Ir a Principal
biografía de la autora

 

 

ARPAS ETERNAS
PARTE DEL CAPÍTULO: LOS ANCIANOS DE MOAB

 

...................

Su hermoso rostro tomó el aspecto de un inspirado. Ya no sonreía. Ya no jugaba. Su mirada tendida a lo lejos, parecía buscar en otros horizontes algo que se reflejaba en su espíritu. Viéndole así, Yohanán se sentó a su lado.

—Yo sé –comenzó Yhasua–, yo sé que tú y yo hemos vivido muchos siglos antes de ahora y que hemos vivido muchas veces antes de ahora.

— ¿Cómo lo sabes? –preguntó con alarma Yohanán.

—Por las instrucciones que los Ancianos de Monte Carmelo me han dado. Los esenios son muy antiguos, aunque en el correr de las edades no siempre se llamaron esenios.

— ¿Y sabes cómo se llamaron?

—Sí. En una época muy remota se llamaron Profetas Blancos, después Antulianos, más tarde Dakthylos, luego Kobdas y ahora Esenios. Son los mismos. Y así como ahora tú y yo estamos en medio de ellos, estuvimos en aquellas lejanas edades también.

— ¡Oh, qué viejos somos!..., –exclamó Yohanán–. ¡Y eso que parecemos niños!

— ¡Y niños somos en la materia que revestimos! ¡Tantas veces fuimos niños arrullados en nuestro sueño por una madre que meció nuestra cuna! ¡Oh, las madres!..., ¡las maravillosas madres que aman siempre..., que sufren siempre y esperan siempre!...

— ¡Qué extraño estás, Yhasua!..., parece que te hubieras transformado en un Anciano como los esenios.

— ¡Es que ahora te habla mi Yo interno que ha vivido largas edades!...

“Hace ocho mil años que también yo era niño, nacido de un gran amor en una gruta como éstas, donde se albergaba una familia de renos.

“¡Yohanán!..., ¿has leído las Escrituras Sagradas?

—Siempre asisto a esas lecturas.

—Entonces sabes el poema de Adamú y Evana, ¿verdad que lo sabes?

— ¡Oh, sí!..., la pareja célebre de donde arranca la era que se llama Civilización Adámica.

— ¡Justamente! ¡Y Abel, su primer hijo, fui yo! ¿No lo sabías?

— ¡No, eso no lo sabía!

—Y tú formabas parte de los esenios de entonces que se llamaban Kobdas y tu nombre era Agnis.

—¿ Y por qué se llamaban así y no esenios como ahora?

—Porque éstos tomaron el nombre del más íntimo y querido discípulo de Moisés, cuyo nombre era Essen, ¿comprendes? Y los Kobdas se nombraron así, porque esa frase se traduce “corona”, en la lengua que ellos hablaron. Se propusieron ser la “corona de amor y de luz”, dentro de la cual desenvolviera sus actividades el hombre Ungido del Amor Eterno para aquella hora.

— ¡Pero tú sabes muchas cosas, Yhasua!..., –exclamó Yohanán–. ¿Por qué yo no las sé?

—Ahora las sabrás en los días que yo estoy aquí. ¿Tienes miedo de Elías, Profeta del cual corren tan espeluznantes tradiciones?

— ¡No tengo miedo ninguno, pues por las Escrituras sé que fue un Profeta de Jehová, que en su nombre hacía la justicia sobre los poderosos y los malvados!

— ¡Elías eras tú mismo!

— ¿Yo?..., ¿has dicho que yo?

—Sí, tú, y esto lo sé de haberlo oído en el Monte Tabor, mientras los Ancianos hacían evocación a Jehová para que les enviase Luz Divina con sus mensajeros celestiales.

— ¿Y qué pasó?...

— ¡Ellos creían que yo dormía porque me vieron quieto!..., muy quieto. Y era que yo no podía moverme como si hubiera perdido el movimiento de mi cuerpo. Mas mi mente estaba lúcida y atenta. A la oración ferviente de los Ancianos, les respondió Jehová con una visión que parecía una llama de fuego. Poco a poco se fue dibujando una silueta humana y era Elías Profeta que habló de que se acercaba la hora del gran apostolado de Yhasua y de Yohanán, hoy niños ambos.

— ¿Y has dicho que yo era Elías? Yo no he salido de aquí desde hace casi tantos años como los que tengo... ¡Oh, Yhasua!... ¡No sé cómo comprender lo que me has dicho!

—Antes de dudar, Yohanán, pensemos un poco. Los Ancianos me enseñaron cómo se piensa de acuerdo con la razón.

“Cuando tú duermes, ¿qué hace la parte activa y principal de ti mismo, o sea el alma, inmaterial y vibrante como un rayo de luz?

