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biografía de la autora

 

Para seguir todo el relato de las últimas horas en la tierra del CRISTO en la personalidad de Jhasua, te aconsejo que sigas el orden de los capítulos.

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CAPÍTULOS

  LA DESPEDIDA LA DESPEDIDA  
  GETHSEMANÍ GETHSEMANÍ  
  JHASUA ANTE LOS JUECES JHASUA ANTE LOS JUECES  
  QUINTUS ARRIUS (HIJO) QUINTUS ARRIUS (HIJO)  
  AL PALACIO ASMONEO AL PALACIO ASMONEO  
  EL GÓLGOTA EL GÓLGOTA  
  DE LA SOMBRA A LA LUZ DE LA SOMBRA A LA LUZ  

 

LA DESPEDIDA

Llegó por fin la tarde en que según los rituales de ley debían comer el cordero pascual, y el Maestro quiso celebrar esa cena sólo con sus Doce discípulos íntimos. Eran ellos los fundamentos de su escuela de amor fraterno, de su escuela de vida en común, sin egoísmos, sin intereses, una perfecta hermandad, donde ninguno era mayor ni menor, sino que todos tenían iguales deberes e idénticos derechos.

Fue elegido para ésto, el cenáculo de la mansión adquirida por María de Mágdalo para hospedaje de los peregrinos venidos de Galilea.

Myriam se trasladó allí donde se encontraba su hijo, a fin de celebrar aquellos ritos de ley en compañía de sus familiares y amigos venidos con ella desde Nazareth.

Así que todo estuvo preparado, el Maestro entró al cenáculo con sus Doce y ocupó la cabecera de la mesa. Cuando se vio rodeado por ellos, mandó cerrar las puertas y quitándose el manto, se dirigió a la piscina de las abluciones que se hallaba en un ángulo del pavimento. Llenó un lebrillo, se puso la toalla en el brazo y acercándose a Pedro se arrodilló ante él.

El buen hombre se puso de pie de un salto y con azoramiento infantil le dijo:

-¡Maestro!... mi Señor, ¿qué haces?

-Es mi postrera enseñanza -le contestó el Maestro-. Siéntate Pedro y déjame que lave tus pies, para que sepáis y os acordéis toda vuestra vida, de que el mayor ha de ser el servidor de los más débiles y pequeños.

"Así lo haréis vosotros en memoria mía".

Pedro obedeció, pero sus ojos claros se inundaron de llanto, y sus lágrimas al rodar de su rostro caían silenciosas sobre las manos del Maestro que le lavaba y le secaba los pies.

Igualmente lo hizo así con los demás discípulos que en extremo conmovidos empezaban a comprender que algo así como el Juicio de Dios se cernía sobre ellos.

Zebeo y Juan lloraban como dos niños, que temieran algo que ellos mismos no sabían precisar. ¿Qué significaba aquello?. En razón de su poca edad, Juan fue el último e inclinándose al oído del Maestro le preguntó con su voz sollozante:

-¿Por qué nos afliges así, Maestro? ¿quieres decirnos con esto que estamos manchados de culpa?.

-Quiero decir que el más grande ha de hacerse pequeño, porque el Reino de los cielos es de los que se hacen pequeños por amor mío -le contestó- y dejando la toalla y lebrillo, se cubrió de nuevo con su manto y se sentó a la mesa.

Todas las miradas estaban fijas en Él que les habló así:

-De cierto os digo que si el grano de trigo no cae a la tierra y en ella muere, solo se queda. Mas cuando ha muerto enterrado en la tierra entonces es que brota, florece, se cubre de espigas que se tornan en blanco pan.

"El que más ama su vida, más alegremente la pierde, porque sabe que la recobrará en la luz y la gloria del Padre.

"Mi alma está turbada por causa de vuestra angustia y digo: ¡Padre, sálvame de esta hora que me hace ver el dolor de los que son míos!.

"Mas... ¡si he venido para ver llegar esta hora, glorifica en mí tu Nombre Santo sobre todo lo creado!....

Una corriente sonora y suavísima se extendió como una oleada de armonía por salas y patios en aquella inmensa casona, llamada palacio Henadad, y todos cuantos estaban refugiados en ella, corrieron hacia el gran cenáculo, pues de allí partían las maravillosas vibraciones que llenaban a todos de una extraña emoción.

Eran voces musicales, como si millares de arpas cantasen en lenguaje inteligible a los oídos humanos, pero de una dulzura inefable y tiernísima.

Las doncellas galileas escuchaban en las puertas cerradas del cenáculo, sin acertar a comprender qué maravilla se obraba allí dentro.

La corriente sonora fue apagándose lentamente y todo volvió a su estado normal.

En un estado semi-extático, los discípulos, tampoco podían precisar lo que era aquella armonía.

Cuando desapareció la sonoridad, encontraron que Judas de Iskariot estaba dormido, tirado sobre el diván.

Tomás le sacudió fuertemente para despertarle.

El Maestro mandó abrir las puertas y dejó que entrasen cuantos quisieran de los moradores de aquella casa.

Tomó la cesta de los panes sin levadura y lo partió entre todos; tomó su ánfora con vino y acercándola él mismo a todos los labios, les dio a beber.

-Es mi último pacto de amor con todos vosotros -les dijo-. Y cada vez que lo hiciereis como yo lo he hecho, acordaos de esta alianza postrera, por la cual quedaré en medio de vosotros hasta la terminación de los tiempos. Y donde estéis reunidos en mi nombre, estaré yo en medio de vosotros.

-¡Señor! -díjole Pedro-, hablas como en vísperas de un largo viaje.

"¿A dónde vas, Señor, Maestro bueno, a dónde vas?

El Maestro le miró con infinita dulzura.

-Donde yo voy, no podéis ir por ahora ninguno de vosotros: pero me seguiréis más tarde, cuando hayáis llevado a todos los pueblos de la tierra el mensaje de amor que dejo encomendado a vosotros.

María de Mágdalo, en su calidad de dueña de casa, entró cubierta con un amplio velo color violeta.

Llevaba en las manos un vaso de alabastro lleno de una finísima esencia de nardos para ungir a su visitante de honor según la costumbre oriental. Se colocó a la espalda del Maestro y empezó a derramarlo sobre su cabellera; luego sobre sus manos, y por fin arrodillándose ante él, vertió todo el vaso sobre sus pies y hundiendo su rostro sobre ellos, rompió a llorar a grandes sollozos.

Las mujeres se precipitaron todas hacia el Maestro y arrodilladas lo rodearon por todas partes.

Myriam, de pie en medio del cenáculo, lo miraba con sus grandes ojos llenos de llanto, inmóvil como la estatua del dolor sereno que paralizaba sus movimientos, dejándole tan sólo las dolorosas palpitaciones de su corazón.

En todos los rostros había lágrimas, de todos los labios se escapaban sollozos, porque allí se desvaneció toda ilusión, toda esperanza.

La cruda realidad pasó como una ola de escarcha helando la sangre en las venas.

Una suave palidez de lirio había caído sobre la faz del Maestro, cuyo sufrimiento interior se advertía a primera vista.

Tendió su mirada sobre todos los que le rodeaban y se apercibió de que Judas de Iskariot había desaparecido de allí, y como respondiendo a su propio pensamiento lleno de luz divina dijo:

-Ahora es glorificado el Hijo de Dios, y Dios es glorificado en él.

"¡Amigos míos... hijos míos desde largas edades!... Aún estoy en medio de vosotros y ya habéis perdido el valor. ¿Qué será pues cuando me busquéis y no me encontréis?.

"Porque os repito que donde yo voy, vosotros no me podréis seguir.

-¡Pero mi Señor!... -dijo Pedro acercándose al lado del Maestro-. ¿Por qué no puedo seguirte ahora? ¡Yo pondré mi cuerpo y mi alma por ti!.

El Maestro lo miró sonriendo y le contestó:

-Uno de vosotros me entregará a mis enemigos, y ese ya no está aquí. ¿Dices que pondrás tu alma por mí?... ¡Oh, amigo!... ¡la flaqueza humana es grande! ¡Antes de que el gallo cante tres veces esta noche, tres veces me habrás negado!.

El buen hombre abrió desmesuradamente sus ojos, e iba a gritar llorando su fidelidad al Maestro; pero él continuó diciendo:

-¡Conviene que así suceda, para que yo beba hasta el fondo de la copa que mi Padre me ha dado!.

"No se turbe por esto vuestro corazón, puesto que creéis en Dios y creéis también en mí, que fui enviado por Él.

"Como un padre escribe su testamento al final de sus días, también yo os doy el mío, que es como un mandamiento nuevo: Amaos los unos a los otros en la medida en que yo os he amado a vosotros, para que en eso conozcan todos que sois discípulos míos.

"En la casa de mi Padre hay muchas moradas, y yo voy delante de vosotros a preparar para mañana el lugar feliz de vuestro descanso.

"Y si me voy a prepararos el lugar feliz de vuestro reposo, vendré a buscaros en la hora debida, tal como el buen hortelano recoge las flores y frutos de su huerto para adornar con ellos su propia morada, cuando están en sazón.

