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biografía de la autora

 

 

ARPAS ETERNAS
PARTE DEL CAPÍTULO:
YHASUA EN EL TEMPLO DE JERUSALÉN

 

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Cada Pascua era pues, una especie de ateneo donde se hacía alarde de elocuencia y de sabiduría. Aquel recinto estaba separado del resto del templo, sólo por una balaustrada de mármol ornamentada hacia el interior por ricas telas de púrpura de Damasco, por lo cual sólo se podía percibir desde el Templo, los ricos turbantes, las tiaras, los tricornios con que los Doctores y Sacerdotes cubrían sus cabezas.

Los viajeros concurrirían a la segunda hora de la mañana, según habían convenido la noche víspera en la velada junto al hogar. Sólo Lía, la noble viuda, había dicho que concurriría a la primera hora por circunstancias especiales. Y Yhasua acercándose a ella le había dicho:

—Si queréis, yo os acompañaré..., si vosotros me dais vuestro permiso –dijo luego, mirando a sus padres.

—Yo encantadísima, hijo mío, de llevarte por compañía, si tus padres lo consienten.

—Naturalmente –dijo Yhosep.

—Está que no vive desde que emprendimos el viaje –añadió Myriam–, nuestro Yhasua sueña con el Templo y todas sus magnificencias.

Y así fue que a la mañana siguiente y cuando habían pasado sólo dos horas de sol, salía con Lía para subir a la ciudad.

Los rayos solares dando de lleno sobre los brillantes enlozados, mármoles, bronces y plata del frontispicio y las cúpulas del Templo, le hacían resplandecer de tal forma que el niño se sentía deslumbrado ante la magnífica visión.

— ¡Oh!, –exclamaba–. Los Santuarios esenios son de obscura roca y no sólo no brillan sino que se ocultan tanto, que nadie sabe que existen. Pero los Ancianos que los habitan, sí que resplandecen como estrellas en la obscuridad.

“¿Qué te parece mejor –preguntó luego el niño–, que el Santuario deslumbre de claridad a los hombres, o que los hombres derramen luz en el Santuario?

— ¡Niño!... Esos asuntos no debes preguntarle a una pobre mujer como yo que sólo sabe hilar y hacer el pan. Además eres muy pequeño para cavilar esas cosas...

— ¡Oh!, eso lo dices porque no sabes que yo estuve mucho tiempo con los Ancianos de los Santuarios y me han enseñado tanto y tanto...

— ¡Oh, Yhasua!..., serás entonces un pequeño doctor de la ley –contestaba Lía, bromeando para distraer al niño de preocupaciones que casi la asustaban.

— ¡No, no!, doctor no, sino un peregrino misionero como los terapeutas, que consuelan todos los dolores y remedian todas las necesidades. Eso quiero yo ser.

—Bien, Yhasua, muy bien, y como tu intención es pura, Jehová te bendecirá colmando tus esperanzas.

— ¿Sabes Lía que ya sé cómo es el Padre Celestial?

—Pues, hijo mío, el Padre Celestial es como todo lo grande, lo bueno y lo bello que existe. ¿No es así?

—Eso es como decir: tu padre es muy bueno y bello, pero con eso sólo no sé cómo es, si nunca lo he visto.

— ¡Yhasua! La Ley nos manda amar a nuestro Dios con todas nuestras fuerzas y por encima de todas las cosas. Si cumplimos esto, ¿no es bastante acaso?

— ¡No, Lía, no es bastante! Yo puedo y debo obedecer una orden de mi padre, pero eso no me hace saber cómo es él si nunca lo vi...

—Y los Ancianos, ¿nunca dieron una respuesta a tu curiosidad?

—No es curiosidad, mujer; es necesidad que tiene el hijo de saber cómo es su padre. Los Ancianos sí que saben todo cuanto hay que saber, mas, como nadie se interesa en lo que hay más allá de las estrellas, los Ancianos guardan la sabiduría entre las rocas de sus Santuarios...

— ¡Niño!..., me asusta tu lenguaje, y te digo que en llegando al Templo de Jehová te llevaré a nuestros Sacerdotes esenios para que hables con ellos de todo cuanto sabes y deseas saber.

