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biografía de la autora

 

 

ARPAS ETERNAS
PARTE DEL CAPÍTULO:
EL NIÑO CLARIVIDENTE

 

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“Y ahora voy a retirarme, porque tu niño pronto se despertará y no conviene que me vea aquí, para que no se avive en él, demasiado pronto, el recuerdo de lo que ha oído leer en el Santuario. Nada le habléis de nosotros y procurad dar paseos con él por la vecina pradera, donde debe vivir durante tres días la alegre vida de un niño sano y bien equilibrado. Déjale correr, jugar, mojarse en el arroyuelo y trepar a los árboles a buscar nidos. Al comenzar el día cuarto, él mismo volverá su recuerdo a sus viejos maestros esenios. Entonces lo traerás a nosotros para proseguir su curación”.

Y el Anciano, después de contemplar un instante al niño dormido, se volvió al Santuario, con la promesa de Myriam que lo haría tal como le había dicho.

Cuando Yhasua se despertó, casi anochecía, y desde la gran caverna-cocina llegaba una algarabía de risas de niños mezcladas de alegres palmoteos.

— ¿Oyes, madre?, –preguntó el niño extrañado, pues allí sólo estaban de ordinario las ancianas que les hospedaban.

—Sí, hijo mío; son los nietecitos de las ancianas, pues cada luna, suben a ver a sus abuelitas.

— ¡Oh, ventura de Dios!, –exclamó el niño saltando de su lecho–. Yo que tengo unas ganas locas de jugar y correr por los campos, ahora sí que me dejarás, ¿verdad, madre?

—Sí, hijo mío, porque estos niños montañeses conocerán muy bien el sitio en que anidan las gaviotas, los mirlos y las alondras. Conocerán todos los parajes más bellos del Monte Carmelo, y siguiéndolos a ellos no podremos extraviarnos.

—Pero..., ¿vas a venir también tú?

— ¿Y por qué no? ¿Acaso soy tan vieja que no puedo correr por donde corres tú? A más, debemos celebrar la llegada de la caravana mañana al mediodía, y de seguro que nos traerá noticias de tu padre y hermanitos.

— ¡Cierto, cierto! Madre, ¿me dejas ir con los niños, esos que ríen con tan buena gana?

—Vamos junto al hogar que pronto será la hora de la cena.

Y la madre y el hijo fueron a mezclarse entre la alegre algarabía de los chiquilines montañeses, que jugaban a la gallina ciega y a las ranas saltadoras, causando un indecible gozo a las ancianas abuelas que les contemplaban con deleite.

—Faltabas tú, rayo de sol, para que la fiesta fuera completa –dijo una de las ancianas cuyo nombre era Sabá, al mismo tiempo que hacía lugar a Myriam en el estrado frente al fuego.

— ¿Soy yo el rayo de sol? –preguntó ingenuamente Yhasua.

— ¿Y quién ha de ser sino tú? ¡Ven, que hago callar a estos grillos para decirles que tú eres el rayo de sol! –Y tomó a Yhasua de la mano y fue al otro extremo de la inmensa cocina de piedra, donde los niños en revuelto montón se estrujaban unos a otros, en la lucha de las ranas saltadoras por sumergirse primero en el lago. Hay que aclarar, que el lago era para ellos una gran piel de camello extendida para secar, con punzones de madera, y sobre un colchón de heno seco.

— ¡Eh, pilluelos!..., bastante tiempo hicisteis de ranas y renacuajos; sed ahora niños bien educados y mirad el amiguito que os traigo –decíales Sabá, riendo de las piruetas y contorsiones de aquellos diablitos desatados.

Yhasua reía también con ellos, viendo las ridículas poses que pretendían remedar.

Los chicos se pusieron rápidamente de pie y como en línea de batalla, mirando a Yhasua con azorados ojazos.

—Ahora no jugaréis más a las ranas sino a los corderillos, porque este niño hará de vuestro pastorcito. ¿Habéis entendido? Y cuidado que seréis muy obedientes y sumisos porque él es como un pedazo de pan con miel. ¿Habéis entendido?

Nadie respondió.

