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biografía de la autora

 

 

ARPAS ETERNAS
PARTE DEL CAPÍTULO:
EL NIÑO PROFETA

 

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—Venturoso padre –le dijo el esenio a Yhosep–, no tengáis alarmas cuando el alma de vuestro hijo se desborde al exterior como hoy, en una explosión de divino conocimiento y de luz interior.

“Muchas veces ocurrirá esto, hasta que llegada la hora de que él mismo se reconozca en lo que es, y más firme en la posesión de su personalidad, tenga el dominio necesario para refrenar los grandes impulsos internos, que necesariamente lo llevarán a casos como el ocurrido hoy”.

—Pero las cosas que dijo –refutó Yhosep–, nos ponen a nosotros en una situación difícil ante los demás.

—Nada temáis –añadió el esenio–, pues el hecho ocurrido se olvidará pronto, y como entre los galileos devotos de ordinario no hay gente de malas intenciones, a lo sumo pensarán que este niño es un futuro profeta, y que Dios le hizo hablar en estos momentos.

“Lo importante es que estoy aquí, mandado llamar por el Hazzan, para hacerme cargo de la educación inmediata de vuestro hijo, hasta que sea mayorcito y pueda internarse por temporadas en alguno de nuestros Santuarios. Creo que no es un secreto para ninguno de vosotros, la misión que él trae en medio de la humanidad.

“¿Qué dices tú, hijo mío? –le preguntó al niño, tomándolo de las manos y acercándolo hacia sí.

—Yo no digo nada –contestó secamente el niño.

—Ahora, ¿no te manda Jehová que nos digas nada? –preguntóle el Hazzan.

—Yo creo que Jehová no está para divertir a los hombres cuando ellos quieren, sino que habla cuando Él quiere.

—Bien has hablado –le dijo el Anciano–. Yo soy el que Dios te manda para maestro hasta nueva orden. ¿Me aceptas?

—Y si Dios te manda a mí, ¿quién soy yo para rechazarte? ¿Tienes el vestido blanco? –preguntó el niño abriéndole confiadamente el manto. Y cuando bajo el manto color de castaña vio la túnica blanca del esenio, se abrazó a él, diciéndole lleno de gozo–:

“¡Oh, sí, sí!, tú eres como los del Monte Hermón, con el vestido blanco, con el cabello y la barba blanca, como las palomas de mi huerto y como las gaviotas de mi montaña.

“Vamos a mi casa y te enseñaré los nidos de mis palomas y mi yunta de corderitos”.

—Ahora es el niño el que habla –explicó el Anciano, dejándose llevar de Yhasua, que tomando una de sus manos hacía esfuerzos para arrastrarle fuera de la Sinagoga.

El Hazzan intervino.

—Oye, hijo mío. Este Anciano vivirá aquí, conmigo, que es hospedaje habitual de todos los terapeutas peregrinos que visitan esta comarca, pero irá a tu casa con frecuencia, y tú vendrás aquí todos los días, como vienen otros niños a la escuela.

—Pero, ¡Hazzan!, –exclamó Yhasua todo asombrado–. Si Dios le ha mandado venir a mí, ¿cómo es que tú te permites estorbar el mandato de Dios?

—Sí, hijito –certificó el Anciano–, he venido para ser tu maestro, pero la escuela está aquí y no en tu casa, ¿comprendes?

“Conviene guardar este orden, para no llamar demasiado la atención, y que los demás padres comiencen a preguntar: ¿Por qué al hijo de Yhosep y de Myriam se le manda un maestro a su casa? Es necesario buscar la igualdad con todos lo más posible, para que recibas tu instrucción con mayor libertad, y que no comiencen a surgir dificultades desde el primer momento. Las gentes son maliciosas, aun cuando en Galilea hay bastante sencillez.

— ¡Oh, qué malas son las gentes! –murmuró Yhasua–, que encuentran el mal donde no existe.

“Más valía que cuidasen de no robarse unos a los otros los frutos de los huertos, y los corderos del redil y el trigo de la era”.