— ¿Qué sé yo lo que hará? ¡Dormirá también!...

—No, Yohanán, no duerme, porque sólo duermen los cuerpos orgánicos que necesitan descanso para el sistema nervioso. El alma queda libre durante el sueño y puede ir a donde la Ley Divina le permite. La noche aquella de que te hablé, seguramente dormías aquí, y tu alma desprendida de la materia fue al Tabor donde los Ancianos llamaban a lo Infinito.

—Cuando han explicado las Escrituras a los esenios del grado primero, me han mandado escuchar y yo he oído que Elías Profeta vendrá antes que el Mesías Salvador de Israel –dijo Yohanán pensativo–.

“Tú me dices ahora que estás convencido que soy Elías que ha vuelto a la vida, entonces tú, ¿quién eres que siendo más pequeño que yo, sabes tantas cosas?... ¡Yhasua!..., ¿quién eres tú?...

Y Yohanán devoraba con sus brillantes ojos negros a Yhasua, cuya mirada seguía perdida en las lejanías...

—Yo soy Moisés, que ha vuelto con una ley nueva para los hombres: la Ley del Amor Universal.

¡Sin saber por qué los dos niños se abrazaron con una emoción indescriptible!

¡Moisés y Elías!..., las dos grandes figuras de la epopeya final del Cristo Redentor, transformadas para esa hora, en Yhasua de Nazareth y Yohanán el Bautista.

— ¿Qué pasa aquí que os abrazáis tan desesperadamente? –dijo de pronto junto a ellos la voz de Nicodemus que seguido de José y el esenio portero, buscaba a los niños cuya tardanza les causaba extrañeza.

—No pasa nada –contestó Yhasua–, sino que estamos recordando nuestra amistad antigua y la ternura nos ha rebosado del pecho. ¿Para qué nos queréis?

—La leche y las castañas asadas están humeantes sobre la mesa. ¿No queréis desayunar con nosotros?

—Vamos allá –dijeron ambos niños siguiendo a Nicodemus.

El día pasó sin incidentes notables, pero esa noche a primera hora, Yohanán se acercó al Servidor del Quarantana y muy sigilosamente le dijo:

—Yhasua quiere que yo vaya con él a orar a Jehová en el Santuario, ¿nos dejáis?

— ¿Y por qué no? Vuestro deseo me hace pensar que el Señor os está llamando con determinados fines. No podemos poner trabas al Dueño de todas las cosas. Id pues, hijos míos.

Y el Anciano al hablar así, obedeció a los anuncios de uno de los esenios de Moab que recibió esa mañana, a fin de que durante todo el día dejasen a ambos niños en completa libertad de acción, pues las Inteligencias Superiores realizaban trabajos para que se manifestara al exterior “su verdadero Yo”, no por medio de la hipnosis, sino en plena conciencia.

Mientras ocurría esto, el Gran Servidor, dos Notarios, José y Nicodemus, se colocaron a distancia en la que llamaban “gruta de las vírgenes” que daba al Santuario, pero separada por una rejilla de bronce y un ligero velo blanco. Era el sitio donde las doncellas esenias cantaban a coro y acompañadas por su laúdes, los salmos que los Ancianos designaban para determinadas solemnidades. Desde allí podían observar todo cuanto pasaba en el Santuario.

Vieron a Yhasua que entró con pasitos quedos y lentos, como si sintiera sobre sí un gran peso que le impidiera andar con ligereza.

Fue a postrarse al centro, delante de las Tablas de la Ley, copia igual al viejo original que conservaban en el Gran Santuario de Moab. Yohanán le había seguido, y junto a él se postró también. Ambos se pusieron luego de pie, y acercándose al atril de encina, donde estaban las Tablas de la Ley, quedáronse unos instantes quietos, como si fueran estatuas de piedra. La luz dorada del gran candelabro que pendía de la techumbre daba de lleno sobre los rostros de ambos niños, clavados con insistente fijeza sobre aquellas piedras grabadas hacía más de diez siglos.

De pronto vieron que Yhasua colocó el índice de su diestra sobre aquel versículo final que dice:

“Estos diez mandamientos se encierran en dos: Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo”.

Y con una vibrante y sonora voz que no parecía salir de aquel cuerpecito oyéronle decir:

— ¡Yohanán!... ¡Acabo de descubrir que a esto sólo, hemos venido tú y yo a la Tierra en esta hora de la humanidad! ¡Mira, Yohanán, mira! –Y continuaba marcando con su dedito rosado, firme como un punzón de hierro aquellas inflexibles palabras:

“Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo”.

