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biografía de la autora

 

 

ARPAS ETERNAS
PARTE DEL CAPÍTULO: FLORECÍA EL AMOR PARA YHASUA

 

Cuando Myriam y Yhosep abandonaban el Templo, encontraron en el pórtico exterior un grupo de Levitas que les esperaban en el sitio más apartado y detrás de una gruesa columna. Entre ellos estaban los dos hijos de Simeón, tío de Lía. Eran un grupo de Levitas esenios, el más resuelto de entre ellos se acercó a Yhosep y le dijo:

—Déjanos besar a tu niño, porque sabemos que es un Gran Profeta de Dios.

Yhosep accedió, pero los dulces ojos cargados de temor con que los miró Myriam, les llenaron de compasión.

—No temas, mujer –les dijo el Levita–, que nosotros somos amigos vuestros. ¿No me reconoces, Yhosep?

“Piensa en el anciano sacerdote Nathaniel, de la sinagoga de Arimathea, aquel a quien salvaste la vida cuando fue arrastrado por las cabalgaduras desbocadas...

— ¡Oh, oh!, –exclamó Yhosep–. ¿Y eras tú el jovenzuelo enfermo que iba dentro del carro?

—Justamente, era yo.

Y los dos, Yhosep y José, se abrazaron tiernamente; pues el joven era José de Arimathea, más tarde conocido Doctor de la Ley.

Entonces Myriam abrió su manto y dejó ver al pequeñín quietecito entre sus brazos. Como le vio despierto le tomó en los suyos y estrechándole a su corazón con indecible ternura le decía:

— ¡Yo sé quién eres, Yhasua!..., ¡yo sé quién eres! ¡Y porque lo sé, te juro por el Tabernáculo de Jehová que seré tu escudo de defensa hasta la última gota de mi sangre!

—Juradlo también vosotros –suplicó a sus compañeros, presentándoles el niño para que lo besaran.

—Lo juramos –iban diciendo los Levitas mientras besaban las rosadas mejillas del niñito de Myriam.

El último que se acercó era un hermoso y esbelto joven, cuyos ojos oscuros llenos de tristeza le hacían interesante a primera vista. Tomó el niñito en brazos y le dijo con solemne acento:

— ¡Si eres el que eres, sálvame porque me veo perdido!

Todos le miraron con asombro, casi con estupor.

El niñito apoyó inconscientemente su dorada cabecita en el pecho del joven Levita que le tenía en brazos. Todos pensaron que el niño estaba cansado de pasar de brazo en brazo y que buscaba descanso y apoyo. Sólo el que le tenía comprendió que su ruego había sido escuchado y devolviendo el niño a su madre, se abrió la túnica en el pecho y les mostró una úlcera cancerosa que allí tenía. ¡Cuál no sería su asombro cuando en el sitio de la llaga sólo aparecía una mancha rosada, como suele aparecer la piel demasiado fina en una herida recientemente curada!

El joven Levita abrazó las cabezas unidas de Yhosep y de Myriam mientras sus ojos se nublaban de lágrimas.

—Por esta úlcera cancerosa –confesó cuando pudo hablar–, debía abandonar el templo en la próxima luna, perdiendo todos mis estudios y esta carrera, esperanza de mi anciana madre y de mis dos hermanos. Mi mal no podía mantenerse oculto por más tiempo, y ya sabéis la severidad de la Ley para con enfermedades de esta índole.

—Este es el milagro número tres –certificó José de Arimathea–, y hay que anunciarlo al tribunal del Templo.

— ¡No lo hagáis, por piedad de mi hijo y de mí!, –exclamó Myriam llena de angustia—. Los terapeutas peregrinos nos han mandado callar cuanto ha sucedido antes del nacimiento de este niño. Callad por piedad también vosotros porque es consejo de sabios.

—Lo prometemos –juraron todos a la vez–, si nos permitís visitaros mientras estáis en Jerusalén.

—Venid –les dijeron al mismo tiempo, Myriam y Yhosep–. Somos huéspedes de nuestra parienta Lía y de su tío Simeón, padre de estos dos –indicaron, señalando a los Levitas Ozni y Jezer.

El joven de la úlcera en el pecho era de familia pudiente y entregó a Myriam un bolsillo de seda púrpura con monedas de oro.

Myriam se negó a recibirlo diciendo:

—Somos felices con nuestra modesta posición. No necesitamos nada.

— ¡Tomadlo, haced el favor! Es la ofrenda de oro puro que hacemos los veintiún Levitas esenios al Dios hecho hombre, como base para su apostolado futuro.

“Mas, si antes de que él sea mayor, lo necesitáis, usadlo sin temor. Hay siete monedas por cada Levita de los veintiuno que somos. Queremos ser nosotros los primeros cimientos del Santuario que ha de fundar.

—Si es así –asintió Yhosep–, lo tomamos, para tenerlo como un depósito sagrado hasta que el niño sea mayor.

El levita de la úlcera en el pecho se llamaba Nicodemus de Nicópolis.

La tradición ha conservado su nombre juntamente con el de José de Arimathea, por el solo hecho de que pidieron al Gobernador Pilatos el cadáver de Cristo; pero, antes de esta tremenda hora trágica, muchas veces hemos de encontrarnos con ellos como con otros muchos, cuya actuación quedó perdida entre el polvo de los siglos, debido al conciso relato evangélico y al secuestro que desde el siglo III se hizo de todos los relatos, crónicas y narraciones escritas por discípulos y amigos del Verbo encarnado.

Myriam y Yhosep regresaron a casa de Lía en la primera hora de la tarde.

* * *