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biografía de la autora

 

 

ARPAS ETERNAS
PARTE DEL CAPÍTULO: EN LAS CUMBRES DEL LÍBANO

 


Monte Hermón

.....................

Y Yhosep y Myriam con su niño en brazos, llegaron una tarde a la cabaña del abuelo Jaime, con los dos terapeutas que les conducían.

Uno de ellos se había adelantado y tuvo con el anciano y con Matías, su hijo mayor, este diálogo:

—Abuelo Jaime: Jehová manda la gloria a tu casa.

— ¿Qué gloria es esa, mi Hermano terapeuta? –preguntó el viejo.

—El Mesías nacido en Israel busca amparo por esta noche en tu cabaña. ¿Se lo das?

— ¡Oh, mi Señor enviado de Jehová! ¿Dónde está, dónde, para que mis ojos le vean antes de morir?

—A la entrada del valle, viene con sus padres; pero has de hacer como si fueran de la familia tuya por si pudieran algunos verles llegar. Y cuando hayan descansado en tu casa, Matías nos acompañará al Santuario, pues allí les esperan ya.

—Esta casa es vuestra casa, Hermano terapeuta, y los Ancianos son los amos que mandan –dijo Matías–. Disponed pues como queráis.

Enterada la anciana Zebai de la gran novedad, aquello fue una barahúnda de preparativos, de ir y venir para disponer el hospedaje conveniente. Y entre todos los familiares corrió la noticia de que llegaba una sobrina de Zebai, porque su marido, carpintero, traía obras de encargo a realizar, y buscaba de elegir las maderas más preciosas para las delicadas arquillas y posa-pies que debía fabricar.

Todo sucedió tal como lo proyectaron los discretos terapeutas, y lo único en que no acertaron fue en que esa misma noche pasarían al Santuario; pues Myriam estaba agitada por la fatiga del penoso viaje escalando montañas, lo cual producía ese desgaste natural de un viaje lleno de impresiones, de inquietudes y hasta de miedo. Cualquier encuentro con gentes desconocidas le causaba terror, suponiendo que fueran los esbirros del Rey que seguían sus pasos. Una fuerte crisis de nervios que se resolvió en un silencioso llorar, le acometió apenas penetró a la cabaña del abuelo Jaime.

El tierno y espontáneo grito de amor de Zebai, que la llamaba con toda su alma ¡hija mía!, mientras la recibía entre sus brazos, hirió la fibra más sensible del alma tiernísima de Myriam, que explotó como una lira a la cual rompieran de un golpe sus cuerdas doradas. Entre Zebai y Yhosep la llevaron a la tibia alcoba que le habían destinado, y colocada ya en su lecho, su esposo aconsejó dejarla en reposo completo diciendo:

—No es nada, el descanso y el silencio es su mejor medicina. Idos que yo quedo aquí con el Niño junto al lecho hasta que la vea dormida –suspiró enternecido.

El pequeño se durmió también entre la tibia penumbra de aquella alcoba, saturada de silencio, de paz, de tranquilidad. Myriam durmió también por fin, y a poco rato vio Yhosep que se encendía una claridad rosa pálido con tonalidades oro. Miró hacia todos lados creyendo que alguna lámpara oculta había sido encendida. Mas la claridad subía de intensidad e iba llenando la alcoba. Luego vio que se diseñaban con líneas más definidas dos siluetas humanas que acercándose la una a la otra, se confundieron en un estrecho abrazo. En una reconoció enseguida a Myriam, aunque más esplendorosa en su belleza que lo era en la materia. En la otra encontró un marcado parecido con ella, y a la vez con el mismo niño dormido entre sus brazos. La intuición ayudó a Yhosep a descubrir el secreto de aquellos transparentes personajes, en el sutil y luminoso escenario en que la alcoba se había transformado.

— ¡Yhasua y Myriam!... –murmuró quedito Yhosep, emocionado profundamente. Comprendió que ellos se manifestaron mutuamente sus pensamientos, aunque no pudo entender claramente, captó la onda con más o menos certeza.

