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biografía de la autora

 

 

ARPAS ETERNAS
PARTE DEL CAPÍTULO:
EN SAMARIA

 

 

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—Por fin comemos con un blanco mantel –decía Seth, extendiendo uno flamante sobre la gran mesa de encina.

—Y con vasos de cobre que brillan como el sol –decía Felipe, mirándose en uno de ellos como en un espejo.

—Celebramos la llegada de tu padre, Felipe, que ya quedará entre nosotros –decía Yhasua, feliz y dichoso, como siempre que se había conseguido la redención de un semejante.

En estos preparativos estaban cuando llegaron los tres terapeutas que habían salido en exploración.

—El festín será completo –decía el tío Jaime, viendo las grandes cestas de uvas frescas y doradas que traían los terapeutas de las orillas del Jordán.

Más cargados venían aún de noticias recogidas de viejos conocidos y amigos, que felices de ver nuevamente a los desaparecidos terapeutas, les habían colmado de atenciones y de regalos.

Algunos refugiados vivían aún en las grutas, otros se habían ido a los pueblos vecinos a mendigar por las calles, y la mayoría murieron de hambre y frío.

Los paralíticos que no podían andar por sí mismos, y los leprosos que tenían prohibido presentarse en las calles, habían perecido cuando sus compañeros de refugio dejaron de socorrerlos por una causa o por otra.

Los terapeutas volvían con el corazón deshecho, más deshecho aún que las obras de misericordia fundadas en las grutas hacía tantos años, y de las cuales no existían ya ni los vestigios.

En la gruta de las mujeres enfermas y con niños contrahechos donde tenían puestos telares y calderas para teñir los tejidos, no encontraron más que dos niñas ciegas de nacimiento y que tendrían de ocho a diez años.

Judas de Saba, recordaba haber conducido él mismo a esa mujer con sus dos niñitas mellizas que tenían pocos meses. Una cabra doméstica llevada por él mismo criaba las dos criaturas. La madre murió y fue sepultada por las compañeras en un hueco de las montañas.

La cabra siguió amamantando a las niñas y guiándolas por las grutas a buscar agua y frutas silvestres.

Y Judas con inmensa amargura y remordimiento, decía a todos y lo repetía en lo profundo de su conciencia:

—Este noble animal ha cumplido mejor que yo. ¿De qué sirve poner piedra sobre piedra para levantar un templo a Jehová, si dejamos perecer de miseria las obras vivas de Jehová, que son sus criaturas con alma inmortal?

—Así es, Judas, así es –le contestó Yhasua profundamente conmovido–. Pero dime, ¿qué habéis hecho de esas niñas?

—Las hemos traído en brazos y la fiel cabra madre nos ha seguido hasta aquí. Están en la gruta de entrada.

Y Yhasua con Judas fueron allá. Las dos niñas recostadas juntas sobre el estrado con sus ojos cerrados en eterno sueño, permanecían quietas como si durmieran. La cabra de pelo largo blanco había trepado también al estrado y dormía a los pies de las niñas.

Con los brazos cruzados sobre el pecho, observó Yhasua unos momentos aquel cuadro, símbolo del abandono de los hombres y de la fidelidad de un animal.

Luego se acercó, e inclinándose sobre el estrado acarició suavemente aquellas cabecitas de cabellos negros y enmarañados.

Estaban vestidas a medias con los mantos de los terapeutas.

— ¿Quién es? –preguntaron ambas–. ¿Eres tú, Judas?

—Soy Yhasua, un hermano vuestro que os quiere mucho.

—No conozco esa voz –dijo una de ellas–. ¿Eres tú que nos mandaste buscar?

—Sí, yo; y si vosotras queréis, Jehová me ha dado el poder de abrir vuestros ojos.

Y en voz baja dijo a Judas que llamase al Maestro Melquisedec.

—Nunca tuvimos ojos –dijo la otra niña–, pero nuestra madre lloraba mucho por esa causa. Ella nos explicaba todas las cosas que se ven, teniendo ojos.

“Nosotras vemos con las manos, con el olfato, con los pies y sobre todo con nuestra segunda madre, la cabrita buena que nos alimenta y nos guía.

Yhasua observaba minuciosamente los ojos de las dos niñas, a través de cuya piel muy transparente y fina se percibía el movimiento de las pupilas y hasta el color oscuro de ellas.