Una extraña y fosforescente claridad iluminó aquellas frases que Yhasua tocaba con su dedo, hasta el punto de hacerlas visibles a la distancia en que se hallaban los espectadores silenciosos. La “gruta de las vírgenes” se llenó bien pronto, pues fueron llamados todos los Ancianos a presenciar el espectáculo. ¡La fosforescencia de las frases se fue tornando en un hilo de fuego que las agrandaba más y más, hasta que aquellas frases llenaron por completo esa parte del Santuario donde estaban los libros de los Profetas, por encima de los cuales se extendía la radiante claridad como una llama viva!...

— ¡Esto es todo, Yohanán!..., ¿lo ves?, ¡esto es todo!, –continuaba diciendo la voz sonora de Yhasua–. Cuando cada hombre de esta Tierra ame a su Dios sobre todas las cosas y a sus semejantes como a sí mismo, todas las otras leyes sobran porque ésta lo encierra todo.

— ¡Echas fuego de tu mano, Yhasua!, –exclamó casi espantado Yohanán–. ¡Retira tu dedo porque consumirás así las Tablas de la Ley!...

— ¡No, no!, el fuego que ardió en la zarza de Horeb ante Moisés un día, arde ahora nuevamente para consumirlo todo..., los templos, los altares, los dioses, los símbolos, porque una sola cosa debe quedar en pie después de haber brillado esta llamarada ardiente:

“Amarás a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo”.

“¡Todo lo demás es hojarasca seca que se lleva el viento, es flor de heno que se torna en polvo al correr del tiempo y de la vida!

Y como si una tremenda energía se fuera apoderando de todo su ser, tomó los rollos de papiro que estaban en un cubilete de piedra blanca donde se leía: Libros de Moisés.

— ¿Ves, Yohanán, éstas pocas escrituras donde se describe el génesis de los mundos, de los seres y de las cosas, donde unas reglas simples de buen vivir enseñan a los hijos de Israel el secreto de vivir con paz, con salud y alegría?... En el Templo de Jerusalén y en todas las Sinagogas, desde Madián hasta Damasco, los libros que llaman de Moisés son verdaderas tablas de sangre, donde reglamenta y ordena las matanzas y las torturas de hombres y bestias en homenaje a Jehová.

“¿Cómo explicarán los hombres doctos un día el “No matarás” de la Ley de Moisés, y el “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”, puesto en parangón con esos otros libros llamados de Moisés, donde bajo el axioma de “ojo por ojo y diente por diente”, autoriza todos los asesinatos y crímenes que caben en los códigos satánicos de la venganza en acción?

“¡Oh, Yohanán, Yohanán, tú y yo seremos sacrificados como corderitos entre lobos por esta humanidad inconsciente, que se solaza entre el egoísmo y el odio, pero de tu sangre y la mía brotarán a millares como plantas de un vivero maravilloso, los apóstoles del amor fraterno, que al igual que nosotros caerán segados como espigas maduras y cuyas vidas sucesivas en interminable cadena, irán escribiendo en todas las conciencias: “Ama a tu prójimo como a ti mismo”, hasta que los hombres cansados de padecer, se abracen por fin a esa ley inmortal y eterna, que es el código supremo en todos los mundos y para todas las humanidades!

“¿Lloras, Yohanán?... ¿Por qué lloras?

—Porque tu fuego ha quemado los velos que me escondían las cosas que pasaron y vuelvo a vivir tu sacrificio, como si de nuevo bebieran de tu sangre y la mía, derramadas juntas en aras de la humanidad. ¿Hasta cuándo, Yhasua, hasta cuándo?...

—Hasta la hora presente que es para mí la final, la que marcará la apoteosis, y será la más ignominiosa de todas mis muertes.

“¡Eres Elías!..., ¡el terrible Elías que esgrimía rayos de fuego en sus manos y hacía temblar de espanto a los tiranos y a los malvados!, ¿y lloras ahora, Yohanán, lloras ahora?...

— ¡Aquí no están los tiranos ni los malvados, Yhasua!... ¡Querubín del séptimo cielo! ¡Aquí estás tú, cordero de Dios, y tu ternura me invade como una ola gigante que sacude mi ser, estremeciéndolo de horror y de espanto!

“¡Tú eres el lirio de los valles cantado por Salomón, el manojillo de jacintos en flor sobre el pecho de la escogida, el perfume de mirra y áloe que puebla el alma de ensueños, de paz y de amor; el arrullo de la tórtola que llama gimiendo a la compañera desde el hueco de una peña!... ¡Oh, Yhasua, vaso de miel y de esencias!, ¿y no he de llorar por ti, único que sabes amar?... ¿Vas a morir has dicho?..., ¿vas a ser devorado por esa loba hambrienta que se llama humanidad?

