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Jesús no fundó una organización, creo un movimiento, un movimiento en el que él era el gran inspirador, incluso después de su muerte. Quienes le seguían tenían la evidente sensación de que Jesús era irremplazable. Pensaban que si él moría, tendría que morir su movimiento. Pero, si el movimiento siguió viviendo después de que murió, entonces sólo podía ser porque, en uno u otro sentido, Jesús también siguió viviendo.
El único punto de cohesión de ese movimiento lo constituía la personalidad del propio Jesús. Cuando Jesús fue crucificado y en razón de que como sabemos él nunca trató de perpetuar su enseñanza o su recuerdo, los primeros cristianos fueron los que afirmaron que seguían experimentando, de uno o de otro modo, el poder de su presencia entre ellos, por lo que su muerte no fue obstáculo para que todos tuvieran la sensación de que Jesús continuaba conduciéndolos e inspirándolos.
Jesús había producido tal impacto en sus seguidores que la admiración y la veneración que por él sentían no conocía límites. En todos los sentidos, él era el único y definitivo criterio del bien y del mal, de la verdad y la mentira, la única esperanza para el futuro y el único poder capaz de transformar al mundo.
Así, Jesús fue experimentado como la ruptura decisiva de la historia del hombre. Superaba todo lo dicho y hecho hasta entonces. Era, en todos los sentidos, la palabra última y definitiva. Era el equivalente a Dios. Su palabra era la palabra de Dios. Su Espíritu era el Espíritu de Dios. Sus sentimientos eran los sentimientos de Dios. Lo que él significaba era exactamente lo mismo que lo que significaba Dios. No podía concebirse una estima más alta.
Hoy después de haber transcurrido más de dos mil años, creer en Jesús es compartir esta misma opinión sobre él. Sin embargo, las interpretaciones históricas han llevado a muchos al error de superponer a la vida y la personalidad de Jesús nuestras ideas preconcebidas acerca de Dios. La imagen tradicional de Dios se ha hecho tan difícil de comprender y de reconciliar con los hechos históricos de la vida de Jesús, que para muchas personas ya no resulta posible identificar a Jesús con ese Dios. Para muchos hombres de hoy, Jesús está hoy mucho más vivo, que el Dios tradicional al que no ven más que como un concepto lejano y abstracto.
Hay que considerar que si hoy relegamos a Jesús y lo que él significa a un segundo término en nuestra escala de valores, entonces lo estaremos negando a él y a lo que él representa.
El centro del interés de Jesús era un asunto de vida o muerte, una cuestión de importancia definitiva. O se acepta el reino de Dios tal como Jesús lo concibe, o no se acepta, porque, además, nadie más que Jesús ha hablado de el. Se trata de todo o nada. Un lugar secundario o las medias tintas equivalen a nada. Creer en Jesús es creer en su divinidad.
Todas las personas tienen algo en su vida que actúa como fuente de sentido y de energía, algo a lo que considerar como la fuerza suprema de su propia vida: el poder, el prestigio, la propia persona, el amor, el dinero, etc. Si piensas que la prioridad de tu vida la constituye una persona trascendente, entonces tendrás un Dios con mayúscula, si por el contrario, consideras que tu valor supremo lo constituye una causa, un ideal, tendrás un dios con minúscula. Pero, en uno u otro caso, tendrás algo que para ti es divino.
Creer que Jesús es divino significa tenerlo por Dios. Negar su divinidad significa tener otro dios o Dios, relegando a Jesús a un segundo lugar en la escala de valores.
Esta forma de enfocarlo permite partir de un concepto abierto de divinidad. Con sus obras y sus palabras, el propio Jesús transformó el contenido de la palabra ?Dios?. Escogerle a él como nuestro Dios significa hacerle a él nuestra fuente de información sobre la divinidad y renunciar a superponer a su persona nuestras propias ideas acerca de dicha divinidad.
Este es el sentido de la tradicional afirmación de que Jesús es la Palabra de Dios. Jesús nos revela a Dios, y no al revés. Dios no es la palabra de Jesús, es decir, nuestras ideas sobre Dios no pueden arrojar ninguna luz sobre la vida de Jesús.
No podemos deducir nada acerca de Jesús partiendo de lo que creemos saber acerca de Dios; debemos, por el contrario, deducirlo todo acerca de Dios partiendo de lo que sabemos sobre Jesús.
Así, cuando afirmamos que Jesús es divino, no pretendemos añadir nada a lo que hasta ahora hemos podido descubrir acerca de él, ni pretendemos cambiar nada de lo que hemos afirmado sobre él.
Decir ahora que Jesús es divino no modifica nuestra comprensión de Jesús, sino nuestra comprensión de la divinidad. No sólo nos apartamos de los dioses del dinero, el poder, el prestigio o la propia persona, sino también de todas las viejas imágenes de un Dios personal, con objeto de encontrar a nuestro Dios en Jesús y en lo que él representa.
Aceptar a Jesús como nuestro Dios es aceptar como Dios nuestro a aquél a quién Jesús llama Padre. Este poder supremo, este poder del bien, la verdad y el amor, más fuerte que cualquier otro poder en el mundo, podemos ahora verlo y reconocerlo en Jesús, tanto en lo que el propio Jesús dijo sobre el Padre, como en lo que él mismo fue, en la propia estructura de su vida personal y en la fuerza todopoderosa de sus convicciones.
Nuestro Dios es a la vez Jesús y el Padre. Y debido a la esencial unidad o exacta igualdad de ambos, cuando veneramos al uno estamos venerando al otro. Sin embargo, ambos son distinguibles por el hecho de que sólo Jesús es visible para nosotros, él es nuestra única fuente de información acerca de la divinidad, sólo él es la Palabra de Dios.
Si consideramos como fue la vida de Jesús y ahora deseamos tratarlo a él como nuestro Dios, habremos de concluir que nuestro Dios no desea ser servido por nosotros, sino servirnos él a nosotros.
No desea que se le otorgue en nuestra sociedad el más alto rango y la más elevada posición posibles, sino que desea asumir el último lugar y carecer de rango y de posición.
No desea ser temido y obedecido, sino ser reconocido en el sufrimiento de los pobres y los débiles.
Su actitud no es la de la indiferencia y distanciamiento, sino la de un compromiso irrevocable con la liberación de la humanidad, porque él mismo eligió identificarse con todos los hombres en un espíritu de solidaridad y compasión.
Esta es la imagen veraz de Jesús como Dios, un Dios verdaderamente humano, más perfectamente humano que cualquier hombre. Un Dios soberanamente humano.
No obstante, reconocer a Jesús como nuestro Señor únicamente tiene sentido en la medida que tratemos de vivir como él vivió y adecuar nuestras vidas a su escala de valores.
No tenemos necesidad de teorizar sobre Jesús, pero si de reproducir a Jesús en nuestro tiempo y en nuestras circunstancias. El mismo no consideró a la verdad como algo que sólo debamos ?afirmar? y ?mantener?, sino como algo que decidamos vivir y experimentar. De manera que nuestra búsqueda, como la suya, es ante todo una práctica más que una doctrina teórica.
Sólo una práctica verdadera de la fe puede hacer veraz lo que creemos. Es decir, lo que creemos sólo puede hacerse realidad, y ser visto como tal, en los resultados concretos que la fe sea capaz de alcanzar en el mundo real, tanto hoy como mañana y siempre.
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