Cuando llegó Melquisedec, observaron entre ambos que aquellas criaturas habían nacido con los párpados cerrados, pero que abriéndolos podían ver perfectamente.

—Pensad –les dijo Yhasua–, que Jehová abra vuestros ojos.

Se concentró profundamente mientras ponía sus manos sobre los ojos de las criaturas.

— ¡Me quemáis, me quemáis! –gritaron ambas a la vez.

Melquisedec las hizo callar y un profundo silencio se estableció en la gruta.

Las manos líricas de Yhasua temblaban por la poderosa vibración que corría por ellas como un fuego vivo, y de los ojos de las niñas se iba desprendiendo gota a gota una sustancia lechosa como si fueran lágrimas blancas.

Después, esas gotas se tornaron cristalinas y por fin los ojos se abrieron. Melquisedec y Yhasua puestos ante ellas, atenuaban la luz que podía causarles daño en el primer momento.

Cuando terminó la vibración de las manos de Yhasua, se sentó en el estrado porque había perdido fuerzas.

Como si el noble animal que estaba a su lado hubiera comprendido que aquellas manos habían curado sus niñas, las empezó a lamer suavemente.

—La naturaleza se sirve de ti, criatura de Dios, para restaurar el magnetismo gastado en otras criaturas de Dios.

“¡Qué hermosa es la armonía universal!

Melquisedec limpiaba con un lienzo blanco mojado en agua, los ojos de las niñas que continuaban abriéndose hasta su estado normal.

— ¡Qué hermosa es nuestra cabrita y qué lindos son sus ojos! Igual que los tuyos –se decía la una a la otra.

Esta exclamación de ambas criaturas, hizo comprender a todos, que ellas veían con bastante claridad.

Se sucedieron unas en pos de otras las escenas de sorpresa, asombro y miedo de aquellas dos niñas abriendo de pronto sus ojos a la vida, que habían percibido desde la triste oscuridad de sus ojos cerrados.

Eran desconfiadas de todo, y sólo seguían sin temor al fiel animal que les había servido de madre. Vieron a la cabra que entraba al arroyo a beber, y ellas bebieron también.

El fuego del hogar les llamaba grandemente la atención, sobre todo que de él salían cocidos los alimentos y asado el pan. La capacidad de razonamiento surgió en ellas enseguida, y un día preguntaron a Felipe con quien estrecharon amistad: “si en aquel fuego que se veía en lo alto también se cocinaban castañas y asaban el pan”. Aquel fuego alto era el sol, cuyo vivo resplandor hería dolorosamente sus ojos.

—He aquí los cimientos sobre los cuales fundamentamos de nuevo el devastado Santuario –decía Yhasua, acariciando aquellas cabecitas de oscuros cabellos–. Pero se hace necesario traer madres para estas niñas.

—O llevarlas donde ellas encuentren el amor de una madre –observó el tío Jaime.

—Será eso más fácil, que encontrar por el momento madres que quieran vivir aquí después de lo ocurrido en el Santuario. Todos le tienen pavor a causa de los bandidos que lo habitaron varios años –añadió Judas de Saba.

—Más adelante se podría establecer aquí “la cabaña de las abuelas”, como la hay en el Carmelo y en el Hermón –dijo suavemente Yhasua, recordando lo dichoso que fue en aquella temporada que pasó con su madre en el Monte Carmelo entre los cariños y mimos de la abuela Sabá, y las otras ancianas que vivían en grutas al pie de la montaña en que se hallaba el Santuario.

En su ardiente imaginación se dibujó nítidamente aquel asnillo blanco enjaezado de azul que la abuela Sabá tenía escondido entre una gruta para darle una sorpresa, y que él, como inquieta ardilla, había descubierto antes de tiempo.

— ¡Cuántos huerfanitos –dijo–, serían dichosos si hubiera aquí una cabaña de las abuelas!

—Todo vendrá con el tiempo –respondió Melquisedec–. Habrá ancianas, huérfanas de cariño, viudas sin hijos que esperan sin duda un rayito de luz para sus vidas sombrías. Y ellas formarán otra cabaña de las abuelas, como la del monte Carmelo y el monte Hermón.

La idea había surgido como una mariposa blanca entre las sombras y estaba como un principio en todas las mentes. Una circunstancia, no buscada, acaso produjera el hecho que se deseaba.

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