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biografía de la autora

 

 

ARPAS ETERNAS
PARTE DEL CAPÍTULO:
UNA LUZ EN LAS TINIEBLAS...

 

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Hemos llegado al punto, en que la Eterna Ley decretó la desaparición del plano físico del Rey Herodes, llamado el Grande, por la fastuosidad de que rodeó su vida y por los grandes monumentos, ciudades y obras de arte con que enriqueció a la Palestina, buscando captarse la simpatía del César, con cuyo nombre o de sus familiares, bautizó las ciudades que mandó construir.

Le sucedió en el trono su hijo Arquelao, que cambió completamente el camino de su padre, para solo ocuparse de diversiones, cacerías, saraos, orgías, en las cuales corrompió a toda su corte, soldados, guardias y mujeres. Se burlaba grandemente de los temores de su padre a un Mesías Libertador de Israel. Sin fe, sin creencia religiosa de ninguna especie, sin dar valor alguno ni a las tradiciones hebreas, ni a sus anuncios proféticos sobre la venida del Mesías, dio lugar a que el niño Yhasua, cautivo en su retiro de Monte Hermón, pudiera volver tranquilamente con sus padres a la casita de Nazareth a la edad de siete años y cinco meses.

Y desde esta hora, empezó la tristeza del desterrado para el Cristo-niño, que aclimatado ya al ambiente sutil y diáfano formado por los esenios del Santuario que le había albergado durante más de cinco años, tuvo que sufrir como un doloroso trasplante, a un lugar que le era completamente ajeno. De igual manera que una delicada planta de invernáculo trasplantada de pronto a la intemperie, expuesta a todos los vientos; el pequeño Yhasua comenzó a languidecer, y el rosado arrebol de su rostro se tornó en una palidez mate, donde sus luminosos ojos de ámbar, parecían dos grandes topacios engarzados en un ánfora de marfil.

Myriam que había recibido grandes instrucciones de los Ancianos para el tratamiento del niño, no le perdía de vista ni un momento, y con frecuencia le encontraba arrinconado en la alcoba junto a su pequeña camita o tendido sobre ella mirando inmóvil la negruzca techumbre de su pobre morada, como si en ella o detrás de ella quisiera descubrir algo que presentía, pero que no llegaba a percibir siquiera.

Su enamorada madre se sentaba al borde del pequeño lecho y comenzaba este diálogo:

—Yhasua, hijo mío, ¿qué tienes? Ni quieres jugar, ni correr, ni comer, ni reír. Parece que ni tu padre ni yo te interesamos para nada, y no haces caso tampoco de los otros niños que se desviven por jugar contigo.

—No te enfades, madrecita buena –le contestaba el niño mimosamente, acariciando la mano de la madre que tocaba su frente, sus sienes, su pecho, buscando en él señales de enfermedad–.

“No te enfades –continuaba el niño–. Es que no me gusta mucho esta casa y me encontraba mejor en aquella gran casa de piedra, donde las gaviotas y las palomas, y sobre todo los Ancianos alegraban tanto mi vida, que todo eso lo hecho de menos aquí.

—Yo haré que tengas también palomas y gaviotas, y más todavía, los lindos mirlos azules que aquí tenemos –le prometía su madre, apenada de ver la tristeza de su pequeño hijo–. ¿Qué más deseas, hijo mío? ¿Los Ancianos del Monte Hermón? También vendrán ellos a visitarte de tanto en tanto.

—Visitar de tiempo en tiempo, no es vivir junto conmigo –replicaba el niño pensando las palabras que decía–. ¿Sabes tú, madre, las bonitas historias que ellos me contaban? Y aquí no tengo quien me las cuente, ¿comprendes?

— ¿Y si yo te trajera aquí, quien te cuente lindas historias?, –preguntaba la dulce madre sonriendo, inclinándose sobre el rostro de su hijo para mirarle al fondo de los ojos.

— ¡Oh, eso no puede ser, madre! Tú no tienes un Anciano como aquellos Ancianos, que parecían cantar en sus palabras dulces, como la miel en la boca.

—Si hago venir uno dentro de un momento, ¿te alegras nuevamente? ¿Volverás a correr como en el Monte Hermón? ¿Volverás a comer grandes platos de castañas con miel? ¿Tomarás hasta el final el gran tazón de leche de cabras con panecillos tostados al rescoldo?