"Porque donde yo estaré, estaréis también todos vosotros conmigo. Sabéis que yo voy al Padre y sabéis cual es el camino.

"Las obras que realicé a vuestra vista, en nombre del Padre las realicé, y vosotros las haréis en nombre mío, si de verdad estáis unidos a mí.

"No se turbe vuestro corazón ni tema, que el que está conmigo por la fe, el amor y las obras, con Dios está y ninguna fuerza podrá derribarle.

"Ni os desconsoléis pensando que os dejo huérfanos y solos en este mundo, porque vendré a vosotros cuando vuestro amor me llame.

"Los que son del mundo y no me comprenden, ni me aman, no me verán más, pero vosotros que sois míos, me tendréis siempre entre vosotros, porque vivo, soy eternamente, como asimismo viviréis vosotros.

"Me probaréis vuestro amor guardando mis enseñanzas y mis mandamientos; y en todo aquel que me ama, el Padre y yo haremos nuestra morada y yo me manifestaré a Él.

"He aquí mi último mandamiento. Amaos los unos a los otros tal como yo os he amado. En cada uno de vosotros dejo parte de mi propio corazón, y él os dirá lo que es el amor verdadero sin interés y sin egoísmo, capaz de dar la vida por el amado. Así os he amado a vosotros, y así os amaréis vosotros también. -Luego se puso de pie y elevando sus ojos y sus manos hacia lo alto oró a su Padre con infinita ternura-:

"¡Padre mío!... ¡La hora ha llegado! ¡Glorifica a tu hijo para que tu hijo te glorifique a Ti!.

"Como me has dado potestad sobre toda carne y sobre todo cuanto existe bajo el sol, yo te he glorificado en la tierra y he terminado la obra encomendada por Ti.

"He manifestado tu Nombre, tu Divina Presencia, tu Poder, tu Bondad y tu Amor, a las almas que en este mundo me diste, porque dispuestas estaban para recibir tu Palabra de Vida Eterna.

"¡Padre mío... Amor inefable!... ¡A los que me has dado en esta hora guárdalos por tu Santo Nombre para que unidos a mí, formen un solo corazón conmigo, como yo soy una esencia misma contigo!

"Mientras estuve con ellos, los he guardado en Tu Nombre y ninguno he perdido de los que en verdad me amaron.

"¡Que tu verdad les haga libres y fuertes!... ¡que tu Poder se manifieste por ellos!... ¡que tu Sabiduría infinita sea como una antorcha delante de ellos!... que el Amor Padre mío sea como una llama viva en sus corazones, para que enciendan tu fuego en toda la tierra y no quede ni una sola alma temblando de frío en las tinieblas donde no estás Tú.

"Que tu inefable Piedad les envuelva como ternura de madre, hasta el día no lejano en que yo pueda decirles como Tú me dices a mí:

"¡Ven!... ven a mis brazos porque has consumado tu obra y has conquistado mi don: ¡Yo mismo por eternidad de eternidades!...

La palabra pareció esfumarse en el ambiente sobrecargado de amor y de suprema angustia; y después de un breve silencio, el Maestro abrió sus brazos y dijo con la voz temblorosa por la emoción:

-¡Venid ahora a darme el abrazo de despedida!...

Un rumor de ahogados sollozos contestó a sus palabras, y todos los presentes se precipitaron a él.

Su madre exhaló un débil gemido y se desvaneció entre los brazos de Ana y de María que estaban a su lado y la sostuvieron oportunamente.

El Maestro la vio desvanecerse y su gemido le atravesó el corazón como un dardo candente. Con dos pasos rápidos se acercó a ella y besándola en la frente helada, en los ojos cerrados, en las manos que parecían de nieve, le decía suavemente al oído:

-¡Madre!... sé fuerte para beber hasta el fondo de la copa que el Padre nos da a ti y a mí, en esta hora de alianza postrera.

Ella abrió los ojos y viendo el rostro de su hijo junto al suyo se abrazó de su cuello con ansia febril para decirle:

-¡Déjame morir contigo si es que Dios te manda morir!... ¡Tu vida es una misma con la mía!... ¿por qué se ha de partir en dos?...

Un nuevo desvanecimiento la acometió y el Maestro mandó que la llevaran al lecho.

Luego abrazó a todos uno a uno, diciéndole a cada cual la palabra necesaria para mantenerle vivo y despierto el recuerdo de todas sus enseñanzas.

María de Mágdalo que con Ana había conducido a Myriam a su alcoba, volvió como un torbellino temiendo no alcanzar ya al Maestro.

Ya no tenía ni velo, ni manto, sino sólo su cabellera suelta que flotaba como una llama dorada.

Se abrió paso entre los últimos que se despedían, y cayendo al pavimento como un trapo tirado al suelo, se abrazó a los pies del Maestro sollozando enloquecida.

Él cerró los ojos y se estremeció ligeramente como si el tormento interior fuera a vencerlo en aquella terrible lucha final.

-¡Mujer! -le dijo poniendo sus manos sobre aquella cabeza agitada por los sollozos-. Me ungiste con perfumes para la sepultura y ¿quieres impedir que la muerte me abra las puertas de mi Reino glorioso?.

Mas, como ella no lo atendiese, él la llamó por su nombre:

-¡María! ¿Nunca desobedeciste mi voz, y ahora no quieres oírme?

Ella se serenó de pronto y levantándose del suelo miró al Maestro con sus ojos enrojecidos por el llanto...

-¡Perdón Señor!... -le dijo-. ¡Fue mi hora de locura!... ¡no quise hacerte padecer!... ¡pero fui vencida por el supremo dolor de este adiós para siempre!...

El Maestro le puso su mano sobre los labios...

-No ofendas al Eterno Amor, María, no digas nunca más esa dura palabra que no es digna de un hijo de Dios: adiós para siempre. ¡Eso es una mentira, y la mentira no debe manchar nunca los labios de un discípulo mío!.

"Ya os he dicho: Me voy al Padre, y vendré a vosotros cada vez que vuestro pensamiento me llame. ¡Os doy el abrazo de la despedida, pero os digo hasta siempre!... ¡hasta siempre!.

Desligándose valerosamente de todos aquellos brazos que tendidos a él querían retenerlo, se lanzó como una exhalación a la gran puerta de entrada y salió a la calle.

Era ya la segunda hora de la noche que aparecía cargada de silencio y de sombras. La luna entre obscuros cendales de nubes, entraba y salía como una doncella asustada que vacilara entre quedarse o huir. Siguió caminando solo por la sombría vereda, y a poco le alcanzó Pedro, Santiago, Juan, Zebeo, Bartolomé y Felipe, Matheo y Nathaniel, Andrés, Tomás, Tadeo y el tío Jaime.

Llegaban unos en pos de los otros, como si no todos se hubieran decidido al mismo tiempo a seguirle.

-¿A dónde vamos Maestro? -preguntó Pedro rompiendo por fin el silencio que los envolvía a todos como un manto color ceniza.

-A nuestro sitio acostumbrado para la oración: al huerto de Gethsemaní. Me son tan familiares y amigos aquellos viejos olivos entre peñascos mudos, que quiero también despedirme de ellos como de vosotros.

"Son también creaciones del Padre, y nuestro amor recíproco los ha vitalizado con su aliento de mago.

"El pensamiento humano unido a la Divinidad por la oración, prende sus vibraciones como cendales invisibles, aun en las cosas inanimadas. Y por largo tiempo encontraréis en esos olivos y en esos peñascos, algo mío flotando en el viento de la noche, y hasta os parecerá sentir el rumor de mi voz que os llama por vuestro nombre...

"¡Visitad después de mi partida todos los sitios donde juntos hemos orado y amado a Dios, que la oración es amor!... y algo de mí mismo os hablará al fondo del alma, como la voz queda del recuerdo dando vida nueva a todo cuanto ha formado el encanto inefable de nuestra vida en común...

Las sombras de la noche inpedían ver, que lágrimas silenciosas corrían por aquellos rostros curtidos por el sol y el aire del Mar de Galilea.

-¡Señor! -dijo Juan acercándose al Maestro hasta tocarle con su cabeza en el hombro-. ¿Por qué salió Judas precipitadamente apenas terminó la cena? ¿Es que fue enviado por ti a realizar compras según costumbre?

-No a compra sino a venta salió nuestro amigo del cenáculo. Nunca pude quitarle la idea de que estorbaba y era el último en mi pequeña escuela. Recelaba de todos y hasta de mí. Fue el único vencido por el espíritu del mal, que le ha hecho ver su conveniencia en conquistarse el favor del Sanhedrín, delatando el sitio preciso donde su Maestro se retira a orar por las noches.

"Eso es todo. No temáis, lo que el Padre tiene dispuesto para su hijo, es lo que sucederá. Nuestro pobre amigo, no ve aún las consecuencias de lo que hace. Que Dios tenga piedad de él.

-De haber sabido ese negocio -dijo Tomás- le habríamos atado de pies y manos para que no se moviera de allí.