— ¡Todos son lo mismo!... No quieren pensar, ni conocer, ni comprender... Lo mismo que los pajarillos y los corderos. Tú también tienes miedo de abrir la puerta y ver lo que hay dentro, ¿eh?

—Bueno; ahora subamos esta escalinata y tú sabrás lo que hay dentro del Templo de Jehová...

El niño en silencio fue siguiendo a Lía hasta llegar al Pórtico llamado de las Mujeres, que era por donde ella podía entrar con un niño de la edad de Yhasua.

Llamó a un joven Levita que recibía las ofrendas de pan, vino y aceite y le habló en voz baja, y le entregó dos bolsitas de blanco lino. La una contenía una libra de flor de harina y la otra una libra de incienso puro de Arabia.

Eran las ofrendas de la piadosa viuda para el altar de Jehová.

El Levita acarició al niño y le dijo a Lía que entrasen al Templo y se colocasen lo más cerca posible a la balaustrada, para que escucharan los discursos que iban a comenzar. A poco rato pudieron ver por sobre la balaustrada de mármol encortinada de púrpura de Damasco, los turbantes de brocado, los tricornios y tiaras resplandecientes de oro y piedras preciosas y por fin el arco de rubíes del báculo del Gran Sacerdote, que entraba el último a ocupar su sitial de honor.

Los ojos de Yhasua, como extático ante tal esplendor, estaban fijos en aquel luminoso recinto.

Se oyó a lo lejos tras de velos y rejas, el coro de las vírgenes de Sión cantando versículos de un salmo en que se pide a Jehová la Luz y la Sabiduría Divina. Y acallado el canto comenzaron deliberando asuntos civiles, relacionados con hebreos que habían incurrido en desórdenes. Después, un Doctor desarrolló brillantemente este tema:

“Terribles castigos de Jehová a los infractores de su Ley”.

Con un derroche de erudición y de citas de hechos concretos, el orador dejó aterrado a su auditorio.

Terminado el discurso venían las refutaciones de los que pensaban de diferente manera.

El niño Yhasua se había ido acercando a la balaustrada, por cuyas molduras y sobresalientes, iba subiéndose poco a poco con la intención manifiesta de mirar hacia dentro. Estando el Templo en penumbra del lado exterior, el grácil y pequeño cuerpo del niño apenas si se apercibía entre las columnas y colgaduras. Lía misma, con sus ojos cerrados y su manto echado al rostro, según acostumbraba en su ferviente oración, no se había dado cuenta.

Uno de los Doctores que más refutaba el discurso del orador era Nicodemus, apoyado después por Judas de Gamala, Manahen, Eleazar y José de Arimathea, todos ellos esenios de cuarto y quinto grado, pero ocultamente se entiende.

Cuando el niño oyó las voces conocidas para él, de Nicodemus y José de Arimathea, no resistió más el impulso de asomar su cabecita por encima de la balaustrada. La luz de los grandes candelabros le dio de lleno sobre su hermoso rostro lleno de inteligencia y de animación. Y el primero que lo vio dijo:

—A ver si este niño es inspirado de Jehová y consigue ponernos de acuerdo.

Yhasua reaccionó ante el descubrimiento que habían hecho de él y su primer impulso fue ocultarse bajándose de la balaustrada, pero José de Arimathea abriendo una portezuela, salió por él y le llevó entre los Doctores.

Pudo notarse que en ese instante, huyó de él toda timidez y preguntó con admirable serenidad:

— ¿Qué me queréis?

—Puesto que has escuchado el debate y que lo has comprendido, dinos cuáles de nosotros estamos en la verdad. El Altísimo se complace a veces en hablar por la boca de un párvulo. –Estas palabras fueron pronunciadas por el Gran Sacerdote, con mucha dulzura y casi sonriendo a la vista del niño.

—Y vos, que sois aquí el Jefe Supremo, ¿no podéis ponerles de acuerdo? –preguntó cándidamente el niño.

El asombro comenzó en los oyentes ante tal respuesta.

—Siendo así –continuó Yhasua–, Jehová os contestará por mi boca.

“No me conoce ni me comprende quien habla de mi cólera y mis castigos. Yo soy una esencia, una luz, una vibración permanente y eterna. ¿Puede encolerizarse la esencia, la luz, la vibración? Vosotros os encolerizáis, y bajo el impulso de la cólera, castigáis, mas Yo no soy un hombre revestido de vuestra grosera materialidad”. Así dice Jehová, el Inmortal, que no tuvo principio ni tendrá fin.