— ¡Oh, cuántas cosas quieres madre! Hay que querer una sola y basta. Después otra y mañana otra más. ¿Comprendes?

—Sí, hijito, sí. Bien, me conformo hoy con verte tomar tus alimentos y después vendrá lo demás. Conque ahora vendrá el Anciano que te contará hermosas historias. Levántate y ven conmigo, que junto al hogar le encontrarás.

El niño siguió a su madre hacia la cocina de la casa, que era el punto de reunión de la familia. Era la mitad de la tarde, y los niños mayores de Yhosep ayudaban a su padre a ordenar nuevamente su taller, o entraban y salían avisando a su antigua clientela, que ya estaba de regreso, para no abandonar más su amada Nazareth.

Los niños menores que ya tenían de nueve a doce años, jugaban bajo los árboles del huerto.

El Hazzan de la Sinagoga, que era un Hermano de Esdras, aquel sacerdote de Jerusalén que conocemos, se hallaba sentado junto al hogar. Era un esenio de grado tercero, y a más de Hazzan de la Sinagoga, maestro de escuela y médico.

Myriam le había hecho venir para que revisara su niño al cual ella creía enfermo.

—Éste, es también un esenio como los del Monte Hermón, y sabe lindas historias que te harán muy feliz, hijo mío. –Y así diciendo, la madre le acercó al niño.

El Hazzan que se llamaba Felipe, tomó a Yhasua por las manos, y luego le sentó sobre sus rodillas.

— ¿Me amarás a mí como amabas a los Ancianos del Monte Hermón?

—Si eres bueno como ellos te amaré lo mismo. Pero tú no tienes el vestido blanco y tu barba tampoco es blanca –contestaba el niño mirándole insistentemente, como si quisiera descubrir en el Hazzan algo de sus amados Ancianos de Monte Hermón–. Tu barba tiene el color de mis cabellos. ¿Por qué no tienes tu barba blanca?

—Porque aún no soy anciano como tus Ancianos del Monte Hermón. No obstante ya he pasado de los cincuenta años.

—Mi madre dice que tú sabes bellas historias, ¿me las contarás?

—Todas cuantas quieras, hijo mío.

—Pues empieza a contarme, y puede ser que me venga deseo de comer castañas con miel, según desea mi madre.

Myriam oía y observaba, mientras iba y venía en torno al hogar en todos esos menudos y a la vez complicados quehaceres del ama de casa.

El Hazzan sacó un rollito de pergamino y comenzó a leer pausadamente la historia del pastorcillo David, que tocaba la cítara mientras llevaba las ovejas a la fuente, o a los pastos. Cuando llegó el relato de que arrojó la piedra con la honda y tiró a tierra al gigante Goliat, el niño puso su manecita sobre la escritura y dijo:

—No me gusta que le pegase en la frente y lo matase, porque la Ley dice en el quinto número: No matarás. Bastaba con que le hubiese pegado en una pierna y se la hubiera dislocado, para impedirle andar.

El Hazzan se quedó mirándole.

—Sí –continuó el niño–. Jeremías, uno de mis maestros del Monte Hermón arrojaba también la honda con gran precisión, y él me ha contado, que andando por la montaña un día, le olfateó un lobo y empezó a acercarse; entonces, él trepó a un árbol y cuando estaba a tiro, le arrojó una piedra con su honda, le rompió una pata delantera y el lobo no pudo hacerle daño alguno. Ya ves, se salvó sin matarle.

“Los Ancianos del Monte Hermón me han enseñado que no se debe matar a los animales, y menos a los hombres que son nuestros hermanos, porque todos somos hijos del Padre Celestial. ¿No sabías tú, esto?

—Sí, hijo mío; pues también estudio y guardo la Ley dada por Jehová a Moisés.

— ¿Y sabes tú, cómo es el Padre Celestial? Si lo sabes, me lo dirás, porque los Ancianos de allí, me dijeron que me lo explicarían más tarde, porque aún soy pequeño para saberlo. ¡Es lástima que tuve que venirme sin saberlo!...

Y al decir así, el dulce niño Luz, su semblante adquiría un tinte de tristeza, como si añorase la ausencia de aquellos a quienes tanto llevaba en el recuerdo de su corazón.

