Sí, nos gustaría conocer su rostro. Pero quizá no sea demasiado importante: no es su rostro, sino su amor, lo que nos ha salvado. Y, por otro lado, ¿no será cosa de su providencia esto de que nada sepamos de sus facciones para que cada hombre, cada generación pueda inventarlo y hacerlo suyo?
El rostro de Cristo es diferente entre los romanos, los griegos, los indios y los etíopes, pues cada uno de estos pueblos afirma que se le aparece bajo el aspecto que les es propio.
Tal esta es la clave: no dejó su rostro en tabla o imagen alguna porque quiso dejarlo en todas las generaciones y todas las almas. La humanidad entera es el verdadero lienzo de su imagen.
[Reflexión de José L. Martín Descalzo]