“¿Vas a ser despedazado por esa piara de cuervos rabiosos que jamás se hartan de sangre?... ¡No, no, Yhasua, no! ¡Ya es demasiado!... ¡Yo no lo quiero! ¡Y si es verdad que soy Elías que hizo arder en llamaradas el Monte Carmelo, y convirtió en carbones a los sacerdotes de Baal, y tendió como larvas en el suelo a los soldados de Acab, yo exterminaré a todos los hombres de esta tierra si en ella no se encuentra uno solo capaz de amarte, Yhasua, hijo de Dios Inmortal, que enciende las estrellas por la noche y los soles al amanecer!

“Yo destruiré como el mar bravío los barcos que lo cruzan...

— ¡Yohanán!... ¡Yohanán...! –díjole dulcemente Yhasua, poniendo su mano suave y delicada sobre el hombro de su amigo tembloroso por la energía formidable, que como una ola hirviente corría por todo su cuerpo–.

“¡Nada de eso harás, Yohanán!, porque tú serás sacrificado antes que yo, y desde tu lugar de gloria y de amor, verás mi holocausto como debe y puede verlo una Inteligencia de larga evolución. ¡Me esperarás sonriente y feliz, de verme llegar triunfante de la ignorancia, del fanatismo y de la muerte! Me esperarás para levantar los velos rosa y oro que cubren la puerta del cielo de los Amadores y serás el primero en decirme: “¡Entra a tu patria para siempre, Cristo, Hijo de Dios Vivo!”

Yohanán abrió sus ojos como presa de un deslumbramiento súbito, y sin poder pronunciar ni una sola palabra, exhaló un profundo gemido y cayó exánime sobre el pavimento. Este clamor y el ruido de la caída, cortaron la corriente de luz, de amor, de sabiduría infinita, y Yhasua, vióse de nuevo con su debilidad de niño que teme de todo y por todo, y arrojándose también al suelo junto a su amiguito sollozaba amargamente:

— ¡Yohanán!..., ¡no te mueras... Yohanán!..., ¿quién me acompañará a llevar los cabritillos al abrevadero y a pastorear? –Y cubría de tiernos besos la helada frente del niño desmayado.

Entonces los esenios salieron de su escondite y corrieron hacia ambos niños. José y Nicodemus levantaron a Yohanán y le condujeron a su lecho, mientras los Ancianos consolaban a Yhasua que seguía repitiendo:

— ¡Yohanán, no te mueras!..., ¡yo quiero que no te mueras!

— ¡Calma, hijito, calma!, –decíale el Gran Servidor que le había levantado en brazos y le estrechaba sobre su corazón–. Yohanán sólo está desvanecido y pronto le verás perfectamente bien.

Y pasando de brazo en brazo como cuando era muy pequeñito, llegaron al gran comedor donde el fuego del hogar semiconsumido, sólo dejaba ver un montoncito de ascuas que brillaban en la semioscuridad.

La ola de amor había consumido la ola de espanto, y Yhasua iba olvidando todo cuanto había ocurrido.

— ¿Qué se hace, Yhasua, cuando el fuego está casi apagado?, –preguntó uno de los Ancianos.

—Se enciende de nuevo –contestó el niño.

Y acto seguido tomó un haz de ramillas secas y un puñado de paja, y lo arrojó a las cenizas ardientes. Se levantó una llama de oro y púrpura que iluminó alegremente la gruta.

— ¡Oh, qué bonito fuego!, –exclamaba el niño mirando a todos con sus ojos sonrientes–. ¡Y qué hermosas vuestras túnicas blancas iluminadas por este resplandor! –Y se tiró junto al fuego sobre una piel negra de oso, cuya gran cabeza disecada formaba un duro contraste con la cabecita delicada y rubia de Yhasua. El Gran Servidor hizo sobre sus labios la señal de silencio porque tuvo la intuición de que el niño iba a quedarse dormido.

Un gran cambio se notó desde entonces en la personalidad de Yhasua. Hasta entonces había luchado el niño con el hombre. Éste último a momentos aparecía, para desaparecer luego vencido por aquella exuberante infancia que parecía luchar por prolongarse indefinidamente.

Diríase que en el subconsciente vacilaba ante el comienzo de un apostolado que debía conducirle al más tremendo sacrificio.

¿Qué fenómeno ocurrió en la psiquis del Hombre-Luz, durante aquel sueño en la gruta-comedor de los esenios y así tirado como un corderillo sobre la piel de un oso disecado? Los Ancianos todos, le dejaron dormir allí cuanto quiso.

Yohanán durmió también en su lecho en la gruta del Servidor.

...................