—Paréceme que Yhasua dice a su madre que viva tranquila y nada tema, porque él tiene un camino largo que andar todavía y que por mucho que hagan los hombres, no le harán morir hasta que llegue la hora que está marcada –se decía Yhosep a sí mismo.

Entendió asimismo que ella le decía: “Que muera yo, hijo mío, antes que tú, porque yo no podré vivir ni una hora sin ti”. Y él le contestaba acariciándola: “Dios es el dueño de las vidas de los hombres y su voluntad es adorable por encima de todas las cosas”.

La emoción inundó de llanto los ojos de Yhosep, y sus lágrimas caían sobre el niño dormido en su regazo. La visión se fue esfumando lentamente, y dejando Yhosep el niño al lado de su madre, pasó a la gran cocina-comedor de la cabaña, que era donde estaba encendida la hoguera y donde se reunía al caer la noche toda la familia.

Las madres jóvenes daban de comer a sus hijos pequeños y los llevaban a sus lechos, con lo cual empezaba a reinar la tranquilidad y la quietud en la gran caverna central.

Después Zebai y sus nueras continuaban hilando y tejiendo, mientras en el fuego humeaban las marmitas, y entre el rescoldo se cocía el pan para la cena de los mayores. Los dos terapeutas guías hablaban aparte con el abuelo Jaime y su hijo Matías. Y a poco rato, el mayor de los terapeutas llamó la atención de los otros hijos y de los nietos mayores del anciano para que escucharan lo que debían decir. Les hizo el relato del nacimiento de Yhasua, en el cual estaba encarnado el Mesías esperado por Israel y anunciado por sus profetas. Les refirió la persecución de que era objeto por parte del rey Herodes, y cómo toda la Fraternidad Esenia se había tomado el cargo de salvar y proteger al Cristo-niño, hasta que llegara al cumplimiento de su excelsa misión de Salvador de los Hombres.

Explicó ampliamente lo que era la Fraternidad Esenia, a la cual pertenecían de tiempo atrás el abuelo Jaime y el mayor de los hermanos, Matías, que ya había entrado al grado segundo. Uno de los nietos, de nombre Zebeo rompió el silencio con gran impetuosidad:

—Si abuelo Jaime y mi padre son de la Fraternidad Esenia, yo quiero serlo también desde este mismo momento.

Era sólo un adolescente de diez años, que por ley de evolución y de sus alianzas debía ser uno de los doce apóstoles de Yhasua.

La decisión del niño Zebeo les animó a todos, y la anciana Zebai, que junto con su marido había ingresado a la Fraternidad muchos años atrás, decía con voz temblorosa de emoción y de dicha:

— ¡Cuánto he pedido a Jehová este momento, que Él tardó en concederme acaso por mi falta de merecimiento!

Bajo esta hermosa impresión se sirvió la frugal comida y cuando todos rodeaban la mesa, apareció Myriam con su niño en brazos y rebosante al parecer de paz y de alegría.

—Llegáis a tiempo –decía Zebai, haciéndola sentar al lado de Yhosep–, pues íbamos a empezar la cena.

Y el hermoso niño de Myriam que atraía todas las miradas de aquellos que ya no ignoraban quien era, estaba muy divertido de pie sobre las rodillas de su madre, jugando con las naranjas de una cestilla que frente a él, estaba sobre la mesa.

Ajeno por completo a la admiración y amor que despertaba, hacía rodar las doradas frutas dando grandes gritos y risas cuando una chocaba con otra.

Adivinando Yhosep el pensamiento de todos, le levantó en sus brazos y fue presentándolo ante ellos mientras les decía:

—Paréceme justo que selléis con un beso del alma, la alianza con el Profeta de Dios, que Él nos da como prenda de amor.

Todos besaron al niño que les sonreía mientras conservaba entre sus manitas una de las naranjas con que estuviera jugando.

