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biografía de la autora

 

 

ARPAS ETERNAS
PARTE DEL CAPÍTULO:
EN EL SANTUARIO DE MOAB

 

 

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Terminado el salmo guardaron silencio durante una hora, sumidos todos en profunda concentración espiritual, a fin de procurarse cada cual la más perfecta unión con la Divinidad.

Era además la ayuda espiritual que los Ancianos ofrecían a los que iban a ser consagrados Maestros de almas, conductores de grandes o pequeñas porciones de humanidad a fin de que fueran iluminados sobre las grandes responsabilidades que aceptaban en esos solemnes momentos.

Y Yhasua tuvo entonces la más tremenda visión que le dio a conocer claramente su camino en medio de la humanidad.

Lentamente fue cayendo en ese estado extático, en que el Eterno Amor sumerge a las almas que se les entregan plenamente en un total abandono, en completo olvido de sí mismas para no buscar ni querer sino la Divina Voluntad.

La Eterna Luz que recoge y graba en los diáfanos planos de cristal de sus sagrados dominios, cuanto pensar y sentir irradian las inteligencias humanas, nos permite observar el proceso íntimo que tuvo lugar en las profundidades de la conciencia del Verbo de Dios.

Se vio a sí mismo de pie al borde de un abismo inconmensurable y tan oscuro, que sólo con grandes esfuerzos pudo ver lo que allí acontecía. Como repugnantes larvas, como menudos gusanos, cual sucios animalejos revueltos en una charca nauseabunda formada de lodo y sangre, de piltrafas putrefactas, vio a la humanidad terrestre con ansias de muerte y entre estertores de una agonía lenta y cruel, donde los padecimientos llegaban al paroxismo, y el egoísmo y la ambición se tornaban en la locura fatal del crimen.

Una décima parte de la humanidad eran verdugos vestidos de púrpura, oro y piedras preciosas, que entre la inmunda charca se divertían en aplastar como a hormigas, a las nueve partes restantes, sometiéndolas a las torturas del hambre, la fatiga, de las epidemias, de la desnudez, del frío, del fuego, de la horca, de las mutilaciones, de la esclavitud y la miseria en sus variadísimas formas.

En las negras rocas que flanqueaban aquel abismo, vio en pequeñísimos grupos, algunas lucecitas como de cirios que ardían y sus llamitas exangües se levantaban como pequeñas lenguas de luz elevadas a lo alto.

Mas, eran tan pocas, que no alcanzaban a dar luz a la espantosa tiniebla.

Vio en la inmensidad del infinito, rodar mundos apagados fuera de sus órbitas que se precipitaban a esos vacíos del espacio, que la Ciencia Oculta ha llamado cementerios de mundos muertos, y comprendió que en su vertiginoso rodar arrollarían al planeta Tierra, cuyas corrientes de Bien y de Mal estaban en completo desequilibrio, pues el Mal era inmensamente mayor que el Bien, y al igual que un cuerpo orgánico, su descomposición era tal, que la destrucción final se hacía inminente momento a momento. Comprendió que la visión le diseñaba un futuro más o menos cercano.

“Los mundos y las almas se parecen” –pensó el extático vidente–. “Una misma es la ley de evolución que las rige”.

Acto seguido, vio levantarse del fondo mismo de aquel negro abismo, una blanca claridad como una luna de plata que subía y subía. Aquel disco luminoso se ensanchó de pronto, disipando las tinieblas, y en el centro de ese disco se dibujó un negro madero con un travesaño en su parte superior. Era una cruz en la forma usada para ajusticiar a los esclavos que huían de sus amos, a los bandoleros asaltantes de las caravanas y a los piratas bandoleros del mar.

En aquel madero aparecía un hombre ensangrentado y moribundo, cuyos ojos llenos de llanto miraban con piedad a la muchedumbre inconsciente y bárbara, que aullaba como una manada de lobos hambrientos.

Y Yhasua espantado, se reconoció a sí mismo en el hombre que agonizaba en aquel madero de infamia.

Angustias de muerte hacían desfallecer su materia, que apareció semitendida en la banqueta de juncos en la penumbra del santuario esenio.

Una divina claridad apareció sobre él y la voz dulcísima de uno de sus guías le dijo:

“Ese es el altar de tu sublime holocausto en favor de la humanidad que perece. Eres libre aún de tomarlo para ti o dejarlo. Ninguna ley te obliga. Tu libre albedrío es señor de ti mismo. El amor es quien decidirá. Elige”.

Y luego se vio a sí mismo subiendo a alturas luminosas, inaccesibles o incomprensibles para la mente encadenada a la materia; y que arrastraba en pos de sí, a la mayor parte de aquel informe laberinto de larvas y gusanos, que eran seres humanos sumidos en la asquerosa charca en el fondo del abismo.

“¡Elige!” –insistió la voz–. “Es el momento decisivo de tu glorificación final. Es el triunfo del Amor sobre el Egoísmo. De la Verdad sobre la Mentira; del Bien sobre el Mal”.

— ¡Lo quiero para mí, lo elijo para mí!... ¡Yo soy ese hombre que muere en la infamia, para salvar de la infamia a toda la humanidad!... –gritó Yhasua, con un formidable grito que oyeron todos los que estaban presentes, y hubiera rodado como una masa inerte sobre las esteras del pavimento, si los Ancianos que le rodeaban no se hubieran precipitado a levantarlo en sus brazos.

Al siguiente día y cuando el sol estaba en el cenit, todos los moradores del Gran Santuario de Moab vestían túnicas de lino y coronas de mirtos y de olivo.

Y el Gran Servidor después de quemar incienso en la hoguera del altar, donde estaban las Tablas de la Ley y los libros de Moisés y de los Profetas, hacía a Yhasua, este interrogatorio:

—Yhasua de Nazareth, hijo de Myriam y de Yhosep, de la descendencia real de David, ¿quieres ser consagrado Maestro de almas en medio de la humanidad?

— ¡Quiero! –fue la contestación del interrogado.

— ¿Aceptas los Diez Mandamientos de la Ley inspirada por Dios a Moisés; y la reconoces como la única eficiente para conducir a la humanidad al amor fraternal que la salvará?

—Acepto esa Ley en todas sus partes, y le reconozco su origen divino y su capacidad para salvar a los hombres.

— ¿Aceptas voluntariamente todos los sacrificios que tu misión divina de Maestro te impondrá en adelante?

—Los acepto, incluyendo hasta el de la vida misma.

Entonces todos los Ancianos levantaron su diestra sobre la cabeza inclinada de Yhasua y pronunciaron en alta voz las solemnes palabras de la Bendición de Moisés por la cual pedían para él su dominio de todas las fuerzas, corrientes y elementos de la Naturaleza, obra magnífica de Dios.

Un formidable:

“Dios te salve, Ungido Sacerdote Eterno, Salvador de los hombres”.

 Resonó como un concierto de voces varoniles bajo la austera bóveda de rocas del Santuario de Moab. Los Esenios todos, con sus rostros venerables bañados de lágrimas abrazaron a Yhasua, uno por uno.

Cuando le tocó el turno a Yohanán, éste le dijo:

— ¡El Padre Celestial habló por fin para ti!

— ¡Sí, Yohanán!, pero habló tan fuerte, que aún tiembla mi corazón al eco de su voz. Ya no podré nunca reír, porque he comprendido todo el dolor y la miseria de la humanidad.

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