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biografía de la autora

 

 

ARPAS ETERNAS
PARTE DEL CAPÍTULO: PRIMER VIAJE A JERUSALÉN

 

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Yhasua no cantaba, sino que era todo oídos para escuchar. Y cuando su padre y parientes se quedaron dormidos, él se acercó a los terapeutas que aún permanecían sentados junto a la hoguera casi apagada, y en voz muy queda les dijo:

—Estoy inquieto y no tengo sueño. La luna brilla que es un encanto, ya veis como penetra por las aberturas de la tienda, ¿queréis que salgamos fuera para contemplar el paisaje? Apenas llegamos me encerraron bajo la tienda. ¿Por qué he de dormir si el sueño no acude a mí?

El esenio que le escuchaba más de cerca puso su índice sobre los labios para indicarle silencio, y después de cambiar breves palabras con su compañero, salieron de la tienda llevando de la mano a Yhasua.

Era un hondo valle circundado hacia todos lados por montañas cubiertas de vegetación en parte, dando lugar a que asomaran también sus agudas aristas las rocas grises y peladas, donde los arbustos o el musgo no habían podido prender sus raíces.

Infinidad de sepulcros aparecían abiertos en las rocas, según la costumbre hebrea de que los vivos tuvieran siempre a la vista sus muertos para estar seguros, según la creencia de algunas de las sectas en que estaba dividida la opinión, de que en un día determinado los muertos saldrían de sus sepulcros con los mismos cuerpos que tuvieron.

Pues, aunque la ley de la reencarnación estaba conocida por los estudiosos y pensadores de los tiempos más remotos, nadie se ocupaba de dar al vulgo la explicación razonada y científica sobre tan profundos conocimientos.

Se ve, desde luego, que los dirigentes espirituales de las multitudes obraron siempre de igual manera: la verdadera doctrina quedaba secreta para los Iniciados de la Divina Sabiduría; y la fe de las masas era alimentada con ceremonias exteriores de mayor o menor suntuosidad y aparato, siempre lo bastante, para llenarle la imaginación con lo que podían percibir sus ojos.

La luna daba de lleno sobre las losas sepulcrales pulimentadas a medias, pues eran enormes bloques de granito que cerraban las tumbas al exterior.

Un sordo rumor se percibía cercano, y averiguando el motivo, se encontró que había muchas filtraciones de agua en aquellas montañas, las cuales como pequeñas cascadas se precipitaban al valle donde iban formando numerosos remansos que el ardiente sol de Judea evaporaba después, o se resumía, dando fertilidad maravillosa a aquel delicioso lugar.

Los dos terapeutas se pusieron a la vez gorros blancos de piel de cordero.

Como Yhasua nunca los había visto en tal forma, comenzó a reír sin poderse contener.

—Dadme uno a mí, para que yo también tenga cabeza de cordero –decía.

Pero como vio que los esenios no le hacían caso, calló y se puso en observación.

A poco se vieron salir algunos bultos o sombras de las negras aberturas de las montañas.

— ¡Oh, oh!, –exclamó el niño apretándose a los esenios–. Parece que aquí los muertos salen de los sepulcros.

—No son muertos, Yhasua, no temas. Son infelices leprosos que la crueldad y la ignorancia humana han relegado a tan mísera condición.

—Algunos están locos a causa de sus grandes padecimientos, pues se han visto abandonados de sus mujeres, de sus hijos y de cuanto amaron sobre la tierra.

“Y las gentes les creen poseídos de los demonios y les matan a pedradas si aparecen en lugares habitados.

“Ellos saben que sólo nosotros les amamos, y el gorro blanco de piel de cordero es la señal de que estamos solos y pueden acercarse.

El alma del niño se llenó de inmensa piedad, y la blanca claridad de la luna hizo brillar en sus mejillas dos gruesas lágrimas que no trató de evitar.

Las sombras iban acercándose como recelosas. Eran cuatro y por el andar podía calcularse que uno era anciano y los otros tres jóvenes todavía.

Los esenios se adelantaron hacia ellos y les hablaron a media voz. Los cuatro miraron al niño y se sentaron sobre los peñascos cubiertos de musgo.

Los esenios hicieron sentar a Yhasua en un viejo tronco de encina que estaba caído, y ellos lo hicieron también a cada lado suyo.

—Parece que tenemos una deliberación a la luz de la luna –insinuó el niño con su dulce voz que parecía un gorjeo.

— ¿No sientes nada extraordinario, Yhasua? –preguntó uno de los esenios.

—Sí, siento un deseo grande de saber cómo se puede hacer para remediar la situación de estos hombres que viven tan miserablemente sin culpa suya, y sólo debido a su enfermedad, –contestó Yhasua como pudiera hacerlo una persona mayor.

—Y si lo supieras y pudieras, ¿lo harías, Yhasua?

—Eso, ni hay que preguntarlo Hermano terapeuta; ¿no lo harías vos, acaso?

—Sí, yo lo haría y todo buen esenio lo haría si pudiera disponer de los medios necesarios.