Todos decían algo, sólo Zebeo no decía nada; luego lo pidió al padre y le llevó de nuevo a la mesa donde estaba Myriam. Corrió hacia fuera y volvió con dos hermosas tórtolas mansas que puso ante el niño, cuyo semblante tomó un aspecto de indefinible alegría.

—Ahora te pido un beso –dijo al pequeñín acercándose–, porque hice algo que es de tu agrado. –El chiquitín le tendió los bracitos y le besó largamente. Muchos años después, Zebeo ya hombre recordaba esta escena con ternura que le llevaba hasta el llanto, y el Maestro oyéndolo le decía:

—Con tus tórtolas me ganaste el corazón en aquel entonces, y ahora me lo ganas con tu abnegación en seguirme.

Entre esta cordialidad llena de suave ternura se deslizó la comida, después de la cual Zebai y sus nueras rodearon a Myriam y al niño, cuya espontánea alegría llenaba de gozo todos los corazones.

Ningún cansancio ni fatiga se traslucía en el diáfano semblante de Myriam, por lo cual los terapeutas conductores pensaban en silencio:

—Esta misma noche podremos llevarles hasta el Santuario.

Y cuando ya bien entrada la noche, el anciano Jaime hizo la oración final: “Jehová, Señor de todo lo creado; dad descanso a tus siervos y que el sueño que les concedes repare las fuerzas para empezar de nuevo el trabajo al amanecer”, todos se dispersaron a sus alcobas particulares y un gran silencio se hizo en la cabaña.

A poco rato, el mayor de los terapeutas, llamó sigilosamente a la alcoba de Yhosep.

— ¿Estáis dispuestos para partir esta noche? –le preguntó.

—Lo estamos, llevadnos cuando queráis.

En la alcoba del viejo matrimonio se veía luz encendida.

Allí esperaban ellos y Matías, con las cerillas dispuestas para encender, y el manso asno de Zebai ya enjaezado, para conducir a Myriam por el secreto camino que conocemos.

Apartaron a un lado los fardos de lana y los montones de fibra vegetal, y detrás del arcón de encina apareció la puerta que se agrandaba tanto, cuantas planchas de rústica madera se apartaban de la enorme cavidad con que empezaba el corredor.

Ayudó Yhosep a montar a Myriam, le colocó a Yhasua en el regazo, y cubriendo a entrambos con un grueso cobertor de lana, tomó el asnillo de la brida y fue así siguiendo a Matías, que con una gruesa torzada de hilos encerados abría la marcha a través de las tinieblas.

El abuelo Jaime y Zebai, quisieron ir con ellos hasta el arroyuelo que ya mencionamos, y los dos terapeutas cerraban aquella procesión entre las sombras débilmente iluminadas por las cerillas encendidas.

—La Providencia ha querido que seamos siete en esta jornada –decía uno de los terapeutas–. ¡Siete lamparillas de amor en torno al Verbo de Dios! ¿No es éste un bello presagio?

—Lástima que mi lámpara poco durará encendida, Hermano terapeuta, –contestaba el abuelo Jaime.

— ¿Por qué lo decís?

— ¿No veis como tiembla ya la luz en mis manos? Ochenta y nueve veces he visto a mis viñas cubrirse de frutos, ¿y preguntas por qué lo digo?

—No habléis de morir, abuelo, cuando vamos llevando la Luz de este mundo –decía el otro terapeuta.

—Algo más de doscientas veces he hecho este camino, desde que los terapeutas me sacaron de Galilea, con mi Zebai y me trajeron a esta cabaña.

“Llevo aquí cincuenta y tres años y hubo algunos de cuatro viajes, con que haced la cuenta. En unos me fue a pedir de boca, en otros, resbaladas al arroyo desbordado por encima de la famosa encina puente, y en otros me costó algún trabajillo escapar a las hambrientas fauces de las fieras.

—Pero ahora descansáis en Matías, ¿no es así?