Y unos y otros comenzaron a protestar a media voz contra el discípulo infiel, trayendo a la memoria episodios pasados de la conducta de Judas que desagradaron a todos; desagrado que el Maestro calmó con aquellas suaves palabras suyas:

-No juzguéis y no seréis juzgados.

Y el piadoso manto de la tolerancia había encubierto la oculta soberbia en el alma de Judas, que vivía como envenenado por no ser el más querido y honrado en la escuela del Maestro.

Debemos ser justos aún con los criminales y malvados, y es verdad que Judas cayó en la trampa tendida por el Sanhedrín que lo engañó miserablemente. Él nunca creyó que el Maestro, cuya grandeza reconocía, fuera ajusticiado, pues sabía bien que el Sanhedrín no tenía autoridad para ello.

-Queremos traerle con nosotros -le había dicho Hanán en nombre del pontífice- a que haga ante la autoridad competente las declaraciones que necesitamos para juzgar si realmente es el Mesías anunciado por los Profetas.

"Andar como anda, dejándose aclamar del pueblo como Mesías Libertador de Israel, como futuro Rey de la nación, no conduce a nada ni se llega a nada. Y lo que sucederá de un momento a otro, es que Herodes de acuerdo con el Cesar se nos vendrán encima porque uno de nuestra raza y de nuestra fe deja propagarse estas ideas, que de ser pura ilusión, nos pone a todos al nivel de los impostores vulgares que amotinan a los pueblos.

"Si es el Mesías Rey que se espera, un bien le haces y no un mal uniéndote con nosotros para proclamar la verdad; y harás un bien al pueblo de Israel que lo reconocerá en lo futuro.

-¿Y si os pareciera a vosotros que no es el Mesías esperado? -había preguntado Judas, buscando asegurar su posición.

-En ese caso -le había contestado Hanán- se le mandará callar o que salga del país para no agitar al pueblo con ilusiones sin fundamento.

-Las obras que le he visto realizar, son mayores a mi juicio, que las hechas por los más grandes Profetas de Israel -afirmaba Judas-. Sólo con Moisés admite comparación. Yo os lo traeré, pero a condición de que no le haréis daño ninguno, y me reconoceréis en el futuro el servicio prestado a la causa.

-Bien amigo: espero el cumplimiento de tu palabra. Aquí tienes treinta monedas de plata por si el encargue te ocasiona algún desembolso.

Y Judas recibió el bolsillo con las treinta monedas de plata.

-El Maestro -dijo- debe ir ahora hacia el huerto de Gethsemaní en el Monte de los Olivos, donde hace la oración todas las noches mientras está en Jerusalén.

-Y ¿por qué en ese sitio tan solitario y apartado? -volvió a preguntar Hanán desconfiando de una emboscada planeada por Judas.

-Ése huerto pertenece a la antigua familia de la viuda Lía, parienta del Profeta Nazareno y debido a eso, él va allí como si fuera su propiedad.

-Bien, bien. Hemos terminado el negocio -dijo Hanán.

-Aún no, pues falta que me deis una escolta para traerle hasta aquí. ¿Cómo creerá que voy de parte vuestra si me ve llegar solo?.

Una sonrisa diabólica apareció en el rugoso rostro de Hanán que veía bien tragado el anzuelo por Judas, cegado por sus celos y su soberbia que indudablemente le hacían pensar:

"Ahora sí que no me veré postergado en la escuela del Maestro, futuro Rey de Israel, porque ninguno entre los suyos fue capaz de hacer lo que yo he hecho".

-Veo que eres inteligente -le dijo el anciano-. Vete al palacio del pontífice Caifás que allí se te dará la escolta. Yo tomo una litera y voy. Espérame en la portada de Caifás.

Judas salió a la calle en la dirección indicada. Y a poco una litera cubierta llevada por cuatro esclavos negros tomaba el mismo camino conduciendo a Hanán.

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GETHSEMANÍ

En el palacio de Ithamar todo era silencio y sombras. Sólo en dos sitios había luz: en la alcoba de Nebai en el piso principal, y en la planta baja, en el último patio que era el de mayores dimensiones, pues daban a él las caballerizas, los establos y las cocheras.

En el centro estaba el estanque y en los ángulos, grupos de sicomoros y terebintos.

En el más apartado de estos ángulos sombreados de árboles, Vercia la Druidesa gala, encendía el fuego de media noche según el rito de su culto. Estaba completamente sola, como sola velaba Nebai en su perfumada alcoba tapizada de azul celeste. Esperaba a Judá que terminada la cena del anochecer, había salido en busca de las noticias que debían haber traído de Joppe, si como creían estaba ya en aquel puerto desde el día antes el barco correo de Roma.

Agitada por muchos pensamientos contrarios, quería leer y parecía que sus ojos no acertaban con lo que buscaba en el libro.

Tomaba la cestilla de sus labores y la dejaba luego, porque no podía tampoco prestarle la debida atención.

Iba a las camitas blancas de sus dos niños situadas a ambos lados de su gran diván de reposo, y viéndoles dormidos tornaba a ocupar su sitio junto al candelabro velado de pantalla azul.

Esto ocurría al mismo tiempo que la Druidesa, sentada en una estera de juncos frente a su fuego sagrado, miraba fijamente las primeras llamitas que como pequeñas lenguas de oro y púrpura se agitaban movidas por el viento.

De pronto lanzó un débil gemido y extendió sus manos con ansia suprema hacia la pequeña hoguera. En la penumbra amarillenta que irradiaba el fuego, acababa de ver rompiendo la negrura de las sombras, la blanca imagen del Profeta Nazareno frente a un pelotón de hombres armados de picas, en un sitio sombrío de árboles y peñascos, donde no había otra luz que la de humeantes hachones y la claridad de la luna que se filtraba por entre las ramas de los árboles.

-El fuego sagrado no miente nunca -murmuró con sollozante voz la Druidesa-. El Profeta de Dios ha sido prendido.

Se dobló a la tierra como un lirio tronchado, y tocó el polvo con su frente adorando la voluntad invencible del gran Hessus.

Cuando el fuego se extinguió se cubrió con su manto, y muy silenciosamente comenzó a subir las escaleras en completa obscuridad para volver a su alcoba en el segundo piso. Vio a lo lejos la alcoba de Nebai, de la cual salía un débil rayo de luz y se acercó andando de puntillas. Llamó suavemente.

Nebai se estremeció y en dos pasos ligeros llegó a la puerta y abrió:

-¡Vercia!... ¿qué hay?

-El Profeta de Dios ha sido prendido -le contestó con una fría serenidad que espantaba.

-¡No puede ser!... ¿Cómo lo sabes?

-¡Le vi en el fuego sagrado y él no miente nunca!...

Nebai cayó de rodillas sobre el pavimento, porque sus pies parecían negarse a sostenerla.

Vercia la levantó en sus brazos y la llevó al diván. Nebai se abrazó de ella llorando desconsoladamente.

-¡No llores Nebai, amiga mía! -le decía como arrullándola-. Él es grande, fuerte... es el hijo de Dios y los tiranos temblarán ante él.

La pobre Nebai asociaba este hecho a la prolongada ausencia de Judá, y toda esperanza en él se consolaba y decía con gran firmeza:

-¡Judá le pondrá en libertad... estoy segura de ello!.

¡Noche terrible de confusión fue aquella, para los amigos del Profeta Nazareno!. Judá ignoraba la prisión del Maestro que sólo era conocida por aquellos que le acompañaron al huerto de Gethsemaní.

A fin de que el lector conozca todos los detalles ocurridos aquella noche terrible y relacionado con el Hombre-Dios, sigámosle a él entrando en aquel sombreado huerto, que por las noches era tenebroso, pues que las ramas de los olivos enlazadas unas a otras formaban una espesa cortina salpicada de gotas de luz de muy escasa claridad en las noches de luna.

-La hora de prueba ha llegado -dijo el Maestro a los suyos-. Velad y orad para no caer en tentación, porque hoy seréis todos puesto a prueba por causa mía. Mirad que estáis avisados.

"Velad y orad para que vuestra fe no vacile, porque aunque el espíritu vela, la materia es tiniebla y a menudo lo obscurece y lo ciega".

Y se apartó unos pasos al pie de un gran peñasco en el cual solía apoyar sus manos cruzadas para la oración.

-¡Padre mío!... -clamó desde lo hondo de su espíritu resplandeciente de amor y de fe-. ¡La naturaleza humana se espanta de beber este cáliz, mas no se haga mi voluntad sino la Tuya! -Su espíritu se elevó al Infinito como una estrella solitaria en cuyas órbitas lejanas, mucho más allá de los dominios de la mente humana, ningún ser de la tierra le podía seguir.

¡Alma excelsa del Cristo, solitaria a causa de su grandeza; y en la hora de su inmolación, más sola aún, para que el holocausto fuera completo, sin consuelo de la tierra y con los cielos enmudecidos!.

¡Las pequeñas criaturas terrestres doblamos la frente al polvo, y nuestra alma se abisma sin comprender la suprema angustia del Cristo que lo sumía en honda agonía, y el heroico amor a sus hermanos que lo transportaba a las cumbres serenas del Ideal!... .

