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biografía de la autora

 

 

ARPAS ETERNAS
PARTE DEL CAPÍTULO: YHASUA EN JERUSALÉN

 

 

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Los cinco hombres emprendieron la marcha.

Eliacín, el criado, habló al guardia explicándole que iban al khan de Betania por un viajero sin familia que allí se hospedaba. Los veinte sestercios que le entregó a cambio de que les abriera si volvían retrasados, pudieron más que todas las explicaciones.

Aquellos cerros cubiertos de árboles deshojados por el crudo invierno, horadados de grutas que eran tumbas, con valles negros de sombra, y flancos grisáceos cortados a pico; aquellos enormes barrancones y a la izquierda las negras profundidades del Monte de los Olivos, y todo visto sólo a la opaca claridad de las estrellas, formaba un panorama impresionante para quien no estuviese acostumbrado a tales excursiones.

Faqui, cuya estatura y fuerza de atleta le daba seguridad en todo momento, dio un brazo a Yhasua y otro a Nicodemus. Los dos criados guiaban, puesto que Eliacín conocía mucho el camino.

Desde lejos vieron la alegre hoguera que ardía en el khan.

Si en algún lugar fraternizaban de corazón los hombres, era en esos extraños hospedajes usados en el Oriente, donde todos se sentían a un mismo nivel.

Allí pernoctaban los hombres y las bestias en que habían venido montados, por lo cual se veían a la luz rojiza de la hoguera los camellos que dormitaban masticando su ración; caballos, mulos y asnos, entre fardos de equipajes y enseres de toda especie.

El guardián era pagado por los viajeros, que cada cual dejaba en su bolso, conforme a lo que podía.

—Buscamos a Arrius que se hospeda aquí –dijo Eliacín, cuando se enfrentaron con el guardián en la casilla de la puerta.

—Oh, sí, sí, el buen extranjero y su criado, que ocupan la mejor habitación del khan –contestó el guardián haciéndolos pasar–. Es la primera habitación de la derecha.

Nuestros amigos se dirigieron allí.

La luz tenue de una lámpara de aceite daba de lleno sobre el hermoso rostro del joven príncipe Judá, convertido en Arrius el extranjero, por obra y gracia de un gobernador romano representante del César, que aunque ignorase este hecho en particular, sabía muy bien que las grandes fortunas que hacían sus prefectos o gobernadores, eran fruto de despojos y latrocinios en los países subyugados.

— ¡Amo, amito bueno! –exclamaron a la vez los dos criados tomándole una orla del manto y besándola.

— ¡Somos Eliacín y Shipro!..., ¿no nos reconocéis? Mi madre nos dijo que estabais aquí –añadió el muchacho.

El joven príncipe continuó mirándoles y sus ojos se fueron cristalizando de llanto.

—Soy un proscrito –les dijo–, ¿no teméis llegar hasta mí?

—No, amo, no. ¡Si hay que morir, moriremos junto con vos!

“Estos señores te quieren hablar, amo, porque ellos buscan también a la ama Noemí y a su hija–. Al decir esto, Eliacín se hizo a un lado, y la luz de la lámpara cayó de lleno sobre el rostro de Yhasua, que estaba adelante.

— ¡Esos ojos!... –exclamó el príncipe–. ¡Nunca pude olvidar esos ojos!..., ¿quién eres?

Diciendo esto, se había levantado acercándose a Yhasua.

—Príncipe Judá, hijo de Ithamar, a quien el Señor tenga en la paz –dijo el joven Maestro–. Un antiguo amigo de tu padre, el príncipe Melchor de Horeb te busca hace tiempo, lo mismo que a tu familia. Nosotros llegamos hace dos días de Alejandría y hemos tenido la buena suerte de encontrarte tan pronto.

Les hizo sentar en los lechos, pues no había otros asientos.

—Tú no me recordarás acaso, pero yo no he olvidado tus ojos, niño del pozo de Nazareth –dijo Judá con su bien timbrada voz cargada de emoción.

—En verdad –contestó Yhasua–, soy de Nazareth, y no recuerdo en qué ocasión puedes haberme visto.

—Hace siete años, unos soldados romanos conducían una caravana de presos destinados a galeras ancladas en Tolemaida, yo iba entre ellos, y como era el menor de todos, ya daban la orden de marchar y yo no había bebido aún. Tú corriste a acercar tu cántaro a mi boca abrasada por la sed. ¿No lo recuerdas?

—Verdaderamente no. Tantas caravanas de presos he visto pasar por el pozo de Nazareth, situado junto al camino de las caravanas; que el caso tuyo ha quedado perdido entre el montón.

—Pero yo no he olvidado tus ojos, Nazareno, y bendigo al Dios de mis padres que te coloca de nuevo ante mi vista.