—Justamente, Hermano terapeuta; mas, como conozco los peligros, hasta que le veo tornar sano y salvo, no duermo.

— ¡Es grande y meritoria vuestra obra!

—No creáis que os hago estas referencias para que me engrandezcáis. Si en mi poca capacidad ni aún esto hubiera hecho, ¿qué cosa tendría para conquistarme la vida eterna? Por trabajar, comer y dormir, no creo que el Señor tenga que darme un premio. ¿No andáis vosotros de un lado para otro recogiendo leprosos, paralíticos y abandonados, sin más compensación que tenerlos a vuestro cuidado y curarlos durante meses y años? Si he querido llamarme esenio, debe ser para hacer algo por los demás.

—Bien razonas y piensas, abuelo Jaime, y acaso teniendo esto en cuenta es que la Eterna Ley ha querido que el que viene para la salvación de los hombres, te visitara a ti en tu propia casa, antes que a muchos otros.

—Lo agradecemos tanto, Zebai y yo, que tenemos en poco nuestra soledad en estos montes, a cambio de esta gloria de hospedarle y servirle.

— ¿Y será por mucho tiempo? –preguntó la buena mujer, deseando sin duda que fuera larga la estadía del Niño Divino en aquellas montañas.

—Dios dirá –contestó uno de los terapeutas.

—Eso dependerá sin duda de que el Rey olvide su inquietud, más o menos pronto –sugirió el otro.

—O de que la justicia de Dios le aparte de en medio –añadió el anciano Jaime.

Mientras tanto, el niño se había dormido al suave balanceo del andar parsimonioso del asnillo que Yhosep conducía de la brida. Y Myriam sumida en sus pensamientos de absoluta entrega a la Divina Voluntad, se dejaba llevar a lo desconocido, no sin detenerse a considerar la extraña circunstancia de que su hijo, a quien oía siempre llamar Salvador de los hombres, debía huir de los hombres, desde sus más tiernos años.

— ¡Qué ciegos y malos serán los hombres de esta tierra, que así persiguen a quien les viene a salvar! –pensaba ella en su ingenuidad sencilla y casi infantil.

Por su parte, Yhosep entristecido, pensaba en su hogar abandonado, en su taller confiado a la honradez de dos jornaleros de su confianza, en aquellos cinco hijos de Débora su primera esposa, a cuya hermana Salomé quedaron confiados en la ciudad de Canaán, donde tenía parentela.

—Ellos están seguros y dichosos, pues que Zebedeo y Salomé harán con ellos como lo haría Débora y yo –pensaba tranquilizándose a sí mismo–.

“Ellos que saben los motivos de este precipitado viaje, ensancharán más sus corazones para amarles y cuidarles, ya que su hogar solitario por la pérdida de los primeros vástagos, se verá lleno de alegría con los míos, hoy doblemente huérfanos.

Este recuerdo le rasguñó el corazón como un estiletazo, y se detuvo un momento para apartar el manto de Myriam y besar al pequeñín dormido.

— ¿Qué tienes, Yhosep? –preguntóle ella, que algo doloroso presintió en él.

— ¡Pensaba en el hogar lejano y en mis niños abandonados! –contestó.

— ¡Y es por mi hijo que has hecho tanto sacrificio!, –exclamó ella.

— ¡Sí, Myriam, por el más pequeño de nuestros hijos..., por el que de verdad, será el más grande de todos ellos, Myriam!..., te juro por Jehová, que aunque aquellos hijos tuviera que perderlos por este viaje, bendeciría a Dios si puedo salvar éste solo, que es su Profeta elegido.

A poco rato Matías se detuvo y dijo en voz alta:

—Hemos llegado, escuchad.

Todos guardaron silencio y escucharon. En el inmenso silencio de aquella hermosa noche de primavera, se oía el murmullo del arroyo que pasaba a pocos pasos de la abertura de las rocas por donde iban a salir.