La visión que tuviera en el Santuario de Moab en la víspera de consagrarse Maestro de Divina Sabiduría, volvió a presentársele como brotando de un abismo de tinieblas. La misma voz de música que en aquella hora le hablara, se le hizo oír también ahora:

-"¿La quieres?... Aún estás a tiempo de rechazarla.

"¡Libre eres de aceptar o no esa afrentosa muerte. Emancipado como estás de la materia, puedes cortar el hilo fluídico que te une a la vida física y eludir la muerte infamante y dolorosa de la cruz!. Elige".

-¡La cruz!... -clamó muy alto, en un gemido postrero de agonía, y cayó exánime cubierto de helado sudor, como si en verdad lo envolviera la muerte con sus velos de escarcha... .

Sus discípulos cansados y tristes, se habían tirado sobre el césped sin voluntad para nada, sino para gemir agobiados por la desesperanza que parecía haberles helado hasta la médula de los huesos.

¿En esto venían a terminar sus brillantes ilusiones alimentadas con loco afán durante más de tres años consecutivos?.

Los que habían abandonado parientes, amigos y posesiones por esta obra cumbre, que debía marcar nuevas rutas a la humanidad, ¿qué dirían al volver vencidos, deshechos, sin fe ni esperanza, como pajarillos aturdidos por los azotes de la tempestad?.

Estos sombríos pensamientos fueron de pronto interrumpidos por la voz del Maestro que parecía haberlos percibido.

-Velad y orad para no ser vencidos por la tentación. Ya os dije que hoy sería puesta a prueba vuestra fe en mí. Y aunque el espíritu está alerta, la materia desfallece a menudo. Orad juntamente conmigo.

Y tornó a retirarse al mismo sitio donde oraba siempre al pie de aquel peñasco, testigo mudo de la agonía del Hombre-Dios.

De pronto, el silencio de la noche fue bruscamente quebrado por los pasos precipitados y sordo rumor de voces de muchos hombres, que venían por el camino de la ciudad.

No eran soldados romanos pues no tenían sus vestiduras ni los emblemas y blasones que llevaban siempre con ellos.

Vestían la librea de los guardianes y servidores del palacio de Caifás, el pontífice reinante. Iba uno de los tres comisarios del Templo con dos auxiliares. Y a cada lado de Judas, principal personaje de esta embajada, caminaban majestuosamente un hijo de Hanán y un Juez del Sanhedrín. Las picas y lanzas brillaban siniestramente a la llameante luz de las antorchas con que alumbraban el camino. Eran entre todos cincuenta hombres.

"Dios da su luz a los humildes y la esconde a los soberbios", había dicho el Divino Maestro, y su palabra se cumplía en Judas en ese instante que engreído por lo que él creía un triunfo, iba pensando que aquella era una digna escolta para conducir al Mesías, futuro Rey de Israel a enfrentarse privadamente con la más alta autoridad de la Nación que convencida de la verdad, le proclamaría en el último día de la Pascua.

El Maestro se acercó a los suyos y les dijo con gran serenidad:

-¡Levantaos y salgamos del huerto, que los que debían venir, ya están aquí.

La llama de los hachones dio de lleno sobre el grupo formado por el Maestro y los suyos.

Estos vieron también a los que llegaban, y entre ellos reconocieron a Judas que venía adelante. Éste avanzó unos pasos y dijo en alta voz:

-¡Dios te salve Maestro!- y le dio un beso en la mejilla.

-¡Amigo!... ¿con un beso entregas a tu Maestro?

Judas iba a explicarse, pero Jhasua se adelantó al grupo de hombres armados para preguntarles:

-¿A quién buscáis?

-A Jhasua de Nazareth llamado el Cristo -contestó el comisario.

-¡Yo soy!

Esta frase resonó como un estampido de algo formidable que se rompe en un instante, y los de la escolta dieron un salto atrás como si hubieran visto reventar el cráter de un volcán. Esto dio lugar a que algunos cayeran al suelo y se apagasen las antorchas. Gran confusión se produjo, y los discípulos, y el tío Jaime y Pedro que llevaban espadas se pusieron en guardia, los demás que sólo tenían sus bastones de viaje se apretaron junto al Maestro que volvió a preguntar:

-¿A quién buscáis?.

-A Jhasua de Nazareth llamado el Cristo -contestó el comisario del Templo no tan valientemente como la primera vez, pues los hombres de la escolta se retiraban cuanto podían, temerosos de otro estampido como el que les sacudió un momento antes.

-Yo soy -contestó el Maestro-. Y si a mí me buscáis, dejad en paz a estos que me rodean.

A una señal del juez, se adelantaron dos hombres con gruesos cordeles y ataron las manos al Maestro.

-¡Faltáis a vuestra palabra!, ¡eso no es lo convenido! -gritó Judas. Mas, como esto había sido previsto, algunos de la escolta sacudieron sus picas contra él, que rodó por un barranco, aturdido por los golpes y con el rostro sangrado al chocar con las piedras del despeñadero.

Pedro enfurecido asestó golpes con su espada a derecha e izquierda, igualmente el tío Jaime, mientras sus compañeros haciendo molinetes con sus bastones golpearon a quien se puso a su alcance.

La voz serena del Maestro les llamó al orden.

-¿Qué hacéis?. Sois como los del mundo que al golpe respondéis con el golpe... .

"Guardad amigos, espadas y bastones, que el cáliz que me presenta mi Padre debo beberlo hasta la última gota".

El desolado grupo se arremolinó en la sombra de los árboles, mientras seguían con la mirada la blanca figura de su Maestro que a la débil claridad de las estrellas sólo parecía un cendal de gasa que se alejaba llevado por el viento.

Le conducían en profundo silencio, a fin de que en el camino a Jerusalén, poblado de tiendas de peregrinos, nadie se apercibiera de lo que ocurría.

Pasado el primer estupor, los discípulos reaccionaron y con la fuerza que da la desesperación, comenzaron a correr hacia la ciudad por distintos caminos del que la escolta seguía. Querían llegar antes para dar aviso al príncipe Judá, al Hach-ben Faqui, al Scheiff Ilderín que tenía fuerzas armadas en previsión sin duda de este caso inesperado.

Aunque su Maestro les había tenido apartados de todos aquellos preparativos bélicos, ellos sabían que se venían haciendo desde tiempo atrás.

En grupos de dos o tres se dispersaron saltando entre barrancos y matorrales como ciervos perseguidos por la jauría de los cazadores.

El tío Jaime con Juan llegaron pasada media noche al palacio Henadad sumido en la obscuridad y el silencio.

En el pórtico de entrada velaba Boanerges que les abrió la puerta sigilosamente. No necesitó preguntarles qué ocurría porque en los rostros de ambos estaba reflejado el triste acontecimiento.

-El Maestro acaba de ser prendido -dijeron ambos a la vez dejándose caer como extenuados sobre uno de los estrados.

-Ya me lo figuraba -contestó el jovencito con sus ojos llenos de llanto-.

"Yo dormía en el cenáculo por acompañar de cerca a la señora y en sueños vi al Maestro que me decía: Ya llegó mi hora. Me levanté y vine a la puerta porque esperaba que enseguida vendríais".

Las mujeres galileas en la alcoba de Myriam, la rodeaban con indecible amor, y la dulce madre, cuyas lágrimas se habían agotado, sentada en su diván, miraba con tenacidad el cirio encendido que se iba consumiendo lentamente.

En su pensamiento comparaba la vida del cirio con su propia vida, y se decía a sí misma en el fondo de su alma: "Su vida y mi vida son como la luz de este cirio: ¡una sola llama!... una vida sola que pronto se extinguirá, para encenderse juntas de nuevo en el seno de Dios.

La llegada de Juan y el tío Jaime les sobresaltó enormemente.

Juan se abrazó de su madre Salomé y rompió a llorar como un niño.

El tío Jaime se acercó a Myriam que estaba entre María y Ana y sólo dijo estas palabras: -Jhasua fue prendido y le llevan al palacio del pontífice Caifás. No sabemos nada más.

-Yo sé lo demás -dijo Myriam sin dejar de contemplar el cirio que se iba consumiendo-.

"La luz que nos alumbra a todos pronto será apagada -añadió-. ¿Qué será entonces de nuestras tinieblas?.

Ana y María se abrazaron a ella llorando desconsoladamente.

Y la heroica madre, que una fuerza sobrehumana parecía sostener, tuvo el valor de decirles:

-¡Haced conmigo al Señor la ofrenda de su vida amada sobre todas las cosas de la tierra, y el Señor secará vuestro llanto y ya no lloraremos más, nunca más!... .

Mediante repetidas dosis de jarabe de naranjas, la angustiada madre del Mártir cayó en un profundo sueño, del que no se despertó hasta poco antes del amanecer.

Ana, la menor de las hijas de Joseph, casada como se sabe con Marcos, se recostó en el mismo diván en que reposaba Myriam y dijo que la velaría durante toda la noche.