—Y ¿qué medios son esos? –volvió a preguntar el niño–. Porque cuando yo quiero un nido, subo al árbol y lo tomo. Cuando quiero una flor o una fruta las corto, y cuando quiero hacerle bien a alguno, pienso con gran fuerza de voluntad: “Que Jehová te salve”.

—Bien has contestado, niño –díjole uno de los terapeutas–. Figúrate que estos cuatro hermanos nuestros, enfermos de una enfermedad que los medios físicos o humanos no alcanzan a curar, son flores que el Altísimo pone a tu paso por la vida. ¿Cómo harías tú para recogerlas?

El niño quedó silencioso y a poco rato su cabecita se inclinó sobre el esenio que tenía más inmediato. El otro esenio que era clarividente, observó el acercamiento de Inteligencias descarnadas de gran evolución. Eran tres Potenciales de la Muralla de Diamantes, que se colocaron a espaldas del niño caído en hipnosis, las manos que arrojaban rayos de todos sus dedos, se extendieron sobre el niño, y de inmediato apareció el doble astral en la radiante personalidad de Moisés.

El otro esenio, menos desarrollado en su facultad clarividente comenzó también a percibir lo que estaba operándose en el plano espiritual y dentro de la atmósfera misma que les envolvía.

Ya comprenderá el lector que todo esto ocurría en el más profundo silencio, pues los cuatro enfermos habíanse dormido, con ese profundo sueño provocado por poderosas corrientes magnéticas, y apoyados en los peñascos, o unos en los otros, aparecían como un negruzco montón de harapos, imposible de definir donde comenzaba uno y terminaba otro.

La materialización de aquella radiante aparición se hizo poco a poco, hasta que los esenios oyeron una voz con sonoridad de clarín que decía:

¿Me preguntas cómo haré yo para recoger estas flores humanas agostadas por el mal? Yo hago así.

Y extendiendo sus manos de luz que arrojaban como torrentes de luminosas chispas hacia el informe montón de harapos, dijo con una intensidad que parecía remover hasta el fondo de las entrañas:

“¡Que éste fuego de Dios consuma cuanto mal haya en vosotros!”

Fue un proceso rápido y a la vez estremecedor.

La tremenda fuerza magnética puesta en acción, desintegró aquellos harapos de los cuales se levantó como un leve humo gris, y aparecieron los cuatro cuerpos completamente desnudos, tendidos sobre el césped, como blancas estatuas yacentes a la claridad de la luna.

¡Dios lo quiso! ¡Bendito sea! –oyeron nuevamente que la voz decía–:

“Bañadles en ese estanque y callad, que aún no es hora de que Yhasua despierte a los que aún viven muertos en la ignorancia”.

Y toda la visión se esfumó.

Diríase que hubiera sido un sueño de los terapeutas debido a su continuo estado de mística exaltación. Pero ahí estaban los cuatro cuerpos desnudos, blancos, sin una sola mancha amoratada, ni llagas, ni herida de ninguna especie que atestiguaba la tremenda realidad.

El más joven de los terapeutas corrió a la tienda a traer ropas para vestir a aquellos cuatro hombres ya curados de su terrible mal. Al bañarles, se despertaron, aunque bajo la acción todavía de la poderosa corriente que les había hipnotizado.

La frescura de las aguas del estanque, les devolvió la plena lucidez y llorando de felicidad viéndose curados, se abrazaban a los terapeutas bendiciéndoles por el beneficio que habían recibido.

Mientras tanto, Yhasua, como un corderillo blanco dormía sobre una manta tirada en el césped, donde los terapeutas le habían dejado hasta que por sí solo se despertase.

Comprendían que su materia debía ser nuevamente vitalizada y sabían bien, que las corrientes benéficas del Cosmos, sabiamente puestas en acción sobre él, repondrían pronto cuanto desgaste físico hubiera tenido.

Ya vestidos con limpias ropas los cuatro enfermos, les dieron a beber vino con miel y les mandaron callar lo que ellos creían un estupendo milagro obrado, no sabían si por los terapeutas o por el hermoso ángel rubio que dormía profundamente tendido sobre el césped, iluminado por la blanca claridad lunar.

—Ahora no volveréis a las cavernas, sino que apenas aclare el día emprenderéis camino a Betel con un mensaje escrito que os daremos para unos artesanos, amigos nuestros, donde os darán trabajo –Esto decían los terapeutas a los recién curados, a fin de que el hecho no se divulgase.

—Y guardaos bien de referir este suceso, porque Jehová quiere que aún quede oculta su gloria, manifestada por este niño que es enviado suyo.

— ¡Silencio, pues, Silencio!, no queráis ir contra el mandato divino.

Los cuatro prometieron solemnemente no pronunciar jamás una palabra sobre lo sucedido.

—Ahora esperad que el niño se despierte para que os vea ya sanos de vuestro mal, pues que estaba apenado de ver tanta miseria sobre vosotros.

Mientras tanto les dieron algunas instrucciones sobre su vida en adelante, pues deseaban ingresar en la Fraternidad Esenia, a fin de pagar con buenas obras el bien que habían recibido.

El niño se despertó por fin, casi a la media noche.

— ¿Qué hicisteis de los enfermos? –preguntó.