El enorme boquete se veía ya claramente como recortado en la claridad lunar, que caía sobre el follaje oscuro de los cedros y de las encinas, como un sutil velo de ilusión que lo envolvía todo con delicadas transparencias.

— ¡Loado sea Dios! –dijo el anciano–, que mis viejas piernas comenzaban a temblar.

—Sentaos en los poyos de piedra de la salida, mientras doy la señal de llegada –advirtió Matías adelantándose hacia el negro bosquecillo de espinos que se levantaba apenas pasado el arroyo.

— ¡Cómo!, –exclamó Myriam viéndole pasar rápidamente por el enorme tronco de encina atravesado sobre el arroyo–. ¿También yo pasaré por allí?

—Todos, Myriam, todos pasaremos por allí. Pero no temas que yo pasaré contigo –le contestó Yhosep.

—No –interrumpió el anciano Jaime–. Ella no pasará por allí. Esperad un poco y ya veréis que los Ancianos lo han pensado todo.

A poco rato de haber desaparecido Matías tras del bosque de espinos, aparecieron siguiéndole dos esenios de obscura túnica, tal como la de los terapeutas. Traían dos grandes tablones y Matías dos varas de madera enormemente largas. Entre los tres tendieron al lado de la encina caída, los tablones, y unos de un lado y otros del lado opuesto, sostuvieron ambas varas que servirían de pasamano a los viajeros menos habituados a la rusticidad del pasaje.

Yhosep cargó al niño en brazos, y con Myriam de la mano cruzaron los primeros.

El anciano Jaime y su mujer, sostuvieron en la opuesta ribera los extremos de las varas pasamanos hasta que pasaron todos. Y cuando vio Matías que todos desaparecieron por la negra puertecita abierta en la roca, metió de nuevo por ella los tablones, cerró por fuera, un pesado cerrojo cayó por dentro, y tomando el asnillo de la brida, volvió con sus padres a la gran cabaña que dormía en profunda quietud.

Una doble fila de cirios encendidos y de esenios cubiertos con sus mantos blancos, fue lo primero que apareció a la vista de los viajeros.

Eran cuarenta y nueve solitarios que habitaban aquel Santuario.

Al final de aquella galería viva de almas amantes y de llamas de cirios, estaba el Servidor, un venerable Anciano, de bondadosa mirada, en la cual resplandecía la emoción cercana a las lágrimas.

Se adelantó unos pasos y extendió los brazos pidiendo al niño que dormía sobre el pecho de Yhosep.

— ¡Canta Hilarión, el más hermoso canto de tu vida, porque no hubo para ti otro día más glorioso que éste!..., –se dijo a sí mismo con temblorosa voz el Anciano, al estrechar suavemente a su pecho a Yhasua dormido, como si nada anormal pasara en torno suyo.

Un hondo silencio dejó presentir la profunda ola de emoción y de ternura que cruzó rozando todas las almas, pasada la cual, el Anciano Servidor fue presentando el Niño a las miradas ávidas de todos los solitarios, que sólo se atrevieron a besar la manecita lacia como una rosa tronchada, sobre las blancas ropas que envolvían el menudo cuerpecito del niño dormido.

— ¡Tanto como vosotros le amáis, le odian otros hasta desear su muerte! –dijo Myriam enternecida a la vista del tiernísimo amor que los esenios demostraban a su hijo.

—Si los que le odian supieran quién es este niño y por qué viene a esta tierra, no le odiarían más. Los hombres más inconscientes que malos, son víctimas de la ignorancia. –Expresó el Anciano Servidor, devolviendo el niño a su madre en el momento en que el pequeñín se despertaba refregándose los ojitos, que aparecían deslumbrados por la viva claridad de tantos cirios que le rodeaban.

— ¡Ojos de piedad infinita!..., –decían unos.

— ¡Ojos de amor sin límite ni medida!, –añadían otros.

— ¡Ojos que alumbrarán los caminos de los hombres!...

— ¡Ojos que irradiarán la Luz de Dios sobre los pecadores..., los tristes y los enfermos!