— ¡Madre Sabá!... –dijo Yhasua–, los niños se ponen tristes porque les interrumpo su juego. ¡Eran tan divertidas esas ranas despatarradas!...

— ¿De modo que también tú, mi lucero, quieres ser un renacuajo saltarín?

—Yo soy niño como ellos. ¿Por qué he de ser yo el amo y ellos han de obedecerme?

—Déjale, madre Sabá –interrumpió Myriam–, que se mezcle en los juegos de los otros niños, que así lo ha mandado el Servidor para fortificar a mi niño que está algo debilitado,

— ¡Ah, bien, bien, que no se hable más! Jugad, pues, a las ranas y a los renacuajos, con tal que no os causéis daño alguno –asintió la anciana.

Y he aquí a Yhasua, Mesías Salvador de la humanidad, mezclado a una decena de chicuelos de las serranías del Monte Carmelo, en confuso enjambre de caritas sonrientes y manecitas tostadas, a la espera de la cena. En las alegres correrías por montañas y valles durante el día a la busca de flores y de nidos, la alegría de Yhasua iba subiendo de tono, dando a su hermoso semblante tonalidades de la energía y la vitalidad.

Dos días permanecieron en la caverna de las abuelas los niños montañeses hasta que la familia se los llevó a sus respectivos hogares.

Yhasua les vio alejarse con pena. Una chiquilina de ocho años sintió en su alma la tristeza del niño y volviéndose junto a él le dijo: —Yhasua, si te quedas más tiempo aquí, vendremos mi hermanito Matheo y yo, a hacerte compañía.

—No sé hasta cuando nos quedaremos aquí, pero si venís pronto me encontraréis. ¡Venid..., me quedo tan solo!

— ¡Matheo!... –gritó la niña al grupo parlanchín que ya emprendía la marcha montaña abajo. Un niño de diez años se apartó del grupo para contestarle:

— ¿Qué hay, Myrina?...

— ¡Yhasua se queda triste porque nos vamos! ¿Qué hacemos?...

—Pues no irnos –contestaba resueltamente Matheo.

—Pero el tío no querrá dejarnos... –alegaba tímidamente la niña a quien habían llamado Myrina, diminutivo de Myriam.

— ¡Probemos!... –y Matheo corrió a la gran cocina de piedra de donde sacó medio a rastras a la abuela Sabá a la cual convenció de que solicitara el permiso para quedar por otros días junto a Yhasua. La anciana que estaba enamorada del Rayo de sol, como llamaba al niño, apenas se enteró de que él así lo quería, consiguió con facilidad el deseado permiso, y Matheo y Myrina quedaron en la caverna de las ancianas esenias del Monte Carmelo por unos días más.

¡Eterna ley de las atracciones y de las afinidades de las almas! Fue uno de los cronistas del Cristo con el nombre de “Matheo el Evangelista”.

Myrina fue algo más tarde, la triste y llorosa viuda aquella que encontró Yhasua siguiendo el cortejo fúnebre de su hijo adolescente, que llevaban a enterrar en un viejo sepulcro de las cercanías.

— ¡Mujer, no llores, que tu hijo no es muerto, sino que él duerme y yo le despertaré!... ¡Eres tú, Myrina!...

 Y dando de su propia vitalidad al yacente cuerpo inmóvil por agotamiento de vida, le hacía salir de su féretro, rebosante de energía y de salud. Veía abrazarse el hijo a la madre en medio del estupor de los presentes.

Estas breves alusiones aclaratorias, son como un anticipo de los detallados relatos que haremos cuando más adelante se desarrollen estos sucesos, y dejamos entonces la explicación razonada, lógica y natural de los fenómenos psíquicos producidos, por el sabio manejo de las fuerzas formidables del Espíritu de Cristo, en relación con las fuerzas de la Naturaleza de que era señor, por la superior evolución intelectual y moral que había conquistado.

Al amanecer del día cuarto del descanso de Yhasua, apenas abrió los ojos dijo a su madre, que con tierna solicitud preparaba sus ropas para levantarse:

— ¿Qué habrán hecho mis maestros en tantos días que no les he visto?

