y la hija del príncipe Ithamar, hijo de Abdi-Hur.

“Si se les despojó de cuanto tenían, es doble crimen sepultarlas vivas en un calabozo, y de esto hace ya siete años.

—Yo sé que muchas quejas llegaron al Cónsul de Antioquía, pero aún lo sostiene el ministro favorito de César, casado con una hermana de Graco –continuó diciendo el militar–.

“Yo he venido aquí dependiendo directamente del Prefecto de Siria, gran amigo del Cónsul, y tengo mando en la ciudad de Jerusalén, en esta Torre y en la Ciudadela de la Puerta de Jaffa, –luego añadió–:

“Gensius, llama al guardián de los calabozos –extendió enseguida una mampara corrediza que dejó ocultos a Yhasua y Faqui–.

“Aquí podéis oír pero no hablar –les dijo.

A poco se sintieron los pasos de dos personas que entraban.

—Guardián –le dijo–, en la pasada semana me pediste una licencia para atender un negocio tuyo en Sidón, y no la di por no serme posible entonces. Te la doy ahora por los días que necesites.

—Gracias, Comandante.

—Te reemplazará Gensius por los días que faltes. Aún no revisé todos los registros. En los calabozos subterráneos, ¿hay peligrosos recomendados?

—Sí, Comandante, en el calabozo número cinco, único al cual recibí orden de no entrar ni para hacer limpieza nunca, porque son tres presos que poseen un grave secreto de Estado, por el cual se les retiene allí para toda la vida. El que recibe la comida y agua para los tres, tiene cortada la lengua y no puede hablar.

“Los demás son delincuentes comunes, asesinatos, asaltos en los caminos, etc.

—Bien, enseña a Gensius la forma de hacer el servicio y dale el croquis de los pasillos y corredores, y las llaves de los calabozos.

“En la tesorería te pagarán el mes que corre, y cien sestercios más, como óbolo por tus buenos servicios. Con que, buena suerte, y que te diviertas.

—Gracias, Comandante, que los dioses te sean propicios.

Salieron ambos, y la mampara fue descorrida de nuevo.

Yhasua extremadamente pálido, parecía sumido en profunda meditación.

— ¿Has oído, Nazareno? –le preguntó el Comandante.

—He oído, sí, he oído. Dime Comandante, aunque seas romano, ¿qué son tus compatriotas en medio del mundo? ¿Hombres o fieras?

El militar comprendió que Yhasua padecía intensamente, y dulcificando su voz le dijo:

— ¡Nazareno!..., he comprendido que tú eres un hombre que está muy por encima de los demás. Tú no puedes comprender a los hombres, sean romanos o no, porque todos son iguales cuando tienen el poder y la fuerza. Hoy es Roma, antes fue Alejandro, Nabucodonosor, Asuero, los Faraones...

“Tú no eres de este mundo, Nazareno, y no sé si serás un dios desterrado, o un ángel de esos que los árabes descubren a veces entre las palmeras de sus oasis en medio de los desiertos.

“Sea lo que fuere, mi vida la tengo por ti, y haré cuanto pueda por complacerte.

“Dentro de unos momentos bajaremos a los calabozos si deseas ver por ti mismo a los penados.

“Creo que tu amigo es de confianza –añadió mirando a Faqui.

—Sí, Comandante, de eso no dudes.

“Vamos a donde quieras, basta que pueda aliviar los horrores que entre estos muros se esconden.

Gensius volvió con un grueso llavero y con la tablilla en que estaba grabado el croquis de los calabozos.

—El guardián se ha marchado y la primera puerta para bajar a las galerías es esa –dijo señalando un pequeño recuadro que apenas se percibía en el muro del corredor vecino al despacho en que estaban.

—Abre y bajemos –ordenó el Comandante.

Un nauseabundo olor a humedad salía de aquella negra boca, que presagiaba horrores entre tinieblas densísimas.

Gensius encendió una lámpara que estaba a la entrada y comenzaron a andar por un corredor estrecho, luego la primera escalera, un recodo, otra escalera, más corredores y pasillos; torcer a la derecha, torcer a la izquierda, viendo al pasar puertecitas de hierro con grandes cerrojos donde un gruñido, un grito, una maldición les avisaba que allí había un ser humano cargado de odio, de angustia, de desesperación. Pero no aparecía mujer ninguna.