María de Mágdalo se fue a su alcoba, después de averiguar que el tío Jaime y Juan se habían lanzado a la calle para dar aviso al Príncipe Judá de lo que ocurría.

En aquellos momentos de suprema angustia, aún esperaban poder salvar al Maestro. Pero el tío Jaime decía tristemente a Juan mientras andaban en la obscuridad de las tortuosas calles:

-Más que el Sanhedrín, temo a la propia voluntad de Jhasua que no quiere ser salvado. ¿Por qué se ha despedido de todos nosotros?. Porque está decidido a morir.

-Es verdad -contestábale Juan-. Lo ha dicho claramente esta noche.

"Donde yo voy, vosotros no podéis venir. Me voy al Padre"... . "Ya es la hora".

-¡Sí, sí... así ha dicho!... no obstante algo deberemos hacer para evitar que se cometan atropellos con él.

Y se dirigieron al palacio de Ithamar en busca de Judá, del Hach-ben Faqui y el Scheiff Ilderín, los tres jefes de las fuerzas armadas que se habían organizado.

Mientras tanto, María de Mágdalo esperó que todas sus compañeras se hubiesen retirado a sus alcobas ya que era pasada la media noche.

Llamó con sigilo a Boanerges, el pastorcillo músico y le mandó prepararse para acompañarla en una excursión por la dormida ciudad.

-Espérame en el pórtico -le dijo- que enseguida voy.

Ya sola en su alcoba, se engalanó esmeradamente como si fuera a concurrir a un suntuoso festín.

Se vistió al uso de las cortesanas egipcias para encubrir un tanto su personalidad. Convertida toda ella en una nube de gasas, su cabeza, cuello y brazos resplandecían de diademas, collares y brazaletes.

La agitación febril que la dominaba, prestaba colorido y animación a su rostro que parecía un bouquet de rosas encarnadas de abril.

-Vamos -dijo secamente a Boanerges que la esperaba.

-¿Adónde? -preguntó él.

-Sígueme tú -le contestó ella.

Y cruzaron calles y callejuelas y doblaron esquinas, y se ocultaron en pórticos y columnatas cuando sentían pasos y voces de las patrullas romanas que guardaban el orden.

Nuestros dos personajes se encaminaban al palacio de Caifás, donde sabían que fue llevado el Maestro.

Aquella joven mujer con sólo un cuarto de siglo de vida, conocía a través de sus estudios, la historia de todos los desatinos y las claudicaciones de los hombres por los encantos de una mujer.

Clelia la heroína romana de los primeros tiempos de Roma, tomada prisionera como rehén por el general etrusco Porsena ¿no había quebrado en pedazos su voluntad dura como el hierro y lo había hecho darle libertad a ella, junto con todos los niños que debían ser pasados a cuchillo?.

¿No había encadenado la voluntad de Alejandro Magno una princesita persa que lo llevó hasta adoptar costumbres, lengua y usos del país de los ganados, y de las rosas bermejas?.

¿No había doblegado Cleopatra, la egipcia, a Julio Cesar que le dio un trono por sus sonrisas, y a Antonio el invencible guerrero ¿no le hizo dejar la espada por el encanto de sus festines en barcas sobre las aguas del Nilo?.

¿Qué prodigio sería pues, que ella, joven y hermosa doblegase la voluntad de los doctores y jueces del Sanhedrín para libertar al Profeta Nazareno, cuya excelsa grandeza la hacía comprender un amor superior a todos los amores de la tierra?.

Tal era el sueño insensato a que el amor y el dolor llevaban como de la mano a la mujer cubierta de manto azul, que caminaba seguida de Boanerges por las tortuosas y obscuras calles de Jerusalén a poco de haber sido prendido el Maestro.

Cuando estaban a cien pasos del palacio, vieron abrirse la poterna del patio de la servidumbre, y que salían cautelosamente hombres cubiertos de mantos, varios esclavos y dos parejas de guardias del palacio. Y en medio de ellos, el Hombre Dios con sus manos atadas a la espalda, despojado ya de su manto y conducido como un reo vulgar. Juntamente con él llevaban otro prisionero, de siniestro aspecto y cuyas obscuras ropas se confundían con las sombras de la calle.

Llegado nuestro relato a este punto, veamos qué había pasado en el palacio de Caifás y por qué sacaban de allí al prisionero.

Astutos y recelosos hasta lo sumo, los enemigos del Profeta, temieron que sus discípulos levantaran al pueblo en masa para defenderle, y el palacio de Caifás, aunque grande y suntuoso, no era una fortaleza como para contener una multitud enfurecida. Juzgaron prudente llevarle a la Torre Antonia, juntamente con el bandido que años atrás había robado en el Templo mismo, y al cual sólo la astucia de los agentes del Sanhedrín pudo capturar. Había sido llevado a Caifás engañado por una esclava aleccionada para ello.

La policía del Sanhedrín gustaba medirse con la policía romana, y a ser posible, dejarla en una mediocridad deslucida. Este juego se venía haciendo desde los tiempos del pontífice Ismael-ben-Pabhi, en los comienzos de la delictuosa administración de Valerio Graco.

El reo compañero de Jhasua de Nazareth era un tal Barr-Abbás, ladrón, asesino y salteante de la peor especie.

Dos jueces del Sanhedrín: Rabí Chanania y Samuel Apkatón iban al frente de aquel heterogéneo grupo de hombres que conducía los dos presos.

Al llegar al portalón de la Torre Antonia les recibió el Centurión que estaba de guardia y no se extrañó nada, pues eran frecuentes los envíos de este género de parte del Sanhedrín.

La guarnición de la Torre estaba ya cansada de estos solapados y encubiertos manejos, muchos de los cuales sólo respondían a venganzas por asuntos religiosos o cuestiones de intereses creados.

Al Centurión le dijeron solamente al entregarle los presos que les guardaran cuidadosamente, pues se trataba de reos muy peligrosos, por los cuales se entenderían con el Procurador al siguiente día.

El aspecto de ambos era tan diferente uno del otro, que el militar se quedó mirando estupefacto al Maestro por un breve rato.

Mandó que llevaran al otro a uno de los calabozos del subsuelo porque en verdad su persona toda, delataba que era un delincuente. Su cara llena de cicatrices y su mirada torva y recelosa junto con su descuidada vestimenta y su cabello y barba enmarañados, lo decían a todas luces.

Pero el preso joven, de la túnica blanca... .

-¡Oh!... ¡por los rayos de Marte!... -decía el militar romano- que este parece un Apolo que se dejó crecer la barba para que le respeten las Musas. ¡De seguro que en éste hay misterio y gordo!.

"Que me corten las dos orejas, si este buen hombre no es una víctima del odio de los judíos".

Y el Centurión condujo al Maestro a la cámara de detenidos, situada en la planta baja de la Torre principal. Le desató los cordeles que tiró a un rincón y encendió una lamparilla de aceite que pendía de la techumbre.

A la escasa claridad de la lámpara, el militar observó de nuevo al prisionero y cada vez más absurda le parecía aquella prisión.

-¿Por qué te han traído aquí? -le preguntó.

-Aún no estoy enterado de qué me acusan. Mañana lo sabré -contestó el Maestro.

El soldado le indicó el estrado cubierto de una estera y unas mantas por si quería descansar.

Cerró con llave la puerta de barrotes de hierro y se alejó.

Siendo tantos los personajes que directa o indirectamente intervinieron cerca del Profeta Nazareno en el episodio final de su vida, nos vemos obligados a retroceder unos momentos para encontrar a sus demás amigos íntimos.

Cuando el Maestro fue introducido al palacio de Caifás, entraron al patio de la servidumbre que era como una plaza, Pedro, Santiago, Tadeo y Bartolomé.

En el centro había una gran hoguera rodeada de bancos de piedra. Un estanque en un ángulo, una mesa de enormes proporciones en otro, donde se veían cestas de pan y restos de comida, lo cual demostraba que allí los guardias y siervos pasaban la noche comiendo y bebiendo. A aquel patio daban las caballerizas, las cocheras y las habitaciones de la servidumbre muy numerosa.

Los discípulos se mantenían en el portal de entrada, casi desapercibidos por la obscuridad de la noche que la luz de la hoguera no alcanzaba a disipar. Pedro no podía soportar la ansiedad por saber qué harían del Maestro, y poco a poco se fue mezclando entre la algarabía de los guardias, esclavos y esclavas que entraban y salían del patio a la cocina, a la bodega y subían la escalera del piso principal, donde estaba reunido parte del Sanhedrín.

Por los grandes ventanales se veían circular los criados con bandejas y fuentes, sirviendo a los magnates apoltronados en el salón del pontífice.

La venerable cabeza blanca de Pedro no tardó en llamar la atención de algunos de aquellos hombres. Y uno de ellos dijo al otro:

-Ése es también galileo, y estaba en el huerto cuando apresamos al Rabí milagroso. ¿Qué querrá aquí?.

Y dirigiéndose a Pedro le dijo:

-¿No eres tú de los compañeros del preso que tenemos allí dentro?. Me parece haberte visto con él.