—Hijo mío, la vida de ellos, contigo o sin ti, es siempre la misma: meditación, trabajo y estudio –le contestó Myriam, que ya esperaba estos recuerdos del niño.

—Querría volverles a ver este día. ¿Me llevarás?

— ¿Ya estás cansado de Matheo y Myrina?

—Yo no me canso nunca, madre, de los compañeros buenos; pero ellos iban hoy de madrugada a la aldea con la abuelita Sabá a comprar provisiones y tres asnillos para que paseemos por las praderas. Anoche me contaron en secreto, porque Sabá quiere darnos una sorpresa a ti y a mí...

“¡Pobre abuela Sabá, con su sorpresa frustrada!

Y Yhasua reía alegremente.

— ¿Y por qué frustrada, hijo mío?

—Pues porque la sabemos antes que llegue. Y ahora mismo, cuando vamos al hogar le diré que todo su secreto lo desparramó el viento...

—No, hijo mío, no hagas eso. Déjala con su alegría de sorprendernos con los asnillos. ¡Tienen tan pocas alegrías los ancianos, que todos debemos cuidar como el pan bendito las pocas que la vida les permite!

— ¡Ay, cómo hablas, madre!... ¡Te vas haciendo santa como los esenios!

Y saltando del lecho se abrazó al cuello de su madre que le sonreía amorosamente.

— ¿De modo que quedamos en que nada dirás a la abuela Sabá de que sabemos su secreto?

— ¡Qué duro es que no se me escape, madre!... La cara que pondría la abuela Sabá cuando yo le dijera: ¿me enseñas, abuela, los asnillos que compraste en la aldea?... Enseguida la emprendería a pellizcos con Matheo y Myrina que me lo contaron.

—Pues, sabiendo todo eso, debes callar –decíale Myriam ayudándolo a vestir.

De pronto el niño olvidó sus pensamientos de niño y dijo:

— ¡Yo jugando y riendo, y el Dios de los Profetas esperando mi plegaria para comenzar el nuevo día!

Y se arrodilló sobre el pavimento con las manos cruzadas sobre el pecho y cerrando los ojos, para que el alma se elevara con intensa adoración al Infinito, sus labios comenzaron a murmurar el salmo de la adoración:

— ¡Alabado seas tú, Señor, porque eres justo, santo y bueno, y tu misericordia es eterna y tu poder no tiene fin!...

La vibración intensísima de la plegaria de aquel Cristo-niño, estremeció de júbilo las fibras más sutiles del alma de Myriam su madre, que tomando su cítara empezó a acompañarle suavemente, arrancando de sus cuerdas la mística melodía de los Salmos. Y la plegaria continuaba:

—Escucha, ¡oh!, Jehová, mis palabras y considera la meditación mía.

“Atiende a mi clamor porque desde el amanecer me presento a Ti y en Ti esperaré.

“¡Oh, Jehová, Señor y Dios mío!... Cuán grande es tu Nombre en toda la Tierra que has puesto tu gloria sobre todos los cielos.

“¡A ti, oh, Jehová, levanto mi alma, no te apartes de mí porque no sea yo confundido con los que descienden a las sombras!

“Bendito seas Tú que oyes mi voz. ¡Eres mi fortaleza y mi escudo, y en Ti espera mi corazón!

“¡Salva, Señor, a tu pueblo y bendice tu heredad!”

Y el santo niño doblando su cuerpecito tocó el pavimento con su frente y Myriam oyó que decía:

— ¡Tierra, esposa mía..., aquí estoy de nuevo para fecundarte otra vez con mi sangre!

— ¡Otra vez comienza el delirio! –pensó la pobre madre al escuchar la tremenda frase sin sentido para ella, que acababa de pronunciar su hijo.

—Vamos, hijo mío, que ya las abuelas nos esperan con las castañas asadas y la leche calentita –díjole en alta voz para interrumpir lo que ella llamaba delirio, y que no eran sino relámpagos de claridad divina que iluminaban a intervalos el alma del Mesías-niño.

El niño la miró con dolor, como si esas palabras le hubiesen herido profundamente.

—Vamos –contestó muy bajito–, y después me llevarás al Santuario o si no gustas molestarte, iré yo solo.

—Nunca me molesta estar contigo, hijo mío –respondió la madre–. Yo misma te llevaré.

Tomó el niño el desayuno en silencio, cual si hubiese olvidado completamente la ironía con que pensaba tratar de inmediato el secreto de los asnillos de la abuela Sabá.

Instruidas las abuelas al igual que Myriam sobre la educación espiritual que se daba al niño, no trataron de hacerle cambiar con ruidosas conversaciones de cosas materiales y efímeras.

— ¿Así que hoy tienes trabajo con los Maestros, Yhasua? –díjole una de las ancianas.

—Sí. Ya descansé tres días que se me pasaron volando. Fui pajarillo libre en la montaña; ahora vuelvo a la jaula.

— ¿Hasta cuándo? –preguntó tímidamente Myrina, que al igual que Matheo había guardado silencio a indicación de las ancianas.

La vocecita de la niña conmovió a Yhasua, y sonriendo ligeramente le contestó:

—A la caída del sol volveré con vosotros y os contaré hermosos cuentos que parecen sueños.

—Tú serás, sin duda, un doctor de la Ley y por eso te hacen estudiar tanto –arguyó Matheo, al parecer no muy conforme de que su amiguito pasara todo el día en el santuario.

—Soy tan pequeño, que no puedo saber lo que seré; sólo sé que necesito ir con mis maestros porque para eso he venido aquí. ¿Me llevas, madre?

—Bien, hijito, vamos. –Y sin decir una palabra más siguió a Myriam a través de la galería cubierta que conducía al Santuario.

—Pero, abuelita Sabá –recordó Matheo apenas ellos salieron–. Y la sorpresa de los asnillos, ¿para cuándo queda?

—Para esta tarde, hijo, para esta tarde.

— ¿Y por qué no ahora? Yo que puse tanto esmero en enjaezar el asnillo de Yhasua, me quedo plantado con mi trabajo.

—Ten un poco de paciencia, que ese niño no es como tú, sino un profeta como Elías y como Samuel, que ha venido para las grandes promesas de Jehová a los hombres de esta tierra.

— ¡Ay, pobre Yhasua!, –exclamó Matheo muy de corazón–. Casi todos los profetas murieron de mala manera y vivieron de raíces y de bellotas. Y con todos los sufrimientos de los profetas, sigue habiendo ladrones y asesinos; y los soldados del César apaleando a los hebreos, y los esbirros del rey recogiendo todo el oro para los festines de su amo...

— ¡Calla tú, rapaz, que no sabes lo que dices! Ve a traer leña, y tú, Myrina, ponme harina en la batea, que vamos a hacer el pan.

Con esto terminó la protesta de Matheo. Tú y yo, lector, sigamos a Yhasua que se encaminaba con su madre a la puerta del Santuario esenio.

A mitad del camino les esperaba uno de los Ancianos.

—Aquí os lo traigo –dijo Myriam–. Ha descansado muy bien y ya veis cómo ha mejorado su aspecto. Hoy, apenas se despertó, pidió venir con vosotros y aquí le tenéis.

—Muy bien. Yhasua, te quedas con nosotros hasta la hora nona que yo mismo te llevaré hacia tu madre.

—Ya lo oyes, madre, a la hora nona estaré contigo. –Y besándola tiernamente se perdió con el Anciano en la obscuridad de la galería de piedra.

— ¡Dios mío!... –murmuró la madre entristecida–. Yo sé que mi hijo es más tuyo que mío. ¡Dame fuerzas para entregártelo cuando Tú me lo pidas! –Y enjugándose una lágrima furtiva que dejó correr por su rostro, volvió a su alcoba, donde el huso y la rueca esperaban sus ágiles manos para convertir en finas hebras de lana, el blanco vellón que dormía en la cesta de juncos.

Cuando el Anciano y el niño aparecieron en la puerta de la sala de las asambleas, los esenios comenzaron a cantar las primeras palabras del salmo evocador:

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