— ¡Miradles! –contestaron los esenios.

— ¡Cómo! Estos no son los mismos.

—Mientras dormías, el Señor les ha curado porque tú lo has querido. ¿No decías que cuando querías una fruta o una flor la tomabas? Quisiste devolver a la vida estas flores humanas, y ahí las tienes.

En un delirante acceso de alegría, el niño abrazó a los terapeutas y a los enfermos uno por uno. Fue una escena de profunda emotividad, en que las lágrimas corrían y el corazón saltaba de gozo. El más joven de los curados sólo tendría veintitrés años y abrazado al niño lloraba a grandes sollozos.

— ¿Por qué lloras tanto? ¿No estás contento de haber sido curado por la voluntad de Jehová?

—Sí, niño hermoso, pero padezco porque en Rama tengo una madre que llora por mí y una novia que ha entrado al Templo para no salir más por causa de mi terrible mal. Y como he prometido callar mi curación, no podré jamás hacerles saber a ellas mi dicha presente.

El niño volvió sus ojos llenos de asombro a los terapeutas como diciéndoles: “Vosotros curáis el cuerpo y abrís heridas en el alma”.  Ellos lo comprendieron.

—Todo puede arreglarse con buena voluntad –dijo el mayor de ellos–. Vente ahora con nosotros a Jerusalén a celebrar la Pascua. Allí nadie te reconocerá, y a nuestro regreso te acompañaremos a tu pueblo y a tu casa, y sin necesidad de decir lo que esta noche ha pasado; únicamente dirás que unos baños medicinales te han lavado de tu mal. Estamos conocidos como médicos del pueblo, y nadie se extrañará, mayormente, de una curación que ya no es la primera. Allí hablaremos a tu madre, y en el Templo trataremos de ver a tu novia, y ya ves..., cuando Jehová dispone las cosas, las dispone bien.

El jovenzuelo estuvo de acuerdo y la alegría volvió a su corazón. Los otros tres no tenían mayor interés de encontrarse con sus familiares, cuyo desamor para ellos había sido tan manifiesto, por lo cual buscarían amistades nuevas entre la numerosa familia esenia que les abriría ampliamente los caminos de la vida.

El niño púsose luego, en actitud reflexiva. Era evidente que muchos pensamientos bullían en su mente. Uno de los esenios lo notó y le dijo:

— ¿Meditas, Yhasua? ¿En qué piensas si se puede saber?

—Durante mi sueño habéis quitado el mal a los enfermos y les habéis despojado de sus viejas ropas. Nada de eso lo vi, pero ha sucedido. Me hubiera gustado mucho más, ver cómo de enfermos se cambiaban en sanos.

—Hijo mío –díjole el esenio– las fuerzas dinámicas del espíritu, cuando están a tono con las de la naturaleza, realizan hechos tan estupendos que solamente los Iniciados en los Divinos Conocimientos saben explicar y comprender. Por hoy sólo puedo decirte que era necesario tu sueño para que estos hombres fueran curados. Cuando ingreses definitivamente en alguno de nuestros Santuarios, sabrás el por qué de todos estos fenómenos.

—En los libros de los Profetas se han registrado hechos parecidos a éste, y nada es maravilloso teniendo en cuenta el poder de una Inteligencia avanzada cuando usa las fuerzas de la Naturaleza.

Mientras tanto los ex enfermos, postrados con el rostro en la tierra bendecían a Dios en todos los tonos, pareciéndoles increíble poder de nuevo incorporarse a la sociedad humana de que habían sido apartados. Palpaban repetidas veces los sitios de sus cuerpos donde innumerables llagas sanguinolentas les hacían sufrir horriblemente y sólo encontraban una piel más rosada que el resto del cuerpo, como ocurre naturalmente en heridas recientemente curadas.

—Para todos, sois viajeros llegados esta noche procedentes de la vecina aldea, no lo olvidéis, y vamos todos juntos a la tienda que puede ser que la madre del niño le busque –dijo uno de los esenios, guiando a todos a la gran carpa de la cual se habían apartado unos cincuenta pasos.

En efecto, Myriam se había levantado para ver si su hijo estaba bien cubierto con sus mantas, y grande fue su alarma al no encontrarle al lado de su padre donde le había acostado. Llamó en voz baja a Yhosuelín, a quien el cansancio le hacía dormir profundamente. Y antes de que éste se despertase, vio que se levantaba la cortinilla de entrada a la tienda y la luna daba de lleno sobre su hijo que entraba con los esenios. Se les acercó silenciosamente como deseando una explicación.

—No digáis nada –dijo el esenio mayor–, aquí lo tenéis. Nosotros salíamos a llevar provisiones a unos enfermos, y como él estaba sin sueño quiso seguirnos.

—Porque estuvo con vosotros no le reprendo; gracias por vuestros cuidados –dijo, y tomando al niño de la mano lo llevó junto a su padre y lo acostó nuevamente.

A las primeras luces del amanecer los viajeros se pusieron en movimiento, con esa ruidosa alegría de los que ven ya muy cercana la hora de llegar a los muros de la ciudad Santa, que les esperaba resplandeciente de gloria y de magnificencia.

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