—Sólo falta éste –dijo por fin Gensius, alumbrando con su linterna el número 5, señalado en el croquis–. Es el último calabozo de este corredor.

Abrió y entraron.

Tirado sobre un montón de paja, un bulto se incorporó. Entre los cabellos cenicientos enmarañados y la barba en iguales condiciones, brillaban dos ojos hundidos y de párpados enrojecidos y sanguinolentos.

Cubierto de harapos sucios en vez de frazadas, el infeliz temblaba de frío. Las uñas de las manos y pies como garras de águila, daban a comprender el tiempo que aquel hombre llevaba encerrado allí.

—También para ti ha llegado la hora de la libertad, si quieres ser un hombre de bien –díjole el Comandante–. ¿Cuánto tiempo llevas aquí?

El preso contó en sus dedos hasta siete. Dio un gruñido acompañado de una horrible mueca y señaló un postigo enrejado que se veía en un rincón del calabozo.

—Este debe ser el mudo –dijo Faqui.

El preso abrió la boca como una caverna vacía, negruzca y repugnante, que dejaba ver las aberturas de la laringe. Le había sido amputada la lengua.

Yhasua apretó el pecho con ambas manos para sofocar un gemido de espanto, de angustia, de horror.

— ¡Esto es la humanidad!... –dijo en voz muy queda que más bien se asemejaba a un gemido.

El infeliz mudo seguía señalando el negro postigo enrejado. Buscaron la puerta de dicho calabozo y se vio que había sido clausurada con piedra y cal.

El hombre mudo tomó al guardián la lamparilla y con temblorosos pasos se acercó al postiguillo y alumbró. Se oyó una voz débil que decía: ¡Una luz!..., ¡gracias, Dios mío, por el don de una luz!...

Era una voz de mujer, y todos los corazones se estremecieron de angustia.

—Quien quiera que seas –continuó la voz–, tráeme agua, que mi hija está devorada de fiebre y hemos consumido la que trajeron al amanecer.

— ¡Mujer!... –le dijo Yhasua con su voz saturada de piedad–. Hoy tendrás tu libertad y los brazos de tu hijo que te espera sano y salvo.

Se oyó un grito ahogado y el ruido sordo de un cuerpo que caía a tierra.

El Comandante, Gensius y Faqui, con extraordinario vigor, armados de picos retiraban una a una las piedras que cerraban la puertecilla del calabozo, produciendo una polvareda que casi ahogaba a los presentes.

Apenas el hueco dio cabida al cuerpo de un hombre, fueron penetrando uno a uno.

El cuadro era aterrador: dos cuerpos tirados en el suelo, entre pajas húmedas y sucios harapos, daban señales de vida en los estremecimientos que de tanto en tanto los agitaban. Tan escuálida la una como la otra, sólo se conocía cuál era la madre por el blanco cabello enmarañado que le cubría parte del rostro y de los hombros desnudos.

Yhasua y Faqui extendieron sus mantos sobre ellas, mientras el joven Maestro se arrodillaba para escuchar la respiración y los latidos del corazón. El Comandante había mandado ya por agua, pan y leche, que les fueron haciendo beber casi por gotas.

—Vete a las tiendas del mercado –le dijo a Gensius–, y trae ropas para dos mujeres y una litera doble con mantas.

Mientras tanto, Yhasua ya no estaba en la tierra. Su espíritu todo luz y amor, todo piedad y misericordia, estaba inyectando su propia vida en aquellos cuerpos casi moribundos.

Faqui no sabía qué admirar más, si el doloroso estado de aquellas infelices criaturas, o el amor de su joven amigo que se daba por completo al dolor de sus semejantes.

La madre, de naturaleza más vigorosa, reaccionó primero; pero Yhasua, colocando el índice en sus labios, le indicó silencio, señalando hacia la jovencita que estaba como sumida en pesado letargo. A poco rato entreabrió los ojos y buscó a su madre que la abrazó, rompiendo ambas a llorar a grandes sollozos.

— ¡Siete años!..., ¡siete años sin saber por qué! –decía la madre, al mismo tiempo que Gensius bajaba las escaleras con las ropas ordenadas por el Comandante.

—Trae las camillas y que la litera espere en la puerta del muladar –añadió. Faqui salió con el guardián, pues comprendió que el Comandante quería dar a todo aquello el aspecto de un entierro, o sea, que se sacaban de la fortaleza dos cadáveres para la fosa común llamaba el muladar.