Y el niño guardó silencio. Los Doctores se miraban unos a otros, y los que ocultamente eran esenios comprendieron con luz meridiana que aquel niño era un vaso que contenía un raudal de Luz Divina que se derramaba sobre la Tierra.

—La Sabiduría habla por tu boca, niño –dijo el Gran Sacerdote–. Hacedle, pues, las preguntas conducentes a la aclaración de las cuestiones que se trataban.

—Sin que hagáis ninguna pregunta, yo hablaré, porque Jehová dirá lo que Él quiere que sepáis, –dijo el niño resueltamente–:

“Vosotros no conocéis al Padre Celestial porque sois cobardes y estáis llenos de miedo”.

— ¡Niño!..., –se oyeron varias voces.

—No lo toméis a ofensa, porque Jehová nunca ofende, sino que dice la verdad –continuó impasible Yhasua–.

“Sí, estáis llenos de cobardía y de miedo, y a la Divina Sabiduría no la conquistan los miedosos, sino los valientes para colocarse frente por frente a lo desconocido, al Eterno Enigma, no de potencia a potencia y con insólito orgullo, sino con el amor de hijos que ansían conocer a su padre. Y entonces el Padre se les descubre y les dice: “Aquí estoy. Conocedme para que podáis amarme como dice la Ley: más que a todas las cosas de la Tierra.

“¿No veis que es un contrasentido que mande a sus criaturas amarle sobre todas las cosas de la Tierra, y luego se encolerice y animado de ira y de furor les castigue despiadadamente como hace un mal amo con sus infelices esclavos?

“La Ley debería decir entonces:

“Temerás a Dios más que a todas las fuerzas y formas del mal que hay en la Tierra”.

“Os digo que tenéis miedo de escudriñar la verdad divina, y por eso sigue ella siendo una diosa escondida y esquiva que no quiere mostrarse a los hombres. Sabéis que Dios es inmutable y os permitís hablar de su ira y de su cólera. Encolerizarse es mudarse, es cambiar de estado y esto es otro contrasentido, porque si en momentos dados se llena de ira y de furor no es inmutable y es una blasfemia atribuir al Altísimo tan grave imperfección, propia de las atrasadas criaturas de la Tierra.

“Dios es inmutable y porque lo es, permanece impasible ante todos los errores humanos, ante todas las hecatombes de mundos y humanidades.

“Dios sabe que las inteligencias encarnadas, recién llegadas a los dominios de la inteligencia y de la razón, están aún bajo el gobierno de la fuerza bruta que es la materia en humanidades primitivas; ¿cómo, pues, ha de encolerizarse contra el orden establecido por Él mismo; o sea, que todas las humanidades adquieran lenta y paulatinamente el conocimiento, la sabiduría y la bondad?

“Si la Ley Divina dice: “Amarás al Señor Dios tuyo con toda tu alma, con todas tus fuerzas y sobre todas las cosas, es evidente que Él quiere como único don, el amor de todas sus criaturas de todos los mundos, y por tanto lo que más le complace, es que sus criaturas se esfuercen en conocerle porque nadie ama lo que no conoce.

“En resumen, todo lo bello y bueno nos viene de Dios que es nuestro Padre Universal, y todo lo malo tiene su origen en nuestros errores, en nuestra ignorancia y en nuestras iniquidades”.

Y el niño que había ido adquiriendo más y más animación, calló de pronto y juntando sus manos sobre el pecho y levantando a lo alto su rostro como iluminado de suave claridad, exclamó:

— ¡Padre mío! ¡Señor de los cielos, haz que los hombres te conozcan y sólo así te amarán!... –y cayó de rodillas e inclinó su rostro a la tierra en la forma de oración profunda que acostumbraban los hebreos cuando oraban con el corazón.

Aquella Asamblea había quedado como petrificada por el asombro y por una vibración de anonadamiento que desde el principio del discurso del niño se había extendido por todo aquel recinto suntuoso. Nadie acertaba a moverse, ni hablar.