Todos se miraron asombrados, y hasta alguna risa apareció a hurtadillas en los rostros de los presentes.

—Pero, hijo mío –intervino Myriam–. ¿Acaso has visto tú algo de todo eso que dices?

—Claro que lo he visto, y más de una vez. A esa mujer que le fue curada la niña, la vi sacar manzanas de un huerto ajeno, una vez que fui contigo a la fuente, madre. Y cuando volvió hoy con la niña curada, la miré a los ojos, y ella se acordó que yo la vi robar un día, y yo pensé así: Dios te cura la niña para que sepas que Él es bueno contigo aunque no lo merezcas, porque faltaste a la Ley que dice: No hurtarás.

El Anciano esenio levantó al niño en sus brazos estrechándole por largo tiempo.

— ¡Este hijo!, ¡este hijo! –murmuraba Yhosep–, me tiembla el corazón por este hijo, que no sé todavía qué es lo que trae, si felicidad o desdicha.

A Myriam se le corrieron dos gruesas lágrimas y cerró sus hermosos y dulces ojos de color avellana, pues pensó en ese momento, en las palabras que dijera el Anciano sacerdote Simeón de Betel, cuando le consagró en el Templo a los cuarenta días de haber nacido, que: “siete espadas de dolores traspasarían su corazón”.

Por mucho que sus padres y sus maestros quisieran preservar al Cristo-niño de su propia grandeza, a fin de que pasara desapercibida entre las gentes, muy poco pudieron conseguir.

En el hogar propio estaban los hijitos del primer matrimonio de Yhosep con Débora, el mayor de los cuales pasaba ya los 15 años. Las excepciones y los privilegios despiertan necesariamente los celos en espíritus de poco adelanto.

Y fue así, que en el hogar y en la escuela, el pequeño y dulce Yhasua tuvo el dolor de despertar la envidia y los celos en sus compañeros de igual edad y condiciones.

Podríamos bien decir, que el Cristo-hombre fue mártir desde la cuna, porque hondo martirio es esa gota de hiel caída en la copa de su corazón día a día, y hora a hora, nacida de la mezquindad y egoísmo de los niños de su tiempo, que a veces se tornaban agresivos para con aquel niño excepcional, que no gustaba de hurtar frutas en los cercados ajenos, cosa que tan incitante y deleitosa es para el común de los niños; que se disgustaba hasta llorar con fuertes y sentidos llantos, si apedreaban con hondas las palomas y mirlos; que les miraba con ojos de horror y espanto, si al paso de un anciano, de un contrahecho o de un leproso, los chicuelos le promovían un vocerío de palabras nada dulces ni halagüeñas.

Enseguida se formaban bandos en torno al niño-Mesías Salvador de los hombres. Los de malos instintos, le odiaban de inmediato; los más adelantados en evolución, le amaban hasta el delirio.

Fue en este sentido que él dijo años después: “Traigo conmigo la guerra y la división, no obstante que es de amor y de paz la misión que me ha encomendado mi Padre”.

La humanidad es siempre la misma, a pesar de sus lentos progresos intelectuales, morales y espirituales que le cuestan siglos. Todo ser que se destaca de la multitud por sus virtudes, por sus dotes, por sus aptitudes o facultades, despierta el odio y la malevolencia en los seres cuyo yo inferior domina por completo la personalidad; y en cambio engendra un amor puro y reverente, en los seres cuyo yo superior domina y manda a la personalidad.

Y es evidente que en torno de Yhasua debía manifestarse claramente este problema humano, ya que era imposible ocultar la gran diferencia entre ser tan excepcional y todos los demás niños que en el hogar o en la escuela le rodeaban.

Y los de peores instintos empezaron a llamarle: el niño tonto del carpintero, o el tontuelo hijo de Myriam, a la cual las otras mujeres compadecían grandemente de que en su primogénito hubiese tenido tan poca suerte, pues era evidente que se trataba de un niño retardado, débil, esquivo, y en una palabra, falto de las condiciones necesarias para ser varón fuerte en toda la extensión de la palabra.