Cuando las dos mujeres pudieron incorporarse y mantenerse en pie, Yhasua les acercó las ropas y se retiró al calabozo inmediato, donde el mudo, sentado en su montón de paja, roía un mendrugo de pan y un trozo de pescado seco.

— ¿Sabes tú quienes son estas mujeres? –le preguntó. El mudo movió negativamente la cabeza, y así, por hábiles preguntas, Yhasua comprendió que era sólo él quien poseía el grave secreto de Estado; que sus otros dos compañeros habían muerto, y Graco lo utilizó como instrumento para retener a las dos mujeres, sin que en la fortaleza se enterasen de su presencia. Era el mudo quien alcanzaba el pan y el agua a las dos prisioneras.

Mientras traían las camillas, la madre informó a Yhasua y al Comandante, que Graco mismo las bajó al calabozo, haciendo luego tapiar la puerta con dos esclavos galos de su confianza.

— ¿Tenéis a donde conducirlas sin llamar demasiado la atención? –preguntó el militar.

—A su propia casa, donde las espera el hijo de esta mujer –contestó Yhasua.

—Bien; llevadlas, y si más adelante fueran molestadas al saberse su libertad, decid que vengan a entenderse conmigo.

“Mañana mismo enviaré un correo al Cónsul Magencio en Antioquía, que hoy goza de todos los favores del César.

—Que Dios te dé todos sus dones, Comandante –díjole Yhasua estrechándole la mano–. Lo que haces por ellas por mi lo haces y yo te quedo deudor.

— ¿Y la vida que me diste?... –preguntó el militar–. ¡Profeta Nazareno!..., ¡no olvides nunca que tienes en mí un amigo verdadero para toda la vida!

Yhasua y Faqui con los dos soldados que juntamente con el Comandante había curado Yhasua, condujeron la litera cubierta hacia la puerta por donde salían los cadáveres de los presos fallecidos o ejecutados por la justicia. Era un hecho tan frecuente en la fortaleza que no llamó mayormente la atención. En el fondo de los calabozos se ejecutaba sin ruido a los condenados a la última pena. Dos más caídos bajo el hacha del verdugo, ¿qué significaba?

Cuando salieron de la fortaleza, los soldados quitaron la cubierta negra de la litera que indicaba la presencia de cadáveres en ella, y luego de caminar por una calleja solitaria, los dos soldados se retiraron para no ser vistos por los transeúntes.

—Profeta –dijo uno de ellos–, somos vuestros para todo lo que necesitéis, y aunque estamos al servicio del César, no somos romanos y sabemos lo que son las injusticias de Roma.

—Llamad a aquellos dos hombres que veis a la salida de esta calleja, que ellos son compatriotas nuestros, de Pérgamo, y ya están pagados para cargar la litera–. Y ambos entraron de nuevo a la fortaleza por la puerta llamada de los ajusticiados, cuyo tétrico aspecto crispan los nervios.

— ¡Cuántos seres humanos habían salido por esa puerta con su cabeza separada del tronco! –pensó Yhasua cuando vio a los dos soldados desaparecer tras ella, que volvió a cerrarse hasta que otras víctimas la obligasen a abrirse nuevamente.

Faqui corrió a llamar a los hombres que esperaban, y Yhasua levantó la cortinilla de la litera para ver las enfermas.

Las dos lloraban silenciosamente.

— ¿Quién eres que así te compadeces de nuestra desgracia? –le preguntó Noemí, cuyo aspecto físico había mejorado notablemente.

—Un hombre que quiere cumplir con la ley que manda amar al prójimo como a sí mismo.

—Bendeciremos tu nombre por todo el resto de nuestra vida –añadió la mujer.

—Mas, ¡cómo él lo oculta!... –dijo tímidamente la jovencita, cuya palidez extremada la hacía casi transparente.

Yhasua adivinó el deseo de ambas y les dijo:

—Soy Yhasua de Nazareth, hijo de Yhosep y de Myriam, familia de artesanos galileos, educados en el amor de Dios y del prójimo...

— ¡Yhasua!..., ¡que nuestro Dios te de la paz y la dicha para ti y los tuyos! –dijeron ambas mujeres llenas de emoción.

Faqui llegó con los dos hombres fornidos y gigantescos que se ganaban su pan conduciendo literas.