—Y si ellos que son tan sabios, te dijeron así, ¿cómo puedo explicártelo yo, si aún eres igualmente pequeñuelo? –le observó el Hazzan–. ¿No te dijeron también que los niños deben seguir el consejo de los Ancianos y obedecerles como si fuera Jehová que les habla?

—Sí que me lo dijeron y por eso yo espero que llegue la hora de saber cómo es el Padre Celestial.

“Figúrate que yo oyese continuamente hablar de mi padre, y recibiese sus regalos de pan, castañas, leche y miel, y nunca le hubiese visto. ¿No sería justo que me lo hiciesen ver, o por lo menos que me dijesen si es grande o pequeño, si es hermoso o feo, si es negro o blanco?

El Hazzan no sabía si reír o quedar grave en su actitud ante la locuacidad del niño, que parecía haber olvidado su taciturna actitud anterior.

—Hijo mío –intervino Myriam–. El Hazzan era quien iba a contarte bellas historias y veo que no le das lugar a ello porque tú hablas siempre. ¿No sería mejor que tú escucharas y él hablase?

—En otros niños sí –dijo el Hazzan–, pero éste es quien debe hablar y nosotros oír.

— ¿Y por qué yo he de hablar y los otros niños, no?

—Pues porque los otros no estuvieron cinco años entre los Ancianos del Monte Hermón, donde la Sabiduría Divina surge a torrentes como agua del manantial –contestó el Hazzan, por no decirle la verdad; pues era la consigna entre la Fraternidad Esenia, no manifestar al niño ni una sola palabra referente a su propia personalidad espiritual, hasta que llegado el momento, su Yo Superior se le hiciera presente, descubriéndole su elevada misión de Mesías Salvador de la humanidad terrestre.

—Entonces, ¿tú crees que yo, aunque soy pequeño, sé muchas cosas que he aprendido de los Ancianos del Monte Hermón?

—Justamente. No puede ser de otra manera si has sido un alumno aprovechado.

—Óyeme, –continuó el niño siempre sentado sobre las rodillas del Hazzan–, poco antes de salir del Santuario con mis padres, estaba yo con un poquillo de fiebre, y la alarma de mi madre atrajo junto a mi lecho a casi todos los Ancianos que me querían mucho, ¿sabes? ¡Pero mucho!

—Lo comprendo, hijito, muy bien. Continúa.

—Yo vi que uno de los Ancianos, al cual llamaban Escriba Mayor, llevaba carpetas de escribir y otros llevaban grandes rollos de papiro. Pensé que iban a leerme hermosas historias.

— ¿Y no fue así? –preguntó el Hazzan.

—No fue así, sino que yo me dormí muy luego de sentarse ellos en torno mío. Cuando me dormí estaba poniéndose el sol que entraba hasta la alcoba. Y cuando me desperté, amanecía, y los Ancianos aún estaban allí; y los dos Escribas Mayor y Menor escribían apresuradamente, lo que un tercero dictaba, en una carpeta de tela encerada.

“El candelabro daba toda su luz sobre los escribientes, dejando en penumbra mi pequeño lecho, por lo cual no se dieron cuenta de que yo estaba despierto.

“Comprendí que hablaban de Moisés y corregían en sus escritos algo que seguramente no estaba bien. Y oí repetidas veces esta frase que nunca he podido comprender: “El niño tachó esta frase y puso este párrafo. El niño tachó todo este párrafo. El niño arrojó a la hoguera tres hojas de esta carpeta, por estar cambiadas de como eran”.

“Tú que eres el Hazzan de la Sinagoga debes saber la explicación de estas palabras. Yo entendí que el niño era yo, y que dormido había hecho todo eso que ellos decían. Si a un niño pequeño, ni aún lo que hace despierto se le tiene en cuenta, ¿cómo es que los Ancianos estaban allí en consejo para cuestionar tan seriamente sobre lo que pudo decir un niño dormido?

El Hazzan se vio en grandes apuros, para responder al pequeño Yhasua algo que pudiera satisfacer a su mente, en la cual ya se revelaba en parte lo que era.

—Mira, hijo mío –confesó por fin–. No creas que yo lo sepa todo, ni que sea una gran inteligencia, pero te diré lo que me parece.

“Habrás oído decir que los niños son ángeles de Dios y que cuando duermen, están asistidos por otros ángeles y a veces los sueños de los niños son reveladores. ¿No podemos pensar que dormido has respondido a preguntas que te han hecho, y a las cuales han contestado los ángeles que velaban tu sueño?