Y viendo que el niño reía mirando a su padre, alguien añadió:

— ¡Ojos de niño que ignora por el momento todos los dolores de la vida!

Y así fueron conducidos a la habitación que les habían preparado, donde ninguno, de todos cuantos allí estaban, podía saber por cuánto tiempo la habitarían.

Cinco años y siete meses pasó allí Yhasua con sus padres, recibiendo de los esenios junto con la más dulce ternura, los principios de vasta educación e instrucción espiritual y moral que debía ir despertando lentamente el excelso Espíritu-Luz, que se ocultaba bajo aquella envoltura de carne.

Tres veces en ese período de tiempo, salió Yhosep, y fue a Canaán de Galilea, donde estaban los hijos de su primera esposa. Llegaba por la noche ocultándose como un hombre perseguido por la ley, y días después salía también de noche y llevado por los terapeutas como si fuera un pobre leproso envuelto en pesado manto. Hacía el recorrido que conocemos hasta llegar de nuevo a la hospitalaria cabaña del abuelo Jaime, de donde pasaba al Santuario del Monte Hermón que guardaba su tesoro.

Del último de estos viajes regresó trayendo a Myriam la noticia de que el Rey Herodes había muerto en esos días, consumido por un horrible cáncer que le había roído la garganta hasta las entrañas, haciéndole exhalar lastimeros gritos que se oían a larga distancia tal como las lamentaciones de las madres betlehemitas cuando les degollaban sus hijos.

Y que en todo Israel decían a media voz, por temor aún al Rey que estaba muriendo:

—Justicia de Jehová, sobre el asesino de los inocentes.

En el cuarto año de residencia de Yhasua en el Santuario del Monte Hermón, entregó su espíritu al Señor, Hilarión, el Anciano Servidor que contaba noventa y dos años de vida, habiendo pasado sesenta y cuatro en los Santuarios de Monte Carmelo, del Tabor y del Hermón. Fue el primer dolor de Yhasua que contaba ya seis años de edad, pues el Anciano Servidor fue como un tutor, su ayo y hasta su compañero de juego.

Se hizo niño con el gran Niño y vivió sus postreros años con una beatitud divina, como en un éxtasis de amor supremo, del cual una noche se despertó en la inmensidad del Infinito.

Y el niño Yhasua, a quien su madre no lograba arrancar del lado del cadáver de Hilarión, decía a cada instante a todos los que se acercaban:

— ¡Le llamo tantas veces y no quiere despertarse!... ¡Madre!..., dile tú que despierte porque me hace daño verle siempre dormido.

Pasado este primer momento de dolor, el santo niño sintió decaimiento físico, debido a una fiebre ligera que le acometió, y por la cual fue puesto en el lecho,

A Hilarión le sucedió Abdías, en el puesto de Servidor del Santuario y desde luego primer instructor del niño Yhasua.

A determinadas horas, una guardia de siete esenios de los más adelantados, rodeaba el lecho del pequeño enfermo hasta que pasados unos días, desapareció la fiebre y el niño volvió a sus juegos habituales, y a la suave tarea de su primera educación.

Y para que se vea hasta qué punto el Niño-Luz se vio envuelto en la gloria de aquellos santos amores que hacían de su vida un paraíso, oigamos el diálogo que sostenía con su nuevo Instructor.

—Servidor –le decía–, creí que nunca me consolaría de haberse dormido el Servidor Hilarión, a quien yo mucho amaba, y ya lo veis, estoy consolado y tengo de nuevo ganas de jugar.

—Es justo que así sea, hijito mío –le contestaba el esenio–, porque es la Ley de Jehová, que vivamos pocos o muchos años sobre la tierra donde debemos dejar este cuerpo físico, para dar libertad al pájaro azul, que canta prisionero aquí en nuestro interior.

— ¿Y tengo también yo aquí dentro un pájaro azul?

—Y, ¡qué bello y radiante es, hijito, tu pájaro azul!