Y si los padres del niño o sus maestros, tomaban como es natural la defensa del ofendido y agraviado Yhasua, el odio de los otros crecía a tal punto, que el niño debía ser llevado y traído de la escuela por Myriam, su madre, pues sus hermanastros los hijos de Yhosep, no le eran suficiente defensa. Hasta que un día, el hijo tercero de Yhosep, de igual nombre que su padre, que era el más adelantado de los hermanos y el que más amaba al niño de Myriam, fue herido de una pedrada en el corazón por interponerse entre Yhasua y el pequeño grupo de escorpiones infantiles que le agredían. Este hijo de Yhosep y de Débora murió joven, de una afección que le sobrevino a causa de aquella certera piedra arrojada a honda, por un chicuelo que no levantaba más que un metro de la tierra.

Debido a los martirios infantiles a que le sometían los niños contemporáneos suyos, un año después, o sea, cuando Yhasua cumplía los ocho, su Anciano maestro y el Hazzan se tomaron el trabajo de concurrir en días determinados a la casa de Yhosep, a fin de continuar siquiera en pequeña escala la educación del niño, sin exponerlo a las rudas alternativas que dejamos enunciadas. Su hermanastro Yhosep que ya hemos mencionado cooperó con ellos en esta tarea.

La casa de Yhosep fue pues como una pequeña escuela, pues los otros hijos del artesano más algunos vecinos íntimos, recibieron junto a Yhasua, esa primera y sencilla enseñanza que se acostumbraba en todas las familias de la clase media.

Hay en el Evangelio de Lucas una frase que como una delicada flor exótica merece ser estudiada fibra por fibra: “Y el niño crecía en gracia y virtud delante de Dios y de los hombres”.

Es cuanto dicen los Sagrados Libros, de la infancia y juventud del Cristo encarnado.

La Luz Eterna, esa excelsa Maga de los Cielos, nos relata en detalle lo que el Evangelio escrito por un discípulo nos dice tan concisamente, aunque ya mucho dicen esas brevísimas palabras. Detrás de ellas se adivinan poemas de bondad y de inefable belleza.

Según la costumbre hebrea, la enseñanza a los niños y adolescentes, después de leer y escribir, se reducía a estudiar los libros llamados de Moisés, en primer término; luego los Profetas Mayores y Menores; y si la enseñanza era muy completa, los demás libros Sagrados, o sea los que forman el Antiguo Testamento.

Myriam la dulce madre, no tardó en observar que Yhasua desde el amanecer del día que le correspondía lección, no era el mismo niño de los demás días. Apenas levantado salía al huerto en el lugar más apartado y solitario; tras una frondosa maraña de moreras y de viñas se sentaba en un viejo tronco seco, y si no le buscaban, quedaba allí horas largas en profundo silencio.

Buscándole la madre para que se tomara el alimento matutino, le encontraba en esa distraída o abstraída actitud.

— ¿Qué haces, hijo mío, aquí tan apartado de casa cuando es necesario que tomes alimento?

—Antes de que el cuerpo se alimente, debe alimentarse el alma. “¿No recordáis ya cómo hacían los Ancianos del Monte Hermón? Pensaban primero y después comían, –pero dócil a la voz de su madre, dejaba su solitario retiro y acudía a la mesa del hogar.

Su padre le reñía casi siempre, por lo que obligaba a su madre a ir a buscarle por los senderillos del huerto, empapados del rocío de la noche. Y como fuese un día expreso el mandato de Yhosep, de estar toda la familia reunida para tomar la refección de la mañana, se vio un día a Yhasua de nueve años tejiendo un cordel de fibra vegetal, largo de cincuenta brazas.

— ¿Haces una trampa para los mirlos? –le preguntaban los otros niños.