El niño silencioso se levantó y salió sin que nadie le detuviera. Lía en el estupor que le causó oír al niño hablar ante la Asamblea de Doctores, salió corriendo hacia su casa para avisar a los padres de Yhasua lo que ocurría, y cuando el niño bajaba tranquilamente las largas escalinatas del Templo, se encontró con Lía y su madre que a toda prisa llegaban por él.

—Pero, hijo mío, ¿qué has hecho? –fueron las primeras palabras que oyó Yhasua, que aparecía con una palidez mate, como un lirio del valle iluminado por la claridad plateada de la luna.

— ¡Nada, madre!..., yo no hice nada. Los Doctores congregados en el Templo no se entendían y me llamaron para que Jehová, por medio mío, les pusiera de acuerdo. Yo he dicho lo que Jehová me mandó decir.

— ¡Ay, Dios mío! –suspiraba la inocente madre–. Ahora desatarán una persecución contra nosotros, y los Santuarios esenios están muy lejos para ocultarnos en ellos.

—No temas, madre, que el Padre Celestial tiene medios de sobra para protegernos. Vamos a casa que estoy cansado y tengo hambre.

Y echó a correr por la callecita tortuosa que le llevaba hacia la casa de Lía.

Cuando la Asamblea volvió en sí del estupor y asombro, trató de pensar quién era aquel niño, pero ya él había desaparecido y era difícil encontrarle entre el tumulto de gentes que iban llenando los atrios y naves del Templo.

Sólo Nicodemus, José de Arimathea y Eleazar, conocían personalmente la familia de Yhasua, pero se guardaron muy bien de pronunciar palabra.

—Un nuevo Profeta ha surgido en Israel –decían algunos–, y acaso será el que ha de venir delante del Mesías libertador que esperamos.

—Está escrito –añadía otro–, que volverá Elías a preparar los caminos al que vendrá a libertar al pueblo de Dios. ¿No será Elías que ha vuelto?

—No puede ser –decía otro–, porque Elías se nos presentará en toda la fuerza de la edad viril, y no como un parvulito sin los poderes de exterminio y muerte que tenía el Profeta del Monte Carmelo.

Y los Doctores de la Ley en Israel se perdían en un laberinto de deducciones y de conjeturas, que les alejaban cada vez más de la Verdad de Dios que tenían a su alcance y que no acertaban a comprender.

Se cumplía en ellos anticipadamente lo que años después sentenciaría el Cristo como un axioma inconmovible:

“Dios da su luz a los humildes y la niega a los soberbios”.

Mientras tanto, Myriam y Lía se ponían de acuerdo para callar en casa el incidente del Templo, sobre el cual la piadosa viuda era toda boca para ponderar la grandeza que vislumbraba en el niño.

—A veces hago como que le reprendo –decía–, cuando le veo con esos impulsos que parecen arrastrarle por momentos como un vendaval, pero en mi interior estoy convencida de que el niño obra por impulso divino.

—A mí me ocurre lo mismo –afirmaba la tierna madre del Verbo de Dios–.

“Trato de contenerle, pero en el fondo de mi conciencia se levanta como una voz que parece decirme: “Es inútil cuanto hagas en tal sentido, ¿qué puedes tú en contra de lo que está resuelto allá arriba?”

“Entonces inclino mi frente y digo al Señor: He aquí tu esclava, cumplida sea tu voluntad soberana”.

Cuando llegaron a casa, encontraron a Yhasua junto al hogar refiriendo a su padre todo cuanto había visto de grandioso y magnífico en el Templo de Jehová, sin recordar ya al parecer el incidente de los Doctores y Sacerdotes.

Y apenas Myriam pudo hablar a solas a su hijo, fue para recomendarle guardar absoluto silencio sobre lo que ella llamaba “atrevida audacia” de su hijo, al cual, y para más obligarle a callar, decía severamente:

—Mira que si tu padre lo sabe no te dejará volver al Templo y es mañana la gran solemnidad.

Y el niño con sus ojos llenos de temor, respondía humildemente:

—No, madre, no diré ni una palabra. Te lo prometo y lo cumplo.

Esa misma noche, José de Arimathea y Nicodemus visitaron a Yhosep y Myriam, y esta última encontró la oportunidad de rogar a los dos jóvenes Doctores que no enterasen a su esposo de lo que el niño había hecho esa mañana en el Templo.

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