— ¿Y tendré también yo que dormir como Hilarión para que vuele en libertad el pájaro azul?

—También tendrás que dormir cuando hayas terminado la tarea que sobre la tierra debes cumplir.

— ¿Y qué tarea es ésa? ¿Me la podéis decir?, –inquiría el niño con sus grandes ojos color de ámbar, radiantes de inteligencia.

—Salvar almas..., muchas almas, que son también pájaros azules cautivos y prisioneros, por la ignorancia y por el pecado.

— ¿Y qué es el pecado?

—Es todo aquello que contradice la Ley de Jehová.

— ¡Oh, Jehová!... ¡Cuán bueno es Jehová!... Hilarión me decía que Jehová está en el sol que nos calienta con sus rayos y que hace nacer las simientes y abrirse las flores y madurar los frutos. Que Jehová está en la lluvia que fecunda los campos y alimenta las vertientes de que se forman los ríos y las fuentes. Que es quien enciende la luna y las estrellas, y da vida a los hombres que viven como nosotros aquí en la tierra. Que Jehová está en el alma de mi madre que es toda bondad, de mi padre que tanto me ama y de todos cuantos yo conozco. Mas, ¿podéis decirme cómo es que Jehová puede caber dentro de mí, que soy tan pequeño?

Y era de ver aquel chiquitín de seis años parado firme ante el Anciano Abdías, mirándole fijamente los ojos mientras formulaba esa pregunta.

—Jehová, hijo mío, es como una gran luz, como una oleada de esencia, de fuerzas y de energía. Tú eres pequeñito pero puedes tener en tu manita una antorcha que ilumina una habitación por grande que sea. Eres pequeñito, pero puedes guardar en el hueco de tu mano una redoma de sutil esencia, de la cual unas pocas gotas bastan para llenar de perfume todo nuestro Santuario.

“Eres pequeñito, pero puedes llevar una chispa de fuego y prender una inmensa pira de leña e incendiar un inmenso campo. ¿Comprendes?

— ¡Oh, sí..., voy comprendiendo!... Y pienso más aún. Pienso que como soy tan pequeñito y Jehová es tan grande, debe rebosar Jehová hacia todos los lados de mi cuerpo. ¿Verdad que es así?

—Sí, hijo mío, Jehová rebosa de ti, sobre ti, y alrededor de ti; como el agua de un torrente incontenible; como la luz radiante del sol; como el perfume de las flores, como melodía de arpas eternas, cuyas resonancias no se extinguen jamás. Así se desborda Jehová en ti.

—Y yo, ¿qué tengo que hacer para Él?

—Pues amarle por encima de todas las cosas; hacer su voluntad, antes que toda otra voluntad, y amar a todos los seres que han salido de su seno porque es Padre Universal.

— ¿Y me dirás, Servidor, cómo puedo saber lo que quiere Jehová de mí? ¿Puedes decirme dónde le encontraré para conversar con Él como lo hago contigo? ¿Cuándo podré ver a Jehová como veo a mi madre, como te veo a ti?

—Muchas preguntas son estas y arduas de contestar a un niño tan pequeño todavía. Mas, como Jehová desborda de ti, creo que me comprenderás bien.

Y confiadamente el niño se sentó sobre las rodillas del Anciano, buscando de estar más cerca para escucharle mejor.

—Háblame que yo te comprenderé –le dijo con gran seguridad.

—A Jehová, hijo mío, no se le ve sino que se le siente.

“Vamos a ver de entendernos. ¿Qué sientes tú cuando tu buena madre te acaricia con indecible ternura, y te viste una túnica y te cubre los piececitos fríos con unas calzas de lana calentadas al fuego? Piensa un poco.

El niño pensó con su manecita puesta en la mejilla y luego contestó:

—Siento ganas de llorar de amor y de ternura por ella y me abrazo de su cuello y la beso, y la beso un centenar de veces en la boca, en los ojos, en las mejillas, en las manos, hasta que me harto bien de quererla. ¿He contestado bien?

