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biografía de la autora

 

 

ARPAS ETERNAS
PARTE DEL CAPÍTULO:
EL NIÑO APÓSTOL

 

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Los padres de Yhasua llegaron a sentir alarma de ver a su hijo mezclado en los asuntos íntimos de chicuelas de la comarca, de viejecillos andrajosos, y hasta de algunos dementes que habían huido a las cavernas de las montañas.

Hasta que un día le fueron a Yhosep con la denuncia que su hijo Yhasua había ocultado a un hombre acusado de agresión y de robo al molino de uno de los pueblos vecinos.

Y con gran angustia de la pobre madre, Yhosep y sus hijos mayores se reunieron en un consejo para juzgar a Yhasua y aplicarle una severa corrección, pues que estaba comprometiendo el honrado nombre de la familia con un proceder que todos juzgaban incorrecto.

Yhasua apareció ante el tribunal de familia con una serenidad admirable.

Por su madre tenía conocimiento de las acusaciones que iban a hacerle y acudía preparado para contestar.

El consejo era en el comedor de la casa, y así Myriam, aunque rehusó tomar parte, podía escuchar cuanto se dijera.

—Hijo mío, –díjole Yhosep–, tus hermanos mayores aquí presentes, han oído con dolor algunas acusaciones contra ti, y yo deseo saber si es verdad cuanto dicen.

—Yo os lo diré, padre –contestó el niño.

—Dicen que tú has hecho entrar en casas honradas, chicuelas insolentes que sus amos echaron a la calle por sus malas costumbres. ¿Es cierto esto?

—Sí, padre; es cierto.

— ¿Y qué tienes tú que mezclarte en cosas que no te incumben?

—Casi estás en pañales –añadió Eleazar el mayor de todos los hijos de Yhosep–, y ya te crees capaz de mezclarte en asuntos ajenos.

—Si me dejáis hablar, os explicaré –dijo sin alteración alguna el niño.

—Habla, Yhasua, que es lo que esperamos, –díjole su padre, casi convencido de que su hijo tendría grandes razones que enumerar.

—Las Tablas de la Ley fueron dadas por Dios a Moisés para hacer más buenos a los hombres y son un mandato tan grave, que faltar a él es un gran pecado contra Dios. En la Tabla de la Ley está escrito: “Ama a tu prójimo como a ti mismo”.

“Prójimos míos son esas chicuelas maltratadas por sus amos y echadas a la calle como perros sarnosos, después que las hicieron pasto de sus vicios y groserías.

“Eleazar, si tu pobreza te obligase a mandar tus niñas a servir en casas ricas, ¿te gustaría verlas rodar por las calles, arrojadas por los amos que no pudieron sacar de ellas lo que deseaban?

—No, seguramente que no, –contestó el interrogado.

— ¿Y crees tú que éstas que llamáis chicuelas insolentes, son distintas de tus hijas y de todas las niñas que por su posición no se vieron nunca en tales casos?

—Está bien, Yhasua, –dijo Yhosep– pero no veo la necesidad de que seas tú el que haya de poner remedio a situaciones que están fuera del alcance de un niño como tú.

—Tengo quince años cumplidos, padre, y a más, yo me he limitado a referir casos que llegaron a mi conocimiento: al Hazzan, a los terapeutas, o algunas personas de posición y de conciencia despierta, para que tomaran a su cuidado el remediar tantos males.

—Pero es el caso –dijo Matías, el segundo de los hijos de Yhosep–, que te acusan a ti de entrometerte en lo que no te incumbe.

—Sí, sí, ya lo sé –contestó el niño–, porque los amos quieren saborear el placer de la venganza en las chicuelas que arrojaron, mendigando un trozo de pan duro y durmiendo en los umbrales. ¡Qué hermoso!, ¿eh? ¡Y nosotros impasibles, con la Ley debajo del brazo y sin mover una paja del suelo por un hermano desamparado! Para esto, más nos valdría ser paganos, que no teniendo más ley que su voluntad y su capricho son sinceros consigo mismo y con los demás, pues que obran conforme a lo que son.

—Dicen que últimamente has ocultado a un ladrón denunciado a la justicia porque robó un saco de harina en el molino de Naím. ¿Es cierto eso?

—Sí, padre. Es un hombre que está con la mujer enferma y cinco niños pequeños que piden pan. Porque su mujer es tísica, no le quieren dar trabajo en el molino de donde fue despedido. Al marcharse tomó un saco de harina para llevar pan a sus hijos que no comían desde el día anterior.