Detrás del palacio de la familia, había una explanada solitaria y sombreada por un bosquecillo de sicomoros, hacia donde se abría la puerta de los carros. Allí bajaron las dos mujeres y los conductores se llevaron la litera, no sin haber recibido antes un bolso de monedas que Faqui les obsequió.

Aunque con pasos todavía vacilantes y apoyadas en sus salvadores como ellas decían, pudieron llegar hasta aquella puerta trasera de su palacio, por donde en otra hora entraban y salían los carros y las bestias cargadas con los productos de sus campos de labranza.

Yhasua hizo resonar dos fuertes aldabonazos, cuyo eco sonoro se fue repitiendo por las galerías solitarias de la enorme mansión.

A poco se sintió descorrerse los cerrojos, y Eliacín con azorados ojos miraba sin creer lo que veía al entreabrirse apenas la puerta.

—Abre pronto –le dijo Yhasua, empujando él mismo la pesada puerta y haciendo pasar a las dos mujeres.

—Nadie ha aparecido a descubrir nuestro secreto –le dijo Faqui cerrando de nuevo, después de haber mirado en todas direcciones.

— ¿Está el príncipe Judá? –preguntó de nuevo Yhasua.

—Está en la alcoba de la ama, y duerme desde anoche.

— ¡Ama Noemí! ¡Amita Thirsa! –decía el fiel criado tocando suavemente los mantos oscuros que las envolvían, ocultando en parte aquellos amados rostros tan bellos en otra hora, y tan extenuados y mustios ahora...

Ni una ni otra podían pronunciar palabra porque la emoción les apretaba la garganta y llenaba de llanto sus ojos.

Cuando llegaron al gran pórtico de la escalera principal, ambas se dejaron caer sobre el pavimento tapizado de azul, como lo habían dejado en aquel triste invierno de su desgracia, y rompieron a llorar a grandes sollozos.

Shipro y su madre asomaron por el descanso de la escalera, y el muchacho bajó a toda carrera, porque adivinó lo que pasaba en el gran pórtico. La pobre criada, con más años, bajó lentamente, llorando y clamando como enloquecida.

Cuando calmó un tanto la tempestad de emociones, subieron en brazos a las dos enfermas hasta la alcoba de Noemí, donde Judá continuaba dormido.

La madre iba a arrojarse sobre su hijo para cubrirlo de besos y de lágrimas, pero Yhasua la detuvo suavemente:

—El sueño de tu hijo obedece a un mandato mental, porque era necesario para que no enloqueciera de dolor. Yo le despertaré.

Se acercó al durmiente y colocándole una mano en la frente y la otra sobre el pecho lo llamó por su nombre:

—Judá, amigo mío, despierta para abrazar a tu madre y a tu hermana que están a tu lado.

El príncipe se incorporó pesadamente y vio a Yhasua junto al diván.

— ¡Nazareno!..., ¡mi ángel tutelar!..., ¡ahora no es ilusión, sino realidad! –exclamó con vehemencia.

Y le tomó ambas manos.

Yhasua se apartó un tanto para que el joven viera aquellas dos mujeres tan amadas, y por las que tanto había llorado.

— ¡Hijo de mi alma!...

— ¡Madre inolvidable!...

— ¡Hermanita llorada!...

— ¡Judá querido!...

¡Todas estas frases se mezclaron con los sollozos, con los abrazos, con los besos enloquecidos, con las miradas que a través del cristal de las lágrimas interrogaban, suplicaban!

Los criados, de rodillas ante el dolorido grupo, lloraban también bendiciendo a Dios. Yhasua y Faqui se alejaron hacia un rincón de la alcoba sin poder articular palabra, pues sentían en su propio corazón las fuertes vibraciones de aquella escena final de la espantosa tragedia que había durado siete años.

— ¿Ves, Faqui? –decía Yhasua, cuando la emoción le permitió hablar–. Esta es la única dicha que yo gozo sobre esta tierra: el reunir en un abrazo a los que se amaban y que la injusticia humana había separado; el ver dichosos a mis semejantes... ¡Oh, qué hermoso es, amigo mío, sembrar de flores el camino de nuestros hermanos y encender luz en sus tinieblas heladas!...

— ¡Porque eres quien eres, piensas y sientes así, Yhasua, hijo de David!