—Y esta vez –dijo Yhasua–, no será tan solo para darte de beber, sino para que recobres la paz y la dicha, que en justicia te pertenece.

— ¿Y por qué te preocupas así de mi desgracia? –volvió a preguntar Judá.

—La Ley dice: Amarás a tu Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo –contestó Yhasua–.

“Por Shipro siervo tuyo, he conocido tu desgracia, y ellos me han guiado hasta ti. Yo no tengo ejército que oponer a la fuerza de que abusó Graco para caer sobre tu familia como una manada de fieras hambrientas, pero tengo la justicia de nuestro Dios en mis manos, como la tiene todo hijo suyo que obra conforme a la ley, y con ella obraremos.

“Si tu madre y tu hermana viven, volverán a tu lado, ¡oh, hijo de Ithamar, por cuya memoria te lo prometo yo en nombre de Dios!

—Y tú, ¿quién eres, nazareno, dime, quién eres? La esperanza florece al sonido de tus palabras, y hasta diríase que mis ojos ven la sombra querida de mi padre muerto, y que siento ya en mi cuello los brazos de mi madre y de mi hermana que me estrechan para no separarse más. ¿Eres un profeta o un mago, o un genio benéfico de aquellos que salen de los bosques sagrados para consolar a los hombres?

—Tú lo has dicho, Judá, soy un nazareno cuyo corazón siente hondamente el dolor humano y busca aliviarlo por todos los medios a su alcance. ¿No usaron de los poderes divinos para aliviar a los justos que sufren, Elías, Eliseo y Daniel? ¿Acaso el poder de Dios se ha consumido como la paja en el fuego?

Faqui, en silencio pensaba: “Si este joven infortunado supiera lo que de Yhasua dice el príncipe Melchor, que es el Mesías esperado por Israel...”

—Por el Huerto de las Palmas, bajo una tienda en el oasis, escuché una leyenda maravillosa de los labios de un caudillo árabe. Hace más de veinte años vinieron a Judea unos sabios del lejano Oriente guiados por una luz misteriosa hasta Betlehem, donde ellos afirmaban que había nacido el Mesías anunciado por los profetas.

“Yo era muy pequeño y mi madre me hacía orar para que si eran verdaderos esos rumores, el Mesías salvara del oprobio a su pueblo y nos devolviera a todos la paz y la justicia que nos legaron nuestros mayores. ¡Nazareno!..., ¿no has escuchado tú esta hermosa leyenda?

—Sí, y más aún, soy amigo de esos sabios y hace tres días que estuve en Alejandría con el príncipe Melchor de Horeb, uno de ellos, el menor de aquellos tres que vinieron hace veinte años.

— ¡Oh! ¡Oh, buen nazareno!... –exclamó Judá con vehemencia–, dime todo lo que sepas, porque una sibila me dijo en Roma que: “cuando el gran hombre esperado en Oriente, pasase junto a mí, todas mis desgracias serían remediadas”.

“Y buscándolo vine a mi país natal. ¡Tú sabes dónde está!... ¡Dímelo, por el Dios de nuestros padres!

—Cercana está tu hora, Judá, y nuestro Dios-Amor me envía a ti como un mensajero suyo para llenar de esperanza y de fe tu corazón. Ten calma y serenidad, que si el Cristo, Hijo de Dios, está en la tierra, cerca de ti pasará, porque tu fe y tu amor así lo merecen.

“Tenemos medios para investigar en los calabozos de la Torre Antonia –dijo enseguida dando otro giro a la conversación–. Un acontecimiento inesperado nos ha vinculado al actual Comandante que gobierna el presidio y guarda el orden en la ciudad.

“Si mañana quieres permanecer todo el día en casa de tus mayores, acaso podremos llevarte buenas noticias.

—Antes, creo que debemos saber si este mozo puede entrar y salir libremente de la ciudad, o si hay vigilancia sobre él –dijo Nicodemus–, que hasta entonces había permanecido en silencio.

—Pienso –dijo Judá–, que creyéndome muerto, no pensarán que pueda resucitar para reclamar justicia a Graco, por el crimen cometido. Mi único temor consiste en que los amigos de mi padre o sus servidores, me reconozcan, ya que tanto parecido tengo con él, y que divulgada la noticia, venga la persecución.

— ¿No sería más prudente llevarle ahora con nosotros y que aguarde mañana oculto en su casa? –insinuó Faqui.

De acuerdo todos en esto, el joven príncipe llamó a su criado árabe, le avisó que entraba a la ciudad, le recomendó el cuidado de su caballo, y que si le buscaban los amigos de la montaña, les hiciera esperar hasta su regreso a la noche siguiente.

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