Pedro disimuló como pudo su sorpresa al verse descubierto y sin detenerse ni un segundo a pensar contestó:

-¡Qué sé yo de vuestro preso!. Yo soy un pescador de Tiberiades y he venido a la fiesta como todo hijo de Israel. Viendo aquí buenas gentes reunidas en paz y alegría, me he llegado a distraerme porque no tengo familia en la ciudad.

Y cuando otros de los criados o guardias creyeron reconocerle también, lo negó, asegurando que no sabía de qué persona se hablaba.

Un gallo cantó en el rincón del establo, y fue para Pedro como si un puñal le hubiera atravesado el corazón. Recordó las palabras de su Maestro; percibió su dulce mirada como un resplandor de luna en la siniestra obscuridad de su angustia, y salió despavorido como si un horrible fantasma le persiguiera. En la simiobscuridad del portalón tropezó con su hermano Andrés que había llegado también en busca de noticias y abrazándose con él, se desató una tempestad de sollozos que no podía contener.

-¿Qué pasa?. ¿Han condenado al Maestro?... . ¿Qué tienes?... .

¡Inútiles preguntas!. Pedro se había dejado caer sobre un estrado del portalón y todo arrebujado en su manto lloraba convulsivamente.

Por fin se levantó y echó a correr en dirección a la calle del Comercio. Su hermano Andrés le siguió hasta el palacio Henadad, donde entró sin haber pronunciado una sola palabra.

Allí debían estar el tío Jaime, Hanani y Zebedeo. Allí estaba Myriam la dulce madre del Maestro, todos sus amigos de Galilea... delante de todos los cuales confesaría su horrible pecado, su espantoso pecado.

¡Había tenido miedo de confesar que era un discípulo del Justo, que esa noche habían prendido como a un malhechor!.

¡Él!, ¡tan luego él, a quien más confianza tenía el Maestro!... . ¡A quien le encargaba siempre cuidar de sus compañeros en ausencia suya!... . ¡Jehová justiciero!... .

¿Cómo no se abría la tierra para tragarlo?. ¿Cómo no se derrumbaba la techumbre para aplastarlo como a un reptil miserable?. ¿Cómo no caía un rayo de los cielos y le consumía como a vil escoria?.

Jadeante llegó al pórtico donde aún parpadeaba la lámpara que Boanerges no cuidó de apagar cuando salió siguiendo a María.

Pero aún le fue negado el consuelo de sus amigos galileos, Myriam dormía, Hanani y Zebedeo no estaban. El tío Jaime y Juan no estaban. María de Mágdalo y Boanerges no se encontraban en sus habitaciones.

Y Pedro como enloquecido se lanzó de nuevo a la obscuridad de la calle.

Apenas habría andado cuatro pasos cuando tropezó con dos bultos que venían en dirección contraria, Eran Nebai y Vercia que no viendo llegar ni a Judá ni a Faqui, iban a la casa de María creyendo encontrar allí las noticias que buscaban. Las seguía a dos pasos Shipro, el joven siervo egipcio compañero de infancia del príncipe Judá.

Por fin encontraba Pedro con quien desahogar su pena.

A Nebai la conocía desde muy niña allá en las montañas del Tabor, y sabía bien cuán grande era su amor y adhesión al Maestro.

-¿Adónde vais? -les preguntó Pedro al reconocerlas.

-Al palacio Henadad buscando noticias.

-No hay nadie allí que pueda dar mayores y peores que os las pueda dar yo.

Y ahogando los sollozos en el fondo de su pecho les refirió todo cuanto había pasado en el huerto de Gethsemaní, y en el patio del palacio de Caifás.

La hora de la inmolación suprema había llegado según lo repetía el Divino Ungido en sus últimos días, y debido a eso, todo parecía combinarse para hacer fracasar los esfuerzos de los suyos por salvarle de la muerte.

El astuto Hanán, alma de la vida política y religiosa de Judea, no permitió que se convocara a todos los miembros del Sanhedrín que eran sesenta y uno. Valiéndose de subterfugios intencionados, dejaron sin aviso a seis miembros que eran grandes amigos del Maestro: Eleazar y Sadoc, sacerdotes pertenecientes a la Fraternidad Esenia; José de Arimathea, Gamaliel, Nicodemus y Calva-Schevona, nombre judío de Nicolás de Damasco. Estos seis hombres incorporados de nuevo al Consejo por la elección reciente, resultaban temibles en el Sanhedrín, pues siendo su palabra de admirable lógica, y su vida recta consagrada a la verdad y a la justicia, arrastraban con sus opiniones a los pocos hombres de alma sana y corazón sincero que había en el seno del Gran Consejo, como ser Chanania Ben Chisva que desempeñaba el arbitraje en las votaciones y Rabbí Shanania, vicario de la cámara de sacerdotes, Jonathás Ben Usiel filósofo y poeta, y Simeón de Anathol doctor en leyes.

El viejo Hanán que durante diez años había ejercido el pontificado y que sus cinco hijos lo habían ejercido también bajo la tutela de su padre, conocía toda esta red tendida en el Sanhedrín, al cual no le convenía en ninguna forma que se levantaran fuertes oposiciones en el seno del Gran Consejo, precisamente cuando a sabiendas iba a cometer el más horrendo delito desfigurado de juicio legal.

Y fue debido a esto que los cuatro doctores amigos del Maestro desde su niñez, ignoraron por completo su prisión hasta poco antes del mediodía siguiente.

En la reunión privada que hemos visto que se realizaba en el salón del pontífice entre fuentes de exquisitos manjares y delicados vinos de Corinto y de Chipre, sólo se hallaban los miembros incondicionales de Hanán: Caifás su yerno y pontífice; sus cinco hijos: Eleazar, Jonathas, Matías, Teófilo y Unano; más los tres hijos del viejo Simón Boetho, cuñado de Hanán; Elkias, tesorero del Templo, Samuel Akatón, Doras y Aananias de Nebedal. Eran sólo catorce, pero los más indicados para tejer en la sombra la más hábil urdimbre que pudiera luego convencer a los imparciales, hasta que se llegase a la mitad por lo menos de votantes a favor de la condena a muerte para el Profeta de Dios.

Entre los criados de Caifás que servían en su festín del crimen, estaba aquel esclavo egipcio enamorado de una de las esclavas de Claudia, esposa del Procurador Pilatos.

Ambos palacios eran vecinos como ya dijimos; el portalón de las caballerizas del uno quedaba a pocos pasos de las grandes verjas de los jardines, del palacio de Herodes, habitación entonces del Procurador. Y el esclavo egipcio pasó a la esclava gala todas las noticias que pudo conseguir referentes a la prisión del Profeta Nazareno y a la decisión del Sanhedrín de condenarle al siguiente día.

La triste noticia le llegó a Claudia pasada la media noche. La esclava gala se atrevió a entrar a la alcoba de su señora sin ser llamada, esperando que lo grave de aquel anuncio la salvaría de la reprimenda.

El Procurador en su despacho de la planta baja atendía los últimos asuntos del día, firmaba correspondencia urgente, recibos de tributos, órdenes de confiscaciones, de compras de víveres para las distintas guarniciones que en las fortalezas y torreones de Samaria y Judea garantizaban al gobierno de Roma la sumisión de los pueblos tributarios.

Claudia no tuvo la paciencia de esperar que su marido subiera a su alcoba, y bajó a buscarle a su despacho.

Estaba solo.

-Gran novedad debe ocurrir -le dijo al verla dejar el lecho a tal hora.

-Los malvados viejos del Sanhedrín han prendido esta noche al Profeta Nazareno -contestóle Claudia sobrecogida de espanto.

-Y ¿eso te asusta?. En los años que llevamos aquí, aún no te has acostumbrado a que los devotos siervos de Jehová no son felices sino cuando tienen alguna víctima entre las manos. Esta vez le tocó el turno a tu Profeta Nazareno. No sabía nada.

-¡Tú no le dejarás condenar!... -gritó Claudia con una gran excitación nerviosa-. ¡Es un justo enviado de los dioses!.

-¡Cálmate mujer!. ¿Crees tú que se va dejar condenar así como así, un hombre idolatrado por el pueblo y que obra estupendas maravillas no bien mueve las manos?.

"De todos modos te agradezco el aviso, pues así estaré preparado para capear la tormenta mañana.

"Acabo de firmar una orden de salida de la mitad de la guarnición que hay en la Fortaleza de la puerta de Jaffa con destino a Sebaste donde hay alboroto; pero tu noticia me hace cambiar de resolución. ¿Quién contiene al pueblo mañana, si a los malvados viejos a quienes los dioses confundan, se les antoja azotar al prisionero según costumbre?.

"A esa sola pena les dejó derecho Augusto y a fe que tuvo razón y desde que vivo en este país de profetas y de milagros, he visto ya centenares de hombres inutilizados por la flagelación.

Y mientras así hablaba Pilatos, tomó el pliego a que había aludido y lo hizo mil pedazos, con visibles muestras de mal humor.

-¡Pero tú no le dejarás azotar por esos malvados!... -insistió Claudia próxima a llorar.

-¡No me canses mujer!... . En los asuntos religiosos de los judíos yo no puedo inmiscuirme. Y si el Cesar les dejó autoridad para azotar a los transgresores de sus leyes ¿qué quieres que yo haga?.

Claudia se dejó caer sobre un diván y rompió a llorar amargamente.

Pilatos se levantó conmovido y se acercó a ella.

-¡Bueno, basta, basta ya!. Te prometo que haré cuanto esté de mi parte para evitar que ese buen hombre sea molestado en nada. Haré alguna otra concesión a los viejos de las muchas que piden cada día a cambio de la libertad del Profeta.

"Y he terminado aquí. ¡Vamos! -y rodeando con su fuerte brazo la cintura de Claudia, subió con ella a las suntuosas alcobas en el piso principal.

Dos cabos sueltos hemos dejado en las últimas páginas de nuestro relato: A María y Boanerges ocultos en un portal siguiendo con la mirada al Maestro conducido por un grupo de hombres que salió del palacio de Caifás y le llevaron a la Torre Antonia.

Y Pedro desconsolado hasta la desesperación, desahogando su angustia con Nebai y Vercia a poca distancia del palacio Henadad.

Cuando ambas escucharon el triste relato se quedaron mudas de espanto, sin saber qué resolución tomar.

-¡Pero Judá!... . ¡Yo no sé cómo es que no está en casa a estas horas! -decía Nebai pensando siempre en que él salvaría al Maestro.

-Mi señora -dijo Shipro-. El príncipe Judá vendrá al amanecer pues cuando caía la noche salió hacia Joppe a todo el correr de un buen caballo. Ahora habrá llegado allá.

-¡A Joppe!... . ¡Dios mío! y ¿qué va a hacer a Joppe si es aquí tan necesaria su presencia?.

-Cuando iba a montar yo tenía el caballo de la brida y oí que decía al Hach-ben Faqui, que no llegó un correo urgente esperado desde ayer y él iba personalmente a buscar no sé qué documento importante que espera de Roma -contestó el fiel criado.

Nebai, que conocía aquel asunto murmuró a media voz:

-Basta que no llegue demasiado tarde.

La Druidesa Vercia no había abierto sus labios pero era notorio su estado de preocupación.

Resolvieron ambas mujeres volver a casa, pues Nebai había dejado sus dos niños dormidos. Acaso también su abuelo Simónides o el Hach-ben Faqui tuvieran algún indicio que les orientara en aquel desconcertante laberinto.

Pero y Andrés regresaron a su hospedaje esperando asimismo encontrar algún recurso de última hora que les indicase lo que debían hacer.

Mientras, sucedía esta escena en el obscuro recodo de un murallón, María de Mágdalo seguida de Boanerges habían llegado a la Torre Antonia, a cuyos muros se apretaban cautelosamente buscando que su sombra les protegiera de la mirada indiscreta de algún transeúnte nocturno.

No había más claridad que la ancha franja de luz que salía de la portada de la Fortaleza, en la cual vieron aparecer a los hombres embozados con los criados y guardias que habían conducido al prisionero.

Les vieron alejarse en el más profundo silencio y sin luz alguna, lo que indicaba que no deseaban ser sentidos por nadie.

-¡Señora!... ¿qué vas a hacer? -dijo Boanerges a María cuando la vio avanzar hacia la portada.

-Pediré que me dejen hablar al Profeta. ¿Tienes miedo acaso?.

"Quédate detrás de una columna del pórtico, que yo entraré sola.

-No temo por mí, sino... . -Y el pastorcillo no se atrevió a terminar la frase.

-¡Ya te comprendo! -contestó María-. Temes para mí algún ultraje de los soldados. No temas. El Dios del Profeta Nazareno está conmigo.

"Espérame aquí".

Y sin vacilar subió ligera las pocas gradas del pórtico.

Se detuvo al centro de la puerta, y toda la luz dio de lleno sobre aquel bulto azul que inesperadamente surgía de las tinieblas.

El guardián que estaba allí como una estatua de bronce y hierro, atravesó la lanza ante ella cerrándole la entrada.

-¿Qué buscas aquí? -le preguntó en lengua latina.

-Quiero hablar al prisionero -contestó secamente María.

-Los presos no reciben visitas a esta hora. Vete.

El Centurión de la guarnición que dormitaba echado sobre un diván en el fondo de aquella sala, se incorporó a medias a ver con quién hablaba el centinela.

Al ver una mujer encubierta, se levantó y fue hacia ella.

Era un noble soldado que había servido a las órdenes del Duunviro Quintus Arrius, padre adoptivo del príncipe Judá, a cuya generosidad estaba agradecido.

-Descúbrete noble dama -le dijo con acento afable- y dime lo que buscas a estas horas.

María dejó caer sobre los hombros el manto que cubría su cabeza, la que apareció como una flor de oro ante los asombrados ojos del Centurión.

-¡Por los dioses!... -exclamó- que eres una musa escapada del Olimpo. ¿Qué quieres?.

-Centurión -le dijo-. Mi madre era romana y tenía orgullo de la nobleza de los romanos. Te ruego que me dejes hablar con el prisionero que acaban de traer.

-Es que son dos; pero ya me figuro cuál es el que tú buscas: el Apolo rubio y hermoso como un sol. ¿Eres su mujer?.

-¡No, no! -contestó nerviosa... -¡yo no soy su mujer pero soy íntima amiga de su madre, que perderá la vida con la prisión de su hijo!. ¡Déjame hablarle por piedad, y los dioses en quienes crees compensarán tu noble acción!.

-Bien, bien, no creo que suceda ningún mal porque le hables, pero si eres tan noble como hermosa, me dirás lealmente si traes armas al prisionero.

-¿Armas?... ¿para qué?. Él no es hombre de armas, sino de paz y de amor. ¿No le has visto acaso el día que entró triunfante en la ciudad aclamado por el pueblo?.

El centurión se dio una palmada en la frente.

-¡Por los mil rayos de Júpiter!... . Éste es entonces el Profeta Nazareno protegido de Quintus Arrius (hijo).

-¡Justamente! -contestó María que empezaba a tener nuevas esperanzas-.

"¿Me lo dejas ver? -preguntó. Y extendió sus manos para que viera el Centurión que no tenía arma ninguna.

-¡Sí, sí, mujer!. Sígueme y luego dirás al príncipe Arrius lo que he hecho al escuchar su nombre.

María siguió al Centurión por una ancha galería que una lámpara colgada del techo iluminaba débilmente.

Al final se veía una verja detrás de la cual había también luz.

-Ahí le tienes -dijo el Centurión indicando la reja-. Háblale cuanto quieras.

-¡Maestro!... -clamó María cuando le vio sentado en el estrado, y que la miraba con sus dulces ojos llenos de paz y de serenidad.

-¡María!...

A estas dos solas palabras que se encontraron en el éter iluminado de amor, la verja se abrió sola ante los azorados ojos del Centurión que recordaba bien haberla cerrado con doble llave.

-¡Rayos y truenos del Olimpo! que si aquí no anda la magia, no soy Longhinos el Centurión.

María se había ya precipitado a la sala y caía de rodillas ante el augusto Mártir.

-¡Maestro!... . ¡Maestro!. Si vieras la desolación de tu madre y de todos cuantos te aman no te empeñarías en abandonarnos dejándonos solos en este mundo -le dijo entre sollozos y con sus manos unidas en actitud de desesperada súplica.

El Centurión seguía mirando con asombrados ojos, no la escena en sí, sino la puerta de la verja abierta por la que había pasado aquella mujer como un fantasma etéreo.

-Ten paz y sosiego en tu corazón María, y piensa que la Voluntad Soberana del Padre es quien me llevará a su Reino y no la voluntad de los enemigos.

"Débil y flaca es vuestra fe cuando teméis a los hombres que son una brizna de paja en las manos de Dios.

-¡Creemos Maestro, creemos que Él puede salvarte de tus enemigos! -exclamó María en una ardiente protesta de su fe-. ¿Acaso no hemos visto cerca de ti tantas maravillas?.

-Y aun os falta ver otra mayor -le contestó el Maestro con una firmeza que llenó de entusiasmo a María, pues interpretó que ocurriría un estupendo acontecimiento por el cual su Maestro manifestaría públicamente el divino poder de que estaba investido.

-Vete a casa María, y di a mi madre y a todos los que amo, que hoy mismo a la segunda hora de la tarde, estaré libre de mis enemigos y habré vencido a la muerte.

"¡Que la paz sea contigo!".

Ebria de gozo, besó María las manos del Maestro y cubriéndose de nuevo salió con pasos ligeros, dejando al absorto Centurión, que de nuevo cerraba con doble llave la reja de la prisión.

-¿Qué hay señora? -le preguntó Boanerges cuando la vio bajar de nuevo a la calle.

-¡Gloria!, ¡triunfé, Boanerges!. He visto y hablado al Maestro que tiene una paz y serenidad admirable.

"Dice que aun veremos una maravilla mayor de cuantas hemos visto, y que diga a todos cuantos le aman que hoy a la segunda hora de la tarde estará libre de sus enemigos y habrá vencido a la muerte. Son sus propias palabras.

-¡Gracia a Dios! -exclamó Boanerges-. Corramos a casa para que la buena nueva lleve el consuelo al corazón de la pobre madre.

Cuando llegaron, estaban ya allí los amigos galileos reunidos. Pero María vio que su gran noticia era recibida con dudas y recelos.

-El Maestro se despidió de todos nosotros. Luego él sabía que se va de nuestro lado -decía uno.

-Hay muchos modos de irse -contestaba otro-. ¿No se fueron Henoch y Elías llevados en carros de fuego por los ángeles de Dios?.

-¿No subió Moisés al Monte Nebo y nadie le vio bajar y nadie encontró su cadáver? -añadía un tercero.

-Se consumirá como este cirio -dijo Myriam secando dos lágrimas que corrían por su rostro- y su alma radiante y hermosa vendrá a nosotros, por las noches como un rayo de luna a alumbrar nuestro camino.

"¡Dios mío!, recibe mi holocausto supremo y que él sea siembra de paz y de amor sobre toda la tierra".

Y amaneció por fin el tremendo día que el Divino Ungido esperaba con ansia suprema llamándolo su día de gloria, su día de triunfo, su día de amor y de divinas compensaciones en el seno de su Padre.

Narradores fieles de lo acaecido en aquellas últimas horas de la vida física del Cristo sobre la tierra, debemos esbozar uno a uno los dolorosos cuadros donde los personajes se agitaban febrilmente movidos por una misma voluntad: salvar al Maestro de las garras de sus enemigos y proclamarle Rey de Israel, abatiendo todas las fuerzas que se interpusieran en el camino.

Tal como había dicho Shipro a Nebai, el príncipe Judá llegó al amanecer tan fatigado de la carrera, que ni aún pudo responder al saludo cariñoso de su esposa con la que se encontró a mitad de la escalera principal. Habiendo sentido que se abría el portalón de las caballerizas, ella bajaba apresuradamente con una lamparilla de mano.

La luz dio de lleno sobre el hermoso rostro de Judá que subía.

Su intensa palidez formaba un contraste con sus obscuros cabellos en desorden, y con la angustia que desbordaba de sus grandes ojos negros y expresivos en extremo.

-¿Qué tienes Judá? -le preguntó Nebai espantada.

-¡Ya lo sé todo!... -le contestó él subiendo a saltos los escalones que faltaban hasta el primer piso.

-¿Quién te lo dijo? -preguntó Nebai.

-Pedro y Andrés, que esperaban mi llegada en la puerta de Jaffa -le contestó Judá-.

¡Ríos de sangre correrán hoy por las calles de Jerusalén!... .

"Mandaré pasar a cuchillo dentro del Templo mismo, a esa piara de fieras hambrientas que se atrevieron a poner las manos sobre el Ungido de Dios.

"Antes de que el sol se levante de las colinas, desataré como una tempestad treinta mil hombres armados que no esperan sino una señal para lanzarse sobre Jerusalén".

Y Judá se sacaba a tirones su ropa de viaje, tropezando con taburetes, sitiales y divanes que encontraba al paso.

Nebai espantada lloraba de rodillas junto a las camitas de sus niños, pues jamás había visto a su esposo dominado por tan tremenda cólera. Le vio sacar de un cofre, donde jamás supo ella lo que guardaba, un lujoso uniforme de oficial primero, de la legión Itálica, a la que pertenecía la más noble juventud romana, y comenzó a vestírselo apresuradamente.

Cuando le vio blandir la espada resplandeciente, a la cual decía: "Tú vengarás el ultraje inferido al Mesías Rey de Israel"..., Nebai dio un grito salido del fondo de su alma y aun de rodillas tendió sus brazos hacia él.

Un nimbo de luz dorada llenó la alcoba aun sumida en la penumbra del amanecer. Ambos se quedaron paralizados en todos sus movimientos.

Tenían ante sí la dulce imagen de Jhasua que les sonreía con inefable ternura.

-¿Qué haces Judá, amigo mío, que afliges así a tu compañera y olvidas a tus hijitos?.

-¡Jhasua!... -murmuró Judá cayendo también de rodillas ante la luminosa aparición que se acercaba a ellos.

-Mi cuerpo duerme en la prisión, pero mi espíritu viene a vosotros porque me llegó el clamor de Nebai -díjoles con su voz sin ruido, la flotante visión que los envolvía con sus claridades y sus ternezas-.

"Guarda de nuevo tu espada, amigo mío, porque el Ungido de Dios no triunfará por las armas sino por el Amor y por la Verdad.

"La Voluntad del Padre que ordenó hasta el más pequeño acontecimiento de mi vida, ha ordenado también mi entrada triunfal en su Reino y no serás tú amigo mío, que quieras interponerte en mi camino al final de la jornada.

La radiante aparición estaba ya tocando a los dos jóvenes esposos, y sus blancas manos transparentes como tejidas de gasas, unían las dos cabezas, unían las dos cabezas con la suya intangible y etérea como en un abrazo eterno, cuyo recuerdo no debía borrarse jamás.

-¡Mi paz sea con vosotros!... -se oyó como una melodía, mientras la visión se diluía en celajes dorados que iban destejiéndose en la penumbra de la alcoba silenciosa.

Judá se abrazó como enloquecido de Nebai y rompió a llorar con tan fuertes sollozos, que Noemí, su madre, se despertó sobresaltada en la alcoba inmediata y envuelta en una capa entró precipitadamente.

El brillante uniforme militar que su hijo vestía y el angustioso llanto de ambos la sobrecogió de espanto.

-¿Qué hay, hijo mío, qué pasa?.

-¡Jhasua fue prendido anoche y hay que salvarle de la muerte! -contestó Judá ahogando sus sollozos.

-¿Vas tú a intentar una rebelión? -preguntó, alarmada, la madre.

-¡Es que él rechaza toda acción armada y me deja atado sin poder moverme!... -gritó Judá, como si quisiera que su protesta fuera oída en todas partes.

El Hach-ben Faqui entró en la alcoba como un vendaval.

-Lo sé todo, Judá; cálmate, que todas las fuerzas que yo mando han entrado anoche por el subterráneo de los almacenes de Simónides, y están listas para cargar. El valiente viejo pasó toda la noche dirigiendo la entrada... uno a uno, ¡diez mil lanceros Tuareghs!... .

Judá lo oía como atontado.

-¿Qué tienes?... . ¿No me oyes? -preguntaba el valiente africano, decepcionado.

-¡Jhasua rechaza toda acción armada! -contestó Judá-; ordena que todo lo dejemos a la voluntad de su Padre, que Él solo basta para esta hora final.

-¡Imposible cruzarnos de brazos! -gritaba Faqui, sin comprender casi lo que decía su amigo-.

"El Scheiff Ilderín -añadió Faqui-, salió anoche a última hora para conducir hoy sus jinetes árabes que están acampados en los bosques de Jericó, y antes de medio día estarán aquí.

-¡Todo inútil!... -murmuraba con supremo desaliento Judá-, ¡Jhasua no acepta nada!... ¡no quiere nada!. ¡Dice que el Ungido de Dios no triunfará por las armas sino por la Verdad y el Amor!... .

"¡Faqui!... -gritó desesperado- ¡Jhasua es más fuerte que nosotros, y con una sola palabra nos encadena a los dos!... . ¡Antes de comenzar la lucha somos vencidos por él!.

-¿Y qué hay en lo de Roma y el Cesar? -preguntó con desgano el Hach-ben Faqui.

-¡Fracaso!, ¡otro fracaso! -contestó Judá-. El Ministro Seyano, en quien confiábamos, ha caído en desgracia, y a estas horas huye, porque el Emperador ha mandado matarle.

-¿Cómo?... ¿es posible?.

-Aparece complicado en el asesinato de su hijo Drusso -dijo simplemente Judá.

-¡Por las arenas del Sahara! -exclamó Faqui- que todo se une contra nosotros.

-¡Calma!... ¡calma! -dijo en la puerta el anciano Melchor que había previsto la llegada de este terrible momento, y acudía a sosegar aquella tempestad-.

"Los caminos de Dios no son los caminos de los hombres", -dijo Jehová al Profeta Isaías-. Si nuestro Jhasua rechaza toda acción armada... . Él es el Pensamiento Divino encarnado, el Verbo de Dios hecho hombre. ¿No ha de saber acaso lo que dice?.

-El príncipe Melchor tiene razón, Judá; esperemos con nuestras legiones alerta, a ver cómo se encaminan los acontecimientos -dijo Faqui.

Judá, que algo se había tranquilizado, les explicó la visión de Jhasua que habían tenido Nebai y él, en esa misma alcoba y todo cuanto les había dicho.

-¿Veis? -decía el anciano Melchor-. Somos aún pequeños para comprender los caminos del Señor, hijos míos. ¿Creeremos acaso que al Eterno Omnipotente le faltan medios para exaltar a su Enviado a un trono, si esa fuera su Voluntad?.

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