“Si ese hombre no volvía a su casa, los niños llorarían de hambre y la madre enferma sufriría horrible desesperación.

“A más, el saco de harina fue pagado por la abuela Ruth. ¿Es justo perseguir a ese hombre?

“Sí, sí. ¡Yo lo tengo oculto y no diré donde, aunque me manden azotar!, –añadió el niño con una energía que asombró a todos.

— ¡Basta, Yhosep..., basta!, –clamó con un hondo sollozo Myriam, la pobre madre que vertía lágrimas amargas viendo a su Yhasua de sólo quince años sometido a un consejo de familia, a causa de sus obras de misericordia que muy pocos interpretaban en el elevado sentido con que él las realizaba–.

“¿Hasta cuando le vais a atormentar con un interrogatorio indigno de servidores de Dios, que nos manda ser piadosos con el prójimo?

Todos volvieron la mirada hacia Myriam, que pálida y llorosa parecía suplicar con sus ojos.

—Bien, Myriam, bien; no tomes así las cosas, que sólo queremos aleccionar al niño para que no provoque la cólera de ciertas gentes que no soporta a nadie mezclarse en sus asuntos –dijo Yhosep.

Los hermanos mayores, para quien era aquella mujer algo tan sagrado como su propia madre, guardaron silencio, y sin agresividad ni enojo, con un sencillo: “Hasta mañana”, que Yhosep y Myriam contestaron, se marcharon a sus casas.

Cuando se vieron los tres solos, Myriam se abrazó llorando con aquel hijo a quien amaba por encima de todas las cosas de la tierra, mientras Yhosep, profundamente conmovido, no acertaba a pronunciar palabra.

— ¡Madre!, –decíale el niño– no llores más por favor, que te prometo no dar motivo para que suceda esto en casa.

—No era necesario que vinieran tus hijos mayores, Yhosep, para corregir a mi hijo. Yo como madre tengo más derecho que nadie sobre él, y soy bastante para corregirle si él comete faltas.

“¿Por qué humillar así, a mi hijo y a mí?...

—Perdóname, Myriam, y piensa que antes que Yhasua, fueron humillados Eleazar y Matías con la rudeza agresiva con que fueron tratados, por aquellos que se creen perjudicados por la intervención de Yhasua en sus asuntos.

—Respaldado por el Hazzan y los terapeutas, nuestro niño se cree en el deber de remediar a los débiles maltratados por los fuertes; más aún, cree que puede hacerlo sin perjuicio propio y de su familia. ¿No es así, Yhasua?

— ¡Padre! Entiendo que la Ley nos obliga a todos por igual, y sólo aparentan no entenderla los que explotan la sangre y la vida de sus semejantes en provecho propio.

“Decid, padre; para arrancar un corderillo de las garras de un lobo, ¿esperan que el lobo esté contento de que le quitéis su bocado? Si debemos esperar que los lobos humanos estén contentos de soltarnos su presa, el Padre Eterno se equivocó al mandarnos: amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos.

“Debió decir: ¡Fuertes!, devorad a los débiles e indefensos. Y vosotros pequeñuelos, dejaos devorar tranquilamente por los más fuertes que vosotros”.

Y Yhasua, un tanto excitado y nervioso, se sentó junto a la mesa con los codos apoyados sobre ella y hundió su frente entre sus manos.

—Hijito –díjole enternecido su padre–. Ya se vislumbra en ti al Ungido del Señor, y tus pobres padres sienten la alarma de los martirios que los malvados preparan para ti. No veas pues, más que nuestro amor en todo cuanto ha ocurrido esta tarde.

—Ya lo sé, padre, y estoy buscando el modo de cumplir la Ley de Dios sin lastimar vuestros corazones.

— ¿Lo conseguirás, Yhasua?, –preguntó la madre secando sus lágrimas con su blanco delantal.

—Por ahora quizá lo conseguiré, madre mía, más adelante no sé.

Así terminó aquel día este incidente, el primero de este género, que pasó como una ola fatídica por la vida de Yhasua, apenas llegado a la adolescencia.

Y yo digo al lector de estas páginas: fácil os será comprender cómo llegó a tan alto grado el encono de las clases pudientes, que esclavizaban a los débiles y necesitados, cuando años más adelante, el Misionero se puso frente a ellos para decirles:

—“¡Hipócritas! lucráis con el sudor y la sangre del prójimo, y tocáis campanas cuando arrojáis a un mendigo una moneda de cobre de limosna”.

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