—Perfectamente bien. Toda esa expresión, de amor y de gratitud que sientes hacia tu madre por su amor a ti, es Jehová que se desborda de tu corazón.

— ¿Entonces cuando me irrito porque se me escapan las tórtolas con que juego y los corderillos que arrastran mi carrito, y cuando me escondo en un rincón para no ver ni querer a nadie, es porque Jehová se ha escapado de mí y ya no me quiere más?

— ¡Justamente, hijo mío! Cuando somos malos y no tenemos amor para nuestros semejantes, ni queremos saber nada de nadie, Jehová esconde de nosotros su presencia, para que el dolor y la tristeza en que nos deja, nos obliguen a volver hacia Él, y buscarle y amarle por encima de todas las cosas.

— ¡Yhasua!... ¡Yhasua!... –sonó desde el opuesto lado del patio la voz dulcísima de Myriam. Deja en descanso al Servidor, y ven, hijo mío, que es la hora de tomar alimento.

— ¡Es madre!... ¿Voy?

—Sí, hijito, vete con ella que su voz es la voz de Jehová para ti.

—Y ahora sí que desbordará Jehová, porque ella me estará esperando con lo que más me gusta: castañas con miel.

El niño dio un beso al Servidor y cruzó corriendo el patio hacia la habitación donde le esperaban sus padres.

El Anciano Abdías cruzó las manos sobre el pecho mientras le seguía con la mirada, y los muros roqueños de su alcoba le escucharon decir:

— ¿Qué hice yo, Dios mío, para merecer la dicha de tener en mi regazo este resplandor de tu Divinidad?

Y una hilera de gruesas lágrimas que la ternura le arrancaba del alma, surcaron su blanco rostro y se perdieron en la barba cana. Y murmuró más bajo aún:

— ¡Es Jehová que se desborda de mí hacia todos los lados de mi cuerpo, según decía el Niño-Luz hace unos momentos!

Luego se dirigió al Santuario porque caía la tarde, hora de la oblación del incienso en la puesta del sol.

Sintiendo desbordar la dulzura y el amor de su corazón, pidió a los esenios del coro, cantar el Salmo 34 que respondía admirablemente al estado de su espíritu lleno de inmensa gratitud a Dios.

“Bendeciré a Jehová en todo tiempo, y mi alabanza será siempre en mi boca...”

Mientras los esenios reunidos en el Santuario cantaban salmos de gratitud a Jehová, el pequeño Yhasua sentado a la mesa entre sus padres que junto con él tomaban alimento, decía con encantadora voz:

—En estas castañas con miel también está Jehová, porque me saben muy bien y dice el Servidor que Jehová está en todo lo bueno que hay en la tierra. ¿Lo sabías tú, padre, y también tú, madre mía?

—Sí, hijo. Es así, como dice el Servidor –contestóle Yhosep.

—Hijito, tú discurres en cosas demasiado profundas para ti –le observó su madre con gran dulzura.

—Siempre me vas a repetir lo mismo, que soy muy chiquitín...

“Jehová sabe que soy pequeño y se empeña en estar dentro de mí. ¿Comprendes tú, esto, madre?

Myriam miró a Yhosep como interrogándole y éste contestó:

—Tu madre y yo sólo sabemos amarte, hijo mío, y amar a todos los hombres que son criaturas de Jehová. Come tus castañas con miel, y juntos daremos gracias a Dios por todos los dones que nos ha dispensado.

Terminada la frugal refección, el niño juntó sobre el pecho sus manecitas como alas de tórtolas que se pliegan, y murmuró el comienzo de la plegaria habitual al concluir la comida:

—“Bendigamos a Jehová que mantiene nuestras vidas para servirle y amarle sobre todas las cosas”.

—Así sea –contestaron Myriam y Yhosep con la honda emoción que les producía el recogimiento del pequeño en su oración a Jehová.

* * *