— ¡Puede ser! Me gusta mucho tu respuesta. Óyeme. Una noche, ven cuando yo duerma, te pones junto a mi lecho y me haces preguntas. Veremos qué te contesto. ¿Quieres?

—No, hijo mío, eso no, porque yo no tengo la capacidad que tienen los Ancianos del Monte Hermón para buscar así los secretos divinos.

“Ellos son sabios que han estudiado mucho. Y dime, ¿cómo te despertaste de aquel sueño?

—Yo bien, y la fiebre ya no ardía más en la frente y en las manos.

— ¿Ves lo que te digo?, ellos saben sanar los cuerpos y comprender el lenguaje de las almas. Acaso tú llegarás un día a saber tanto o más que ellos; pero en este momento, tú por ser niño y yo por no ser grande, debemos conformarnos con cumplir la Ley, y ser muy buenos, aun para los que no son buenos. Si acudes el sábado a la Sinagoga, me oirás leer aquel pasaje de la Escritura, cuando el niño Samuel dormía y le despertó una voz que le llamaba. Samuel fue más tarde un Profeta de Dios, al cual Jehová daba sus inspiraciones en el fondo de su corazón. ¿No podría ser que Dios te hubiera destinado para una misión profética como a Samuel entre el pueblo escogido?

—Yo pienso a veces –dijo el niño, y su rostro pareció transfigurarse con una extraña luz–, que un grande amor me llena de llanto los ojos, un amor, que ni es a mi madre, ni a mi padre, ni a ninguno de la tierra, sino..., a todo, al cielo, a la tierra, al aire, a la luz, al sol, a las estrellas, a todo lo que ven mis ojos, y también a lo que no se ve. ¿Comprendes, Hazzan? Y cuando esto se me pasa, me quedo triste, mohíno, me escondo en un rincón oscuro y pienso. ¿Qué es lo que pienso? No sé decirlo, pero a veces lloro en la oscuridad hasta que mi madre me descubre y me riñe, obligándome a salir para ayudar a devanar sus lanas y sus hilos hasta hacer grandes ovillos... ¿Qué será esto, Hazzan? –añadió.

—Será el Señor, hijo mío, que quiere hablarte como al jovenzuelo Samuel.

Aquí llegaban, cuando apareció Myriam y Yhosep siguiéndola, para que el Hazzan le vendase una herida que se había hecho en la mano.

Cuando hubo cumplido sus deberes de médico, les habló algo de su diálogo con el niño.

— ¡Oh! –dijo Yhosep–, nuestro Yhasua es un mirlo melancólico, que más quiere llorar que cantar.

—Es un niño que piensa más de lo que sus años le permiten, y os ruego que me lo llevéis a la Sinagoga el primer día que vayáis.

Como Yhosep le acompañase hasta la puerta del huerto, el Hazzan añadió:

—Vuestro mirlo melancólico comienza a tender sus alas, y el niño empieza a despertar a sus grandes realidades.

“Aquí haría falta alguno de los Ancianos, si no de Moab y del Hermón que están lejanos, por lo menos del Tabor o del Carmelo, que también los hay adelantados en los caminos de Dios. Si tenéis confianza en mí, yo me encargaré de este asunto, pues no me siento capaz de esperar el despertar de su conciencia, que no sabemos qué día ni qué hora se producirá.

—Veo que dais mucha importancia a las fantasías de nuestro Yhasua. ¿No sería mejor distraerlo con la escuela y el trabajo? –replicó cándidamente Yhosep, sujetando su mano vendada que dejaba ver un ligero manchón de sangre rezumada.

—No queráis medir a Yhasua, con la misma medida que a los demás niños. ¿No recordáis cómo se manifestó el Señor en la niñez de Samuel?

—Sí, es verdad, haced, Hazzan, lo que tengáis por más conveniente –accedió el buen padre, despidiéndose del esenio a quien agradeció el servicio prestado.

Y aquel humilde maestro de la escuela de Nazareth, y Hazzan de la Sinagoga, se alejó paso a paso hasta su casa, bendiciendo a Dios que le ponía en el camino de su Verbo, a él que se creía menos que una hormiga en los campos del Señor, animados de su poderoso hálito de vida.

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