“Cada día que pasa te comprendo más y se ahonda en mí la convicción de que eres el que Israel espera...

— ¡Nazareno de los ojos dulces, llenos de piedad!... Sólo tú podías vencer al odio y a la maldad de los hombres, para devolver la paz a esta infortunada familia –dijo Judá desprendiéndose de los brazos de su madre y de su hermana, a las cuales recostó en el diván.

Los criados sentados a sus pies besaban sus manos y sus vestidos, llorando silenciosamente.

—Judá, amigo mío –le dijo Yhasua cuando le tuvo a su lado–. Lo que yo hice por vosotros, podía hacerlo cualquier discípulo de Moisés que quisiera obrar conforme a la ley: Ama a tu prójimo como a ti mismo.

—Tus palabras son la verdad, pero ningún discípulo de Moisés hace lo que tú haces... ¡Nazareno!..., dime en nombre de Dios, ¿quién eres que así espantas el dolor y aniquilas al odio? ¡Dímelo!..., ¿quién eres?

Yhasua sostuvo con serenidad la mirada de fuego del príncipe Judá, pero guardaba silencio...

Faqui con su habitual vehemencia intervino, porque aquella escena le era irresistible.

— ¡Es el Mesías que Israel espera!..., ¿no lo habías comprendido?

— ¡Lo había presentido!... –dijo Judá con voz profunda, plena de amorosa devoción. Y doblando una rodilla en tierra, exclamó con su voz sonora de clarín de bronce que anuncia la victoria–:

“¡Dios te salve Rey de Israel!...”

La madre, la hermana, los criados se arrodillaron también ante aquella blanca figura, que irradiaba más que nunca el amor y la piedad de que estaba lleno su corazón. Yhasua que los miraba manso y sereno, contestó a Judá:

—Si soy el que dices, ¡mi reino no es de este mundo!

— ¡Hijo de David!... ¡Salvador de Israel!... Ungido de Dios anunciado por los profetas –decían a su vez la madre, la hermana, los criados.

Y olvidando todos los dolores sufridos, Noemí dejó caer su pesado manto y pudo verse la nieve de su cabellera, tomó el salterio en el que tanto había cantado, y su entusiasmo y su amor le dieron fuerzas para cantar el himno de las alabanzas al Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, que en un mismo momento le daba cuanto había anhelado durante toda su vida: la presencia real del divino Ungido y la paz en su querido hogar.

—Si soy o no el que vosotros decís; ¡Dios lo sabe! –dijo Yhasua, dando término a aquella escena que le atormentaba–. Bendigámosle por la dicha que os concede, y pidámosle los medios de realizar obras dignas de Él, que es Amor, Justicia y Sabiduría.

Oyendo bendiciones y frases de amor y de gratitud, el joven Maestro se despidió de la familia recomendándoles no dejarse ver de las gentes por una breve temporada, para dar tiempo al Comandante que arreglase con el Cónsul residente en Antioquía, la libertad y reivindicación de aquellas mujeres, ex presidiarias sin delito alguno.

—Nazareno, hijo de David, ¿te volveré a ver? –le preguntó Judá al despedirlo bajo el bosquecillo de sicomoros por donde habían entrado.

—Aún permaneceré en Jerusalén, una semana más –le contestó el Maestro–. Después haré un breve viaje a Moab y luego regresaré a Galilea.

—Yo iré contigo –dijo Faqui de inmediato.

—Yo también te acompañaré –añadió Judá con vehemencia.

—Ahora te debes a tu madre y a tu hermana que necesitan más que nunca de tu amor y tus cuidados.

“Y tú, Faqui, amigo mío, si quieres complacerme, quedarás aquí con el príncipe Judá para ocupar mi lugar a su lado. Quiero que seáis dos hermanos.

“A donde yo voy, vosotros no podéis seguirme: Al Gran Santuario Esenio de Moab donde los Maestros me esperan, debo entrar solo, para recibir el grado último que corresponde a la terminación de mis estudios, ¿Comprendéis?

— ¡Oh, sí! tenéis razón –dijeron Judá y Faqui, que se consolaron un tanto sabiendo que continuarían unidos en el pensamiento y en el amor al Ungido de Dios, que habían descubierto en una encrucijada del camino, ¡como el viajero que descubre una luz, una fuente de aguas cristalinas cuando la sed y las tinieblas les habían enloquecido de espanto!

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