—Sí, para hacer venir a casa un mirlo que se escapa todas las mañanas –contestaba él. Sin dar más explicaciones, tendió el cordel pasándolo cuidadosamente por entre las más fuertes ramas de los árboles intermedios hasta llegar al sitio donde gustaba retirarse, al amanecer en los días de lección. En el extremo colocó pequeños aros de hierro y de cobre, en forma de colgantes que chocándose entre sí, al agitar el cordel, producían un pequeño sonido. Y al otro extremo lo ató disimuladamente al tronco de un cerezo casi a la puerta del hogar, donde su madre acostumbraba a poner las tinajas del agua y las cestas de frutas y de huevos.

Ella sola debía saber el secreto de Yhasua.

—Cuando me necesites, madre, tiras de este cordel y yo vengo en seguida sin que nadie se aperciba de que me has llamado –le decía muy bajito al revelarle el mecanismo de su llamador.

—Pero, hijo mío –le amonestaba la madre–. ¿No puedes pensar más tarde, y ha de ser forzosamente al amanecer?

—Para ti, madre, no quiero tener secretos, óyeme: parece que llevo un mirlo oculto dentro de mi cabeza, cuyos gorjeos son a veces palabras que yo entiendo claras. Y esas voces me dijeron un día así: Al amanecer de los días de lección, retírate a la soledad, y quietecito escucha lo que se te dirá. Y yo obedezco esa voz y escucho.

—Y ¿qué es lo que te dice la voz misteriosa de ese mirlo escondido? –interrogaba la madre encantada y a la vez temerosa de las rarezas de su hijo.

—Me explica cómo debo entender la lección de ese día y cuál será esa lección que a veces es diferente la del huerto de la que me da el maestro.

—Y en tal caso, ¿cómo te arreglas tú?

—Después que él habla y explica, pregunta cómo lo hemos entendido.

“Entonces yo explico a mi vez como yo oí en el huerto. Si el maestro queda conforme, mejor. Si no queda conforme, guardo silencio, aunque sé que la lección del huerto es la que encierra toda la verdad porque esa viene de... –Y el niño miró temeroso a su madre, sin atreverse a terminar la frase.

—Viene, ¿de quién hijo mío? –Yhasua acercó su boca al oído de Myriam con toda cautela, con que se revela un gran secreto que no debe ser revelado sino a una madre muy amada–: Viene de Moisés mismo..., ¡chist! ¡No lo digas a nadie porque no lo quiere Jehová!

Y la Luz Increada, la divina Maga de los cielos, nos relata que debido a los susurros del “mirlo escondido” en la cabecita rubia de Yhasua, según él decía; resultaba que el santo niño en frecuentes exteriorizaciones de su excelso espíritu, al explicar en la clase cómo había comprendido la lección de su maestro, hacía manifestaciones de conocimiento superior y a veces divergía en mucho de la interpretación de aquel.

Tanto el esenio como el Hazzan de la Sinagoga, llegaron a comprender que el niño hablaba iluminado por luz superior, pero obraban tan discretamente, que ante los alumnos aparecía como que Yhasua prestaba mayor atención, y que era un discípulo estudioso y aventajado. Alguno de éstos, removido por algún celillo indiscreto y mordaz, solía decirle:

—Yhasua, si al parecer sabes tanto como el maestro, ¿por qué vienes a la escuela? Vete a Jerusalén y hazte un doctorzuelo, que aquí nos basta con saber lo más rudimentario de la Ley.

El dulce Yhasua recibía el pinchazo acerado de la ironía, inclinaba su frente como un lirio marchito, y hundiendo en el pavimento su mirada húmeda de llanto contenido, parecía contar las planchas de piedra grisácea que lo formaban.

La Luz Eterna recogía el pensamiento del Verbo de Dios, niño aún, mientras miraba las losas del pavimento:

“Estas piedras están ya gastadas por el tiempo y seguirán siendo losas frías, mudas e insensibles, por siglos de siglos... Así las almas, que no han llegado a la comprensión de las altas cosas de Dios”.

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