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biografía de la autora

 

 

ARPAS ETERNAS
PARTE DEL CAPÍTULO:
EL NIÑO APÓSTOL

 

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Pronto llegaron al Santuario del Monte Tabor las noticias de lo que ocurría al adolescente Yhasua, y de que comenzaba para él una terrible lucha espiritual en la cual se veía solo. Grandes y dolorosas dudas respecto de su misión comenzaban a roer sus energías, y a apagar el aliento divino que sus Guías y sus Maestros habían tratado de infundirle.

Y el Servidor, tal como se lo prometiera un día no lejano, llegó a la Sinagoga de Nazareth con dos Ancianos más de los que estaban en el Santuario.

El Hazzan les informó completamente, añadiendo que el niño no tardaría en llegar, pues todas las tardes al ponerse el sol acudía allí para tomar noticias de sus protegidos.

La casa particular del Hazzan, anexa por el huerto con la Sinagoga, había venido a ser el lugar donde Yhasua podía libremente sentirse hermano de sus pequeños hermanos desamparados.

Y la abuela Ruth, con Abigail como ayudante, le preparaban prendas de vestir y a veces pastelillos y golosinas, para que el niño tuviera la satisfacción de aliviar las dolorosas situaciones de miseria y de hambre de los que carecían de un techo que les cobijara, y de una mesa familiar alrededor de la cual pudieran compartir su pan.

Myriam su madre, parecía sentir en su corazón la repercusión del querer y del sentir de su hijo, y una tarde, cuando vio que él se disponía a marcharse le dijo acariciándole los cabellos:

—Quisiera ir esta tarde contigo a visitar a la abuela Ruth y la buena Abigail, a la que he tomado cariño a través de ti que la quieres.

— ¡Madre!..., no quisiera que recibieras otro disgusto por causa mía –le contestó con cierta alarma Yhasua.

—Disgusto, ¿por qué? Cierta estoy que nada malo haces. Me pongo el manto y voy; espérame.

Cuando volvió a salir, Yhasua vio que llevaba un bolso bastante grande, más un fardo muy bien acondicionado y una cestilla primorosamente arreglada con lazos de varios colores.

—Esta cestilla es para Abi, tu amiguita, y se la llevarás tú.

—Bien, madre, gracias; también te llevaré ese fardo que es demasiado peso para ti. –La madre se lo dio sin decir nada.

Y salieron.

Aquellas callejuelas estrechas y tortuosas donde las casas no estaban a línea, y a más interceptadas por huertos y sembrados, hacían más largas las distancias, pues el transeúnte no podía ver lo que había a treinta pasos de donde estaba.

A poco andar salió de entre una mata de arbustos un chiquillo harapiento y endeble, cuya sola vista encogía el corazón.

— ¡Yhasua!, –le dijo– vine a esperarte aquí porque en el patio de la abuela Ruth son muchos los que te esperan, y como yo no tengo fuerzas para abrirme paso, siempre me vuelvo a casa con un solo panecillo y somos cuatro hermanos.

Con los ojos llenos de lágrimas, Yhasua miró a su madre que tenía también los suyos próximos al llanto.

—Ven con nosotros, hijito –díjole Myriam tomando al niño de la mano–. No podemos abrir los fardos a mitad de camino, pero yo cuidaré que no vuelvas a casa con sólo un panecillo. ¿Has comido hoy?

—Yo cociné el trigo que me dio Abi, días pasados, y tenemos todavía para mañana –contestó el niño que sólo tendría nueve años de edad.

— ¿Y por qué no cocina tu madre?, –preguntó Myriam.

El chicuelo miró a Yhasua como asustado.

— ¡Madre!, ésta es la familia del hombre aquel que había tomado un saco de harina en el molino. La madre está enferma, y Santiaguito que es el mayor cuida de todos. El padre perseguido como ladrón, no puede volver a su casa.

Estas palabras de Yhasua, hicieron explotar la ternura en el alma de Myriam que comenzó a llorar sin tratar de ocultar su llanto.

— ¿Ves, madre?, –continuó Yhasua–. Por eso, no era mi gusto que tú vinieras conmigo a ver de cerca el dolor que yo estoy bebiendo hace tiempo.

“¡Volveos madre, que yo solo me basto para sufrir por todos!

— ¡No, no, hijo mío, ya me pasó! Yo quiero ir contigo a donde tú vayas –contestó la madre continuando la marcha, llevando siempre de la mano al pobre niño que a hurtadillas pellizcaba unos higos secos y duros que sacaba de su bolsillo.

Todavía tuvieron otros encuentros parecidos antes de llegar. Por fin esto hizo reír a Myriam que decía:

— ¡Cómo brotan los chiquillos de entre los matorrales y las piedras de las encrucijadas!

“Aunque os diéramos, Yhasua y yo, una mano a cada uno, no nos alcanzarían para todos. –Eran seis niños.

—Los más fuertes –decía Yhasua a los niños– llevad de la mano a los más pequeños y andad delante de nosotros para que mi madre y yo veamos que sois buenos compañeros y no os peleáis.

Y en el alma pura de Myriam, se reflejó con maravillosa diafanidad todo el gozo que su hijo sentía cuanto le era posible en la tierra “amar a su prójimo como a sí mismo”.

Por fin llegaron.

Grande fue la sorpresa de Yhasua cuando se encontró con los tres Ancianos que habían llegado esa mañana desde el monte Tabor, cuyo Santuario era el más cercano a Nazareth.

—Te he cumplido mi promesa, Yhasua –díjole al abrazarle el Servidor–. Te prometí visitarte, y aquí estamos.

—Pero tardasteis tanto que todas las luces que encendisteis en mi alma se apagaron, o acaso convertidas en luciérnagas se me escaparon del corazón –contestó el niño con un dejo de amarga tristeza–.

“Permitidme –dijo reaccionando de pronto–, que atienda a mis amiguitos desamparados, y luego estoy con vosotros.

—Mi hijo padece mucho lejos de vosotros –dijo Myriam a los Ancianos cuando el niño se alejó.

—Ya lo sabemos y por eso estamos aquí.

— ¿Qué pensáis hacer?, –preguntó ella.

—Curarle las heridas que el egoísmo humano le ha hecho antes de que llegue su hora –le contestaron los Ancianos.

—Descansad en nosotros, Myriam, que el Altísimo nos enseñará a hacer con vuestro hijo lo que debemos hacer.

La pequeña Abi, toda hecha un ánfora de alegría se acercó a Myriam

—Venid, madre Myriam, que yo os guiaré a donde la abuela Ruth y Yhasua os esperan.

Y ella siguió a la niña por un sombreado sendero entre cerezos en flor, que iba a terminar en un gran patio empedrado y donde algunos naranjos enormes formaban una espesa techumbre de verdor salpicado de azahares.

Y allí sentados en esteras o en rústicos bancos, vio una porción de chiquillos a quienes la abuela repartía pan y golosinas, ayudada por Yhasua y Abi.

Myriam entregó a la niña la preciosa cestilla que le traía llena de frutas azucaradas y pastelillos de miel, y a Yhasua le mandó abrir el fardo que había traído y que contenían gran cantidad de pañuelos, calcetines, gorros y túnicas de diversas medidas y colores.

Cuando hubieron repartido equitativamente todos los regalos, Myriam entregó a la abuela Ruth en nombre de su hijo, el bolsillo que ella traía bajo su manto y que contenía la tercera parte del producto de la dote que ella había llevado al matrimonio, para aliviar las necesidades de las familias menesterosas que su hijo socorría.

Yhasua que estaba allí presente, abrazó a su madre mientras le decía a media voz:

—Yo sabía, madre buena, que tú comprenderías mis sentimientos.

—Los olivares y plantaciones que en Jericó tuvieron mis padres –continuó Myriam–, son actualmente administrados por uno de los hermanos de Yhosep, mi esposo, y él traerá aquí cada año, la tercera parte de la cosecha para el mismo fin que os di ese bolsillo. Abuela Ruth, pongo como única condición que nadie sepa sino vos, de donde viene el beneficio. ¿Me lo prometéis?

—Os lo prometo por la memoria de mis padres muertos –dijo la anciana enternecida.

Yhasua no cabía en sí mismo de gozo. Era su primera gran alegría como futuro apóstol de una doctrina de amor y de fraternidad entre los hombres, y como un chiquilín de pocos años, abrazaba y besaba una y otra vez a su madre, mientras decía con la voz temblorosa de emoción:

—Empiezo de nuevo a creer que soy mensajero del Dios Amor y que eres tú madre mía, la primera de mis conquistas.

—Soy dichosa con tu dicha, hijo mío –decíale ella, dejándose acariciar por su hermoso adolescente que parecía tener dentro de sí mismo